Por: Luis Toledo Sande
 En su esencia, y hasta en detalles, 
los textos de José Martí sobre los Estados Unidos parecen de hoy. 
Escrutó esa nación con la inteligencia y la honradez que lo 
caracterizaron, y no incurrió en el deslumbramiento que han empañado no 
pocas miradas. En el que sus Obras completas se da como primero de sus cuadernos de apuntes
 —ubicado en 1871, cuando contaba dieciocho años—, la impugnó por 
consideraciones emocionales y de idiosincrasia, y asimismo en lo 
económico y social: “Las leyes americanas han dado al Norte alto grado 
de prosperidad, y lo han elevado también al más alto grado de 
corrupción. Lo han metalificado para hacerlo próspero. ¡Maldita sea la 
prosperidad a tanta costa!”. Más que alabar el bienestar material, a lo 
largo de su vida valoraría la bondad y la cultura.
En su esencia, y hasta en detalles, 
los textos de José Martí sobre los Estados Unidos parecen de hoy. 
Escrutó esa nación con la inteligencia y la honradez que lo 
caracterizaron, y no incurrió en el deslumbramiento que han empañado no 
pocas miradas. En el que sus Obras completas se da como primero de sus cuadernos de apuntes
 —ubicado en 1871, cuando contaba dieciocho años—, la impugnó por 
consideraciones emocionales y de idiosincrasia, y asimismo en lo 
económico y social: “Las leyes americanas han dado al Norte alto grado 
de prosperidad, y lo han elevado también al más alto grado de 
corrupción. Lo han metalificado para hacerlo próspero. ¡Maldita sea la 
prosperidad a tanta costa!”. Más que alabar el bienestar material, a lo 
largo de su vida valoraría la bondad y la cultura.
En “México y los Estados Unidos”, artículo publicado en el periódico mexicano Revista Universal
 el 27 de abril de 1876 y rescatado para el segundo tomo de la primera 
edición crítica —en realización por el Centro de Estudios Martianos— de 
sus Obras completas, escribirá: “La cuestión de México como la 
cuestión de Cuba, dependen en gran parte en los Estados Unidos de la 
imponente y tenaz voluntad de un número no pequeño ni despreciable de 
afortunados agiotistas, que son los dueños naturales de un país en que 
todo se sacrifica al logro de una riqueza material”. Semejante 
generalización habla por sí sola.
El 26 de octubre de 1881 apareció en La Opinión Nacional, de
 Caracas, una crónica en que repudió a los partidos hegemónicos de los 
Estados Unidos, con ejemplos de su entorno neoyorquino, pero 
representativos del país: “En uno y otro partido se habían creado 
corporaciones tenaces y absorbentes, encaminadas, antes que al triunfo 
de los ideales políticos, al logro y goce de los empleos públicos. Nueva
 York es un Estado dudoso, en el que a las veces triunfan los 
republicanos, y a las veces los demócratas”.
Abundó entonces en los mecanismos de esas corporaciones: cada una 
“obedece a un jefe; y del nombre de ‘boss’ que se da a estos caudillos, 
hasta hoy omnipotentes e irresponsables, viene el nombre de ‘bossismo’, 
que pudiera traducirse por el nuestro de cacicazgo, aunque las 
organizaciones que lo producen, y las esferas de su actividad, le dan 
carácter y acepción propios. El boss no consulta, ordena; el boss se irrita, riñe, concede, niega, expulsa; el boss
 ofrece empleos, adquiere concesiones a cambio de ellos, dispone de los 
votos y los dirige: tiene en su mano el éxito de la campaña para la 
elección del Presidente”.
Su clara visión sobre los Estados Unidos no tardó en acarrearle 
contradicciones con el diario caraqueño, que lo llevaron a interrumpir 
su trabajo para esa publicación, y pronto las tuvo también con La Nación,
 de Buenos Aires. Su director, Bartolomé Mitre Vedia, en carta del 26 de
 septiembre de 1882 le informó que su primer despacho para ese rotativo 
había sido censurado “en lo relativo a ciertos puntos y detalles de la 
organización política y social y la marcha de ese país”. El empresario 
temía que, de publicarse el texto como lo escribió el autor, pudiera 
pensarse que el periódico “abría una campaña de denunciation contra los Estados Unidos como cuerpo político, como entidad social”. Nada menos.
El cariz de lo podado se infiere por lo que el corresponsal, quien 
tanto prestigio dio al rotativo bonaerense, logrará que circule en sus 
páginas. En crónica publicada el 18 de marzo de 1883 se refiere a “los 
republicanos de ‘media raza’, como les apodan; los buenos burgueses, que
 no desdeñan bastante a la prensa vocinglera, a las capas humildes, a la
 masa deslumbrable, arrastrable y pagadora”, y los contrapone a la 
facción dominante en dicho partido: “Los otros, los imperialistas, los 
‘mejores’,—y sus apodos son esos,—los augures del gorro frigio, que, 
como los que llevaron en otro tiempo corona de laurel y túnica blanca, 
se ríen a la callada de la fe que en público profesan; los que creen que
 el sufragio popular, y el pueblo que sufraga, no son corcel de raza 
buena, que echa abajo de un bote del dorso al jinete imprudente que le 
oprime, sino gran mula mansa y bellaca que no está bien sino cuando muy 
cargada y gorda y que deja que el arriero cabalgue a más sobre la 
carga”.
