El 2 de octubre 
 no se olvida. Y aunque el crimen siga impune y casi no hayan cambiado 
las condiciones que hicieron posible esa tragedia, la mera supervivencia
 de la memoria en un caso como éste ya es una victoria. Otra fecha de 
ese mes que no se olvida ni se olvidará por mucho tiempo es el día 12, 
aunque todavía no se pueda decir lo mismo de las propuestas hechas la 
última de esas fechas. La fijación excesiva en un acontecimiento bien 
podría dar lugar a eso que Marcos-Galeano bautizó como 
el síndrome del centinela. Sólo ese riesgo podría ser razón suficiente para levantar la mirada de las efemérides que no se olvidan y dirigirla hacia las que sí. Pero en realidad hay razones de sobra para recordar el octubre que sí se olvida.
Olvidamos un episodio de la historia que debería ser recordado cada 
año de la forma más sonada y universal posible. Los que creen en algún 
ser supremo deberían organizar rezos, procesiones, tedéums, ofrendas, 
sacrificios o lo que haya lugar en cada tradición religiosa para dar 
gracias en estas fechas. Los que no creen en tal ser, pero por lo menos 
creen en la razón, deberían igualmente organizar cada año celebraciones 
civiles, desfiles, colocación de ofrendas florales, junto con mesas 
redondas y foros de discusión, no sólo para mantener viva la memoria, 
sino para tratar de aprender algo de esa experiencia. Sin embargo, lo 
que es casi universal en torno a estas fechas es el silencio y el 
olvido.
Me estoy refiriendo a la llamada crisis de los misiles en Cuba y a su
 solución pacífica la última semana de octubre de 1962. Fue el momento 
en que la guerra fría se calentó hasta casi alcanzar 
temperaturas de fusión nuclear y el mundo escapó de una hecatombe de una
 manera que hasta los más racionalistas calificaron de 
puro milagro. Ante los repetidos atentados de Estados Unidos contra el gobierno revolucionario de Cuba (entre los cuales el más público y sonado, aunque no el único, fue el episodio de playa Girón en abril de 1961) Fidel Castro pidió ayuda a su aliado Nikita Krushchev. El premier soviético pensó que sería buena idea instalar misiles atómicos en Cuba para que funcionaran como arma disuasoria y, de paso, emparejar el balance nuclear. El líder soviético seguramente pensó que con eso podía
matar dos pájaros de un tiro(si acaso existe esa expresión en ruso). Pero la metáfora, exacta en términos de estrategia, resulta de una más que triste ironía a la luz de lo que desencadenó. Cuando EU se enteró, naturalmente no se quedó cruzado de brazos y la tensión escaló al grado de que por momentos parecía inevitable que jalarían el gatillo. Finalmente la sensatez de Kennedy y de Krushchev prevaleció y llegaron a un acuerdo de reciprocidad (no sin que los cubanos protestaran por ser tratados como simples peones en el tablero de ajedrez): la URSS retiraría sus misiles de Cuba y EU los suyos de Turquía. Hoy sabemos que el acuerdo entre los gobernantes de las dos superpotencias fue posible gracias a un previo proceso de deshielo en las relaciones Kennedy-Krushchev, proceso que hay que agradecer en buena medida a un personaje muy famoso y a otro casi desconocido. El primero fue el papa Juan XXIII y el segundo un tal Norman Cousins (quien recogió la historia en sus memorias El imposible triunvirato: Kennedy, el papa Juan y Krushchev).
No es necesario ser freudiano para pensar que el olvido prácticamente
 total de un acontecimiento como éste (mientras efemérides 
intrascendentes se celebran con bombo y platillo a cada rato) es síntoma
 de algún mal oculto en nuestra sociedad. El olvido ya sería de llamar 
la atención aun si el peligro de la guerra hubiera quedado atrás 
definitivamente. Pero es mucho más preocupante cuando, no solo no ha 
pasado ese peligro sino que estos días de octubre las dos superpotencias
 están llegando en torno a Siria a una situación de confrontación que 
podría ser más incontrolable que la de Cuba hace 54 años. Como dijo el 
mencionado Norman Cousins en una entrevista 40 años después de la 
crisis: 
Hemos perdido ese primitivo sentido de urgencia que teníamos ambos lados... y una vez más ambos lados se provocan y declaran que están dispuestos a llegar hasta el final.
No pretendo tener la explicación del por qué de este olvido 
pero comparto –por lo que pudieran contribuir a esa explicación– unas 
reflexiones suscitadas al contemplar el deprimente espectáculo de un 
público estadunidense (y hasta cierto punto mundial) atento a los 
debates entre Hillary y Trump, no por lo que pudieran decir sobre el 
peligro de una guerra nuclear, sino por… ¿Vale la pena repetirlo? Mejor 
citar al flamante Nobel de Literatura que, en una de 
esas parrafadas de surrealismo salvaje(que Hermann recuerda en Dylan) de sus primeras rolas (It’s all right Ma), pegaba el brinco del surrealismo poético al superrealismo político:
El dinero no habla, maldice/ Obscenidad, ¿a quién le importa?/ Propaganda, todo es falso.
Las palabras de Dylan me trajeron a la memoria las de otro escritor 
de lengua inglesa (muy diferente a aquél), quien casi un siglo antes de 
la extrema decadencia de la política estadunidense de la que estamos 
siendo testigos ya había profetizado (¿o simplemente había visto?) la 
descomposición fatal del capitalismo liberal, sintetizándola en los 
mismos tres conceptos usados por Dylan. Chesterton, quien se definía 
como un viejo liberal, o sea uno que todavía creía que la república 
debía estar fundada en los principios de libertad, igualdad y 
fraternidad, escribió: “Los ingleses perdieron la cabeza interpretando 
la democracia enteramente en términos de libertad. Dijeron que si tenían
 más libertad no importaba que no tuvieran igualdad o fraternidad, 
violando así la sagrada trinidad revolucionaria (el resultado inevitable
 fue que) ‘libertad, igualdad y fraternidad’ acabaron siendo sustituidas
 por plutocracia, publicidad y pornografía”.
A raíz del acuerdo entre EU y la URSS para solucionar la crisis de 
los misiles en Cuba, Kennedy pronunció un histórico discurso que abogaba
 por el fin de la guerra fría y la reconciliación con la URSS. Las palabras más famosas de ese discurso fueron: 
A final de cuentas todos habitamos este pequeño planeta y todos somos mortales. Más de medio siglo después, el sucesor de Juan XXIII ha vuelto a llamar la atención de la humanidad con que todos habitamos una
casa comúny dependemos vitalmente de la madre tierra. ¿Será la conciencia de estas verdades elementales suficiente para vencer las seducciones combinadas de la plutocracia, la pornografía y la publicidad? Para como andamos parece que sólo un milagro (¿otro?) lo hará posible.
 

 
 
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