David Brooks
La Jornada 
 
       
       
 El gran misterio de por qué tantos estadunidenses apoyan a un candidato
 como Donald Trump no se puede reducir a pensar que todos son racistas y
 antimigrantes. Lo que ha alimentado el apoyo al magnate, al igual que 
al fenómeno tal vez más notable e inesperado de Bernie Sanders (en la 
imagen, en un acto el fin de semana), es algo que se resumió en el lema 
de Ocupa Wall Street: el uno por ciento que ha secuestrado al sistema 
para sus propios intereses y el 99 por ciento que padece las 
consecuenciasFoto Ap/AIDS Healthcare Foundation
El sistema está amañadono es una frase nueva, aunque en esta elección tanto Bernie Sanders como Donald Trump –en versiones diferentes– la han repetido de manera constante, justo porque tiene eco entre millones de personas; la mayoría no confía en los candidatos presidenciales, ni el Congreso ni en gran parte de las instituciones del aparato político, y menos en el económico.
En tiempos recientes esto ha sido en esencia el mensaje de Ocupa Wall
 Street, del movimiento sobre el cambio climático, de Black Lives Matter
 y, de hecho, de ahí brotó la respuesta electoral que llevó a Barack 
Obama a la presidencia. De diversas maneras la opinión pública 
mayoritaria expresa la idea de que este sistema no funciona para las 
mayorías.
Esto se refleja en que los candidatos presidenciales de los dos 
partidos que tienen el monopolio sobre la democracia electoral son 
rechazados por la mayoría del pueblo, algo sin precedente. A Trump lo 
perciben de manera desfavorable 66 por ciento de estadunidenses, y a 
Clinton, 53 por ciento, según el sondeo más reciente de ABC News. Más 
aún, sólo 34 por ciento de votantes empadronados creen que Trump o 
Clinton son honestos y confiables. La contienda es en verdad un concurso
 de quién es el menos malo.
También se refleja en que el nivel de 
alta o suficiente confianzaen la institución del Congreso es sólo de 9 por ciento, según la última encuesta de Gallup, la institución más reprobada del país. Dos tercios del pueblo opina que el país va sobre una vía equivocada.
En un sondeo de votantes empadronados este mes, 40 por ciento afirmó: 
yo he perdido la fe en la democracia estadunidense. En el sondeo realizado por SurveyMonkey y analizado por Nathaniel Persily, profesor de leyes en Stanford, en el Washington Post, sólo 31 por ciento están dispuestos a aceptar definitivamente el resultado de esta elección como
legítimosi pierde su candidato; 28 por ciento dice que no lo harán.
De que en la democracia más antigua del mundo y proclamada como la de
 mayor grandeza en la historia, el debate político electoral ahora gira 
sobre mentiras, engaños y comportamiento sexual de los candidatos 
demuestra, antes de analizarlo demasiado, una descomposición alarmante.
Lo más asombroso no es Donald Trump y su efecto en lo que es tal vez 
la contienda electoral más fea de la era moderna, sino que una clase 
política entera permitió que él llegara a la antesala de la Casa Blanca;
 eso dice más sobre el deterioro de esa clase política que de él.
Sigue como el mejor análisis, inicialmente hecho por el conservador 
Robert Kagan de la Brookings Institution, de que el Partido Republicano 
creó un Frankenstein; surge de años de promover una agenda antimigrante,
 xenófoba, antimujer, antigay, antisindical que buscaba anular los 
avances de los derechos civiles al final creando a un monstruo tan 
poderoso que está por destruir a sus creadores.
El primer síntoma de una aristocracia degradada es la falta de candidatos aptos para el trono. Después de años de indulgencia, las familias gobernantes se vuelven débiles, endogámicas y aisladas, con nadie más que místicos, impotentes y niños para presentar como reyes, escribe Matt Taibbi en Rolling Stone al describir el posible fin del Partido Republicano después de Trump.
Todo esto se alimenta de un hartazgo popular ante una sistema 
político que pretende representar a un electorado pero que en los hechos
 ha abandonado a amplios sectores sociales. Vale repetir que la 
implementación, por consenso bipartidista, de políticas neoliberales en 
Estados Unidos desde los 80 hasta ahora ha generado la devastación de 
sectores enteros en varios puntos del país, y ha llevado a una 
concentración de riqueza y la peor desigualdad económica desde 1928, 
poco antes de la gran depresión.
El gran misterio de por qué tantos estadunidenses apoyan a un 
candidato tan deplorable como Trump no se puede reducir a algo tan fácil
 como porque todos son racistas y antimigrantes. Lo que ha alimentado el
 apoyo a Trump, al igual que al fenómeno tal vez más notable e 
inesperado de Bernie Sanders, es algo que se resumió en el lema de Ocupa
 Wall Street: el uno por ciento que ha secuestrado al sistema para sus 
propios intereses y el 99 por ciento que padece las consecuencias. Hay 
sectores masivos de estadunidenses que después de hacer todo siguiendo 
las reglas: trabajar, ahorrar, cuidar a sus hijos y pagar sus cuentas, 
se encuentran en condiciones cada vez más precarias con la sensación de 
que sus gobernantes los han abandonado para dedicarse a proteger a los 
más ricos, incluso a aquellos que violaron leyes y no jugaron con las 
reglas, como los banqueros. O sea, el 
sistema está amañado.
Ante ello, no sólo no confían en 
el sistema, sino que no pocos están dispuestos a que estalle. Por eso, en parte, la ira tan aparente en los actos de Trump con denuncias de la cúpula política entera, tanto demócratas como republicanos, y la falta de respeto a las grandes instituciones políticas y económicas del país. Trump combina eso con su mensaje antimigrante (Fuck off, we’re full. Chíngate, ya no hay cupo, mensaje antimigrante en una camiseta en un mitin de Trump) y xenófobo, en la antigua tradición fascista.
Sanders ofreció una crítica dirigida a lo mismo, pero con una visión 
progresista e incluyente que también generó una ola de apoyo sin 
precedente para un candidato insurgente. Ambos tienen un eco 
extraordinario justo porque tocaron algo fundamental: enormes sectores 
de votantes y ciudadanos se sienten traicionados por sus gobernantes y 
por el sistema del cual forman parte.
Pero en lugar de que esa furia popular lograra, a través de las 
urnas, generar un cambio democrático del sistema, todo ha sido desviado 
por la candidatura de un pequeño salvaje patético tan extremo que ahora 
todo ser racional, incluyendo progresistas, se ven obligados, ante la 
amenaza de Trump, de promover el voto por Clinton, la reina del establishment.
O sea, de cierta manera, ante esta crisis política, tienen que salvar
 al sistema de sí mismo. Eso no regenera la confianza en lo que dicen 
que se llama democracia.
 
 
 
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