Tampoco los políticos llamados “de ‘media raza’” se guiaban por la 
ética: “tenían el oído puesto al pueblo, que es viento arrollador, del 
que importa saber dónde va y viene. Y los ‘mejores’ eran, y aún son, los
 caballeros de la espalda vuelta: por donde les tomó el pueblo colérico,
 que alzó esta vez el látigo, y les dejó la espalda verde y negra”. Unos
 y otros coincidían en intereses y conducta, como el partido demócrata, 
envuelto con el republicano en una pugna que dio al traste con quienes 
podían estimarse democráticos.
En la misma crónica expresa: “¿A qué decir que el partido democrático
 sacudió a todo brazo cien fustas de fuego sobre los bandos rivales, y 
los alzaba desnudos en diaria y empinadísima picota, y les hincaba el 
diente en la más honda entraña? Pero ¿qué es hoy el partido democrático?
 En la política práctica, es acaso el partido triunfador; en la política
 de principios, que no son a veces, y muy comúnmente, más que armaduras 
que se toman o se dejan, según sean de efecto bueno, o de uso inútil en 
la batalla popular, el partido democrático es, en todo momento, todo lo 
contrario de lo que sea el partido republicano. Por donde los 
republicanos yerran, por ahí se están entrando los demócratas; del 
catálogo de vicios de los republicanos, que son,—excepto la tendencia 
ultraunificadora de estos,—los mismos que dieron en tierra, veinte años 
ha, con el partido democrático, hacen los demócratas ahora acta de 
acusación formidable”.
El 26 de octubre de 1884 circuló en La Nación una crónica 
martiana que va al fondo de los hechos, en términos que hoy sería 
acertado recordarle al imperio. Este, en su táctica hacia a Cuba, tras 
más de medio siglo de un bloqueo férreo, y fracasado en sus fines 
mayores, para influir en ella cifra esperanzas en los propietarios 
privados, a quienes ensalza como únicos emprendedores. En la crónica se 
lee: “El monopolio está sentado, como un gigante implacable, a la puerta
 de todos los pobres. Todo aquello en que se puede emprender está en 
manos de corporaciones invencibles, formadas por la asociación de 
capitales desocupados a cuyo influjo y resistencia no puede esperar 
sobreponerse el humilde industrial que empeña la batalla con su energía 
inútil y unos cuantos millares de pesos”.
Al describir una representación gráfica del monopolio blandida en una
 manifestación por trabajadores, apunta a la dinámica política y social 
determinada por la concentración de las riquezas en pocas manos: “Este 
país industrial tiene un tirano industrial. Este problema, apuntado aquí
 de pasada, es uno de aquellos graves y sombríos que acaso en paz no 
puedan decidirse, y ha de ser decidido aquí donde se plantea, antes tal 
vez de que termine el siglo”.
La solución requería un propósito aún hoy no logrado: el equilibrio 
del mundo frente a la expansión imperialista de los Estados Unidos, país
 que en lo externo saquea y oprime, y en lo interno edulcora la opresión
 con el botín del saqueo, y arma reyertas presentadas como expresión de 
la democracia: “Es recia, y nauseabunda, una campaña presidencial en los
 Estados Unidos […] Los políticos de oficio, puestos a echar los sucesos
 por donde más les aprovechen, no buscan para candidato a la Presidencia
 aquel hombre ilustre cuya virtud sea de premiar, o de cuyos talentos 
pueda haber bien el país, sino el que por su maña o fortuna o 
condiciones especiales pueda, aunque esté maculado, asegurar más votos 
al partido, y más influjo en la administración a los que contribuyen a 
nombrarlo y sacarle victorioso”.
Lo denuncia en crónica publicada el 9 de mayo de 1885 en La Nación,
 y en la cual añade: “Una vez nombrados en las Convenciones los 
candidatos, el cieno sube hasta los arzones de las sillas. Las barbas 
blancas de los diarios olvidan el pudor de la vejez. Se vuelcan cubas de
 lodo sobre las cabezas. Se miente y exagera a sabiendas. Se dan tajos 
en el vientre y por la espalda. Se creen legítimas todas las infamias. 
Todo golpe es bueno, con tal que aturda al enemigo. El que inventa una 
villanía eficaz, se pavonea orgulloso. Se juzgan dispensados, aun los 
hombres eminentes, de los deberes más triviales del honor”.
