Marcos Roitman Rosenmann
Periódico La Jornada
El tiempo histórico no 
se agota en un instante. El movimiento de las fuerzas políticas y los 
movimientos sociales es discontinuo. Sus avances y retrocesos configuran
 su historia y definen su quehacer. El cambio social no sigue la 
trayectoria lineal del progreso. Su ir y venir puede retrotraernos a los
 tiempos de las cavernas o situarnos en el camino de la emancipación 
política. Romper las barreras del pensamiento colonial no es camino 
fácil. Los golpes de Estado, en su versión tradicional, represión sin 
límites y las fuerzas armadas en el papel protagonista, ceden el paso a 
una elaborada estrategia, sin tanta parafernalia, con los militares en 
un segundo plano, donde el conglomerado de empresas trasnacionales y los
 aliados locales obligan a gobiernos a cambiar el rumbo, bajo amenazas 
de quitarles el pan y el agua, si no cumplen con sus designios. Por 
consiguiente, en cualquiera de sus versiones, los golpes de mano han 
sido y son el recurso habitual de nuestra derecha política y social para
 bloquear las alternativas populares, socialistas y anticapitalistas 
emergentes. Sobran los ejemplos para corroborar que no se trata de 
hechos aislados, sino de una constante. Entre los siglos XIX y XXI, 
tiempo trascurrido desde la proclamación de la independencia, su número 
supera los 2 mil, sin contar asonadas, conspiraciones e invasiones 
extranjeras.
Desde un punto político no hay nada que reprocharles. Han ejercido su
 poder, su fuerza y, además, nunca han proclamado entre sus haberes su 
condición democrática. ¿Por qué, entonces deberíamos sentirnos 
engañados, decepcionados y, sobre todo, derrotados? No se le pueden 
pedir peras al olmo.
La derecha en América Latina nunca se ha caracterizado por enarbolar y
 creer, más allá de las declamaciones, en la división de poderes, la 
libertad de pensamiento, de prensa o en los derechos humanos. Para más 
inri, se reconoce racista y practica el expolio sobre los pueblos 
originarios. Su historia chorrea sangre por todos sus poros. Matanzas, 
intrigas palaciegas, fraude electoral, violación permanente de los 
derechos sindicales, políticos, son las cartas de presentación. Su 
triunfo, a diferencia de las burguesías europeas, no fue deshacerse del 
feudalismo, el antiguo régimen y asumir, al menos formalmente, los 
valores de la revolución francesa bajo el tridente: igualdad, 
fraternidad y libertad. Quienes levantaron dichas proclamas acabaron 
asesinados, traicionados o exiliados. En América Latina ni revolución 
democrática burguesa ni revolución industrial. Sólo sucedáneos: 
modernización política e industrialización dependiente, acompañada de un
 discurso desarrollista, anticomunista.
Bien, en pleno siglo XXI podríamos ser más optimistas, el futuro no 
está diseñado y asignar de manera perenne un ADN antidemocrático a las 
clases dominantes de nuestros países se puede considerar una 
manipulación o simplemente, una descalificación malintencionada. Mejor 
que actúe la providencia y ser optimista, otorgar el beneficio de la 
duda podría abrir la puerta a un nuevo escenario político donde la 
derecha se someta a la voluntad popular y no actúe conspirando para 
derrocar gobiernos constitucionales.
Sin embargo, dos siglos de comportamientos antidemocráticos 
son tiempo suficiente, un hecho objetivo, para señalar que se trata de 
un rasgo constitutivo difícil de obviar. Desconocerlo es ingenuo o 
irresponsable. Baste analizar hoy cómo se las traen en algunos países 
donde ven peligrar su poder, aunque los gobiernos que ataquen no 
supongan un cambio de régimen y sólo vean tambalear su poder 
superficialmente y de forma momentánea. En otros términos nunca les ha 
gustado ser oposición y, si es el caso, no descansan hasta retomar el 
poder formal, porque el poder real no se les disputa ni peligra. En 
Brasil, su acción contra el gobierno de la presidenta es todo menos 
democrática. Qué decir en Argentina, con el gobierno de Macri. Cosa 
diferente es Venezuela, donde sí han perdido su capacidad de construir 
futuro. En este caso, por activa y pasiva se constituyen en polo 
reaccionario para derrocar un gobierno constitucional. En Bolivia sucede
 algo similar. Los ejemplos son variados en todo el continente.
En este sentido, nada hay que nos permita concluir que nuestra 
derecha es crisol donde se funden los valores democráticos para hacerlos
 resistentes. Si algo graba a fuego en sus recipientes es un lenguaje 
dogmático, sectario, descalificador, lleno de exabruptos con soflamas 
anticomunistas. Concluir que sus constantes vitales son democráticas, es
 todo menos un ejercicio de honestidad política y teórica. Nunca se 
plegarán a la voluntad popular de las urnas, si en éstas se jugase su 
futuro.
Fiar al enemigo político la capacidad de construir un proyecto 
democrático y una alternativa popular es tanto como abrir el gallinero 
al zorro, ponerlo de vigilante, pretender que no se coma a las gallinas y
 luego negar la naturaleza predadora del zorro. En América Latina el 
entreguismo y el afán de compartir el poder a toda costa, o al menos 
disfrutar de una parte minúscula de él, ha travestido la alternativa en 
alternancia, el proyecto democrático en gobernanza y buena gestión 
administrativa.
La alternativa democrática se construye y existe, está presente en la
 vía campesina, en las juntas de buen gobierno, en las organizaciones 
populares, en los comités de autodefensa, en la microfísica de la 
protesta social, en las vidas ejemplares de millones de militantes que 
diariamente levantan la voz, y se intercambian experiencias para 
combatir el neoliberalismo y su futuro de destrucción. En las nuevas 
formas de pensar y actuar, en la denuncia permanente de la injusticia 
social, en la defensa la dignidad, los principios y la irreductible 
convicción que sólo se puede construir una alternativa emancipadora, si 
la propuesta nace de la experiencia colectiva que aúna la historia de 
las luc
has
 democráticas en América Latina y sólo pertenece a las clases populares.
 Nadie tiene el libro de la historia. No existe. Los procesos sociales 
democráticos, diría Salvador Allende, no se detienen, ni con la intriga 
ni con la traición; la hacen los pueblos... y en eso estamos... 
construyendo alternativas.
 

 
 
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