¿Qué hacer?
I
Hace ya
más de un siglo, en 1902, Vladimir Lenin se preguntaba cómo enfocar la
lucha revolucionaria; así, parafraseando el título de la novela de su
compatriota Nikolai Chernishevski, de 1862, igualmente se interrogaba ¿qué hacer?
La pregunta quedó como título de la que sería una de las más connotadas
obras del conductor de la revolución bolchevique. Hoy, 117 años
después, la misma pregunta sigue vigente: ¿qué hacer?
Es decir:
qué hacer para cambiar el actual estado de cosas. Si vemos el mundo
desde el 20% de los que comen todos los días, tienen seguridad social y
una cierta perspectiva de futuro, las cosas no van tan mal. Si lo
miramos desde el otro lado, no el de los “ganadores” sino del restante
80% de la población planetaria, la situación es patética. Un mundo en el
que se produce aproximadamente un 40% de comida más de la necesaria
para alimentar a toda la humanidad sigue teniendo al hambre como
principal causa de muerte; mundo en el que el negocio más redituable es
la fabricación y venta de armamentos y donde un perrito hogareño de
cualquier casa de ese 20% de la humanidad que arriba mencionábamos come
más carne roja al año que un habitante de los países del Sur. Mundo que
está buscando agua en el planeta Marte mientras la niega a la gran
mayoría de la población mundial en esta Tierra. Mundo en el que es más
importante seguir acumulando dinero, aunque el planeta se torne
invivible por la contaminación ambiental que esa misma acumulación
conlleva. Mundo, entonces, que sin ningún lugar a dudas debe ser
cambiado, transformado, porque así, no va más, porque es el colmo de la
irracionalidad, de la injusticia, de la asimetría.
Entonces,
una vez más surge la pregunta: ¿qué se hace para cambiarlo? ¿Por dónde
comenzar? Las propuestas que empezaron a tomar forma desde mediados del
siglo XIX con las primeras reacciones al sistema capitalista dieron como
resultado, ya en el siglo XX, algunas interesantes experiencias
socialistas. Si las miramos históricamente, fueron experiencias
balbuceantes, primeros pasos. No podemos decir que fracasaron; fueron
primeros pasos, no más que eso. Nadie dijo que la historia del
socialismo quedó sepultada. En la Rusia actual, por ejemplo, ahora que
abrazó el capitalismo, mayoritariamente la población desea retornar a la
era soviética, donde las condiciones de vida eran muy superiores. No se
puede decir que ahí el socialismo fracasó; fueron los primeros pasos,
simplemente. Pasos que dieron resultado, por cierto. “Hay 200 millones de niños de la calle en todo el mundo. Ninguno de ellos vive en Cuba”,
pudo afirmar orgulloso Fidel Castro. Quizá habría que considerar esas
experiencias del siglo XX (Rusia, China, Cuba) como la Liga Hanseática,
allá por los siglos XII y XIII en el norte de Europa, en relación al
capitalismo: primeras semillas que germinarían siglos después.
Los procesos históricos son insufriblemente lentos. Alguna vez, en plena
revolución china, se le preguntó al líder Lin Piao sobre el significado
de la Revolución Francesa, y el dirigente revolucionario contestó que… “aún era muy prematuro para opinar”.
Más allá de la posible humorada, hay ahí una verdad: los procesos
sociales van lentos, exasperantemente lentos. De la Liga Hanseática al
capitalismo globalizado del presente pasaron varias centurias; hoy,
terminada la Guerra Fría, se puede decir que el capitalismo ha ganado en
todo el mundo, dando la sensación de no tener rival. Para eso fue
necesaria una acumulación de fuerzas fabulosas. Las primeras
experiencias socialistas –la rusa, la china, la cubana– son apenas
pequeños movimientos en la historia. Apenas ha pasado un siglo de la
Revolución Bolchevique, pero la semilla plantada no ha muerto. Y si hoy
nos podemos (debemos) seguir planteando ¿qué hacer? ante el