Eventualmente podían surgir esperanzas de saneamiento, pero la 
realidad era funesta en ambos partidos, y Martí lo expresó en el diario 
bonaerense el 26 de enero de 1887: “El partido republicano, 
desacreditado con justicia por su abuso del Gobierno, su intolerancia 
arrogante, su sistema de contribuciones excesivas, su mal reparto del 
sobrante del tesoro y de las tierras públicas, su falsificación 
sistemática del voto, su complicidad con las empresas poderosas, su 
desdén de los intereses de la mayoría, hubiera quedado sin duda por 
mucho tiempo fuera de capacidad para restablecerse en el poder, si el 
partido demócrata que le sucede no hubiera demostrado su confusión en 
los asuntos de resolución urgente, su imprevisión e indiferencia en las 
cuestiones esenciales que inquietan a la nación, y su afán predominante 
de apoderarse, a semejanza de los republicanos, de los empleos 
públicos”.
La crónica martiana difundida en aquel periódico el 17 de mayo de 
1888 pudiera leerse como una respuesta más —en su momento le dio la que 
no da este artículo espacio bastante para glosar cumplidamente— al Mitre
 que lo censuró en 1882: “Se ve ahora de cerca lo que La Nación ha visto, desde hace años, que la república popular se va trocando en una república de clases”.
Entonces añadió juicios de este carácter: “no bastan las 
instituciones pomposas, los sistemas refinados, las estadísticas 
deslumbrantes, las leyes benévolas, las escuelas vastas, la parafernalia
 exterior, para contrastar el empuje de una nación que pasa con desdén 
por junto a ellas, arrebatada por un concepto premioso y egoísta de la 
vida. Se ve que ese defecto público que en México empieza a llamarse 
‘dinerismo’, el afán desmedido por las riquezas materiales, el desprecio
 de quien no las posee, el culto indigno a los que la logran, sea a 
costa de la honra, sea con el crimen, ¡brutaliza y corrompe a las 
repúblicas!”.
El 22 de noviembre de 1889 apareció en el rotativo argentino el 
despacho en que se lee: “Los votos, como que estos Estados nacen en 
hombros de corporaciones poderosas, estaban de compra y venta, según los
 intereses de las corporaciones rivales, y el influjo de las que tienen 
por la garganta a los votantes, con lo que les han adelantado sobre sus 
empresas y tierras”. En semejante cuadro, lo que gana su simpatía, y él 
considera “real en el voto”, es un propósito que, por contraste, habla 
de malas raíces: “el empeño de la mujer en que se levante el Estado 
sobre el hogar, y no sobre la taberna”.
Ese es el país ante el cual hay quienes se deslumbran, y no faltará 
quien crea que hasta se le debe tener como un mérito el haber incluido 
en su nombre el de todo el continente, como si esa táctica no encarnase,
 en el idioma, la geofagia planetaria que sigue caracterizando a sus 
fuerzas dominantes. Tal es el país que Martí conoció en sus entrañas y 
denunció sin descanso. Otros lo verían y aún hoy lo verán con la pupila 
encandilada por un esplendor fomentado a base de saquear a otros 
pueblos, y de proponerse —utilicemos palabras ya citadas— manejar al 
suyo propio como a una mula mansa y bellaca.
Martí se veía obligado a permanecer en los Estados Unidos mientras 
preparaba la contienda para la liberación de su patria, lo que no podía 
hacer en ella debido a la vigilancia española. Pero sabía que la guerra 
debía ser ordenada, rápida y eficaz, de modo que los imperialistas no 
hallaran en ella pretexto alguno para intervenir y —así le escribió el 
14 de diciembre de 1889 a su colaborador Gonzalo de Quesada Aróstegui— 
“con el crédito de mediador y de garantizador, quedarse” con Cuba, como 
ocurrió, ya muerto él, en 1898.
De su angustia por permanecer en los Estados Unidos —aunque fuese 
para desplegar cuanto desde allí hizo como revolucionario—, le habló a 
su amigo mexicano Manuel Mercado en carta del 22 de abril de 1886: “Todo
 me ata a New York, por lo menos durante algunos años de mi vida: todo 
me ata a esta copa de veneno:—Vd. no lo sabe bien, porque no ha 
batallado aquí como yo he batallado; pero la verdad es que todos los 
días, al llegar la tarde, me siento como comido en lo interior de un 
tósigo que me echa a andar, me pone el alma en vuelcos, y me invita a 
salir de mí. Todo yo estallo”. Hoy estallaría ante el burdo espectáculo 
electorero en curso, y, sobre todo, ante la permanente voracidad 
internacional que ya en su tiempo él condenó y quiso frenar con la 
independencia de Cuba y de Puerto Rico, necesaria además para asegurar 
la segunda independencia de nuestra América.
Ya en Cuba, en plena guerra de liberación, en la víspera de su caída 
en combate le confesará al mismo amigo mexicano que todo cuanto había 
hecho, y haría, era para impedir que se consumaran los planes de los 
Estados Unidos de apoderarse de las Antillas y de toda nuestra América, 
en el afán que los guiaba de dominar el mundo.
(Tomado de Cubarte)
 
 
 
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