Cuando los de más  abajo,
 los jóvenes (varones y mujeres) pobres de las periferias, los 
ninguneados de siempre, toman las riendas de sus vidas y además lo hacen
 en colectivo, es porque algo muy profundo está cambiando. Un mundo 
nuevo comienza a despuntar cuando el intelectual, el dirigente, el 
estratega (en masculino), se disuelve por la potencia de lo colectivo 
que anuncia un vendaval político, social y cultural de largo aliento.
El viernes 19 de noviembre una multitud de más de 20 mil personas 
caminó la décima Marcha de la Gorra, en Córdoba (Argentina). Había que 
ver y sobre todo sentir a esos chicos danzando, cantando, gritando en la
 cabecera de la marcha, esos que día a día son golpeados, asesinados y 
desaparecidos por la policía provincial, una de las más letales del 
país. Una marcha que comenzó en 2007 exigiendo la derogación del Código 
de Faltas, hoy travestido en Código de Convivencia, que equipara las 
faltas con los delitos penales, una trampa jurídica del poder provincial
 para perseguir jóvenes 
peligrosos. O sea, pobres que viven en las periferias.
En Córdoba existe un Estado policial funcional a un capitalismo 
militarizado, que tiene en el extractivismo soyero y en la especulación 
inmobiliaria urbana sus núcleos de acumulación de capital. Los que no 
consumen sobran; no existen ni para el poder ni para los medios, son los
 culpables de la 
inseguridady, como señala Giorgio Agamben, pueden ser asesinados sin que eso se considere delito. El Código de Faltas aprobado en 1994 es la pieza legal de este engranaje.
El año pasado fueron detenidas 73 mil personas, en su mayoría por 
portación de rostro, o sea, por su aspecto, por ser jóvenes de piel más oscura, llevar gorras y ropas
sospechosaspara los uniformados. Unos 200 chicos son detenidos cada día. Desde 2011, más de 150 fueron asesinados y varios miles golpeados y heridos. La figura legal que utiliza la policía es el merodeo, que puede ser confundido con pasear, caminar o circular. El 80 por ciento de los jóvenes de 18 a 25 años fueron detenidos alguna vez.
Lo peor es que el código otorga a la policía la potestad para 
detener, instruir y juzgar en cualquier punto de la tramitación del 
hecho. Impunidad es la palabra más adecuada. No les permiten salir de 
las periferias. La policía los detiene sistemáticamente en los puentes y
 en las salidas de los barrios y los persigue cada vez que retornan a 
sus casas.
La definición de Estado policial la sintetiza Huayna, militante de la
 Federación de Organizaciones de Base, en Barranca de Yaco, un barrio 
periférico de casas precarias levantadas sobre un basural. 
Llamamos a la ambulancia y viene la policía. Llamamos a los bomberos y viene la policía. Es el único servicio que tiene el Estado para nosotros.
Esos chicos que encabezan la marcha con los retratos de sus amigos 
asesinados, como Güere Pellico, de 18 años, fusilado por la espalda 
cuando volvía a su casa en moto, han recorrido un largo camino. Ahora 
son capaces de redactar un texto memorable, como la Carta abierta al Estado policial, la proclama que se leyó al finalizar la caminata.
No pretendo echar luz sobre la acción pública que, finalmente,
 es similar a las que protagonizan los abajos a lo largo y ancho del 
mundo. El punto central fue cómo los jóvenes pobres se convirtieron en 
sujetos.
Desde el ciclo de protestas 1997-2002, cuyo pico fue el levantamiento
 del 19 y 20 de diciembre de 2001, decenas de estudiantes universitarias
 y licenciadas (mayoría mujeres) trabajan en barrios pobres creando 
talleres de teatro, murga, revistas y radios comunitarias con base en la
 educación popular. Hacia 2007, relata la sicóloga comunitaria Lucrecia 
Cuello, los jóvenes de los barrios comenzaron a reunirse en grandes 
asambleas hasta de 300 integrantes. Ahí se produjo un hecho formidable.
Nos dijeron que las decisiones las querían tomar ellos, que querían salir a la calle y no sólo hacer talleres. Nos dijeron que los técnicos nos apartáramos a un lado y que luego nos volverían a llamar, explica Cuello. Se apartaron y esperaron. Pero, sobre todo, comprendieron que su lógica académica de trabajo reproducía
el tutelaje colonial sobre los pobres, que siguen siendo subalternos en relación a las ONG y los partidos de izquierda. De esos encuentros nació el Colectivo de Jóvenes por Nuestros Derechos que convoca las Marchas de la Gorra.
Con el tiempo y la permanencia en los territorios, un puñado de licenciadas acompañaron a los jóvenes que 
desbordaron la educación popular gracias al encuentro que tuvieron entre ellos, que fue determinante para romper con el técnico y con el militante que va al territorio. Se trata de una explicación similar a la que ofrecen Huayna y otros militantes de la decena larga de organizaciones sociales que trabajan en las periferias.
Nosotros por nosotros, sería la síntesis, aunque cada vez más se debería usar el femenino, ya que ellas empezaron a tallar fuerte en los años recientes.
Hasta ahí, en apretada síntesis, el relato de ese ponerse de pie que 
hizo posible la Marcha de Gorra, desde la doble mirada de las periferias
 y de los 
técnicos. Se agolpan las preguntas. ¿Estamos en condiciones de pensar, y de sentir, que los más pobres pueden ser sujetos? Los que nos decimos militantes, ¿aceptamos colocarnos a un lado para
simplementeacompañar a los sujetos de abajo? ¿Sentimos realmente que pueden cambiar el mundo sin vanguardia política o intelectual?
Llegados a este punto, ¿cuál es el papel de los militantes, o como le
 llamemos a esa actitud de vida? Lo primero, comprender con la piel, 
hacer nuestros los dolores colectivos. Lo segundo, acompañar un proceso 
sin dirigirlo. Lo tercero, regocijarnos por ser aceptados como uno/una 
más. Lo cuarto, decir lo que pensamos cuando nos lo pidan y guardar 
silencio el resto del tiempo. Políticas de la ética y la humildad. De lo
 contrario, nuestra revolución se limitará a reproducir el colonialismo y
 el racismo.
 

 
 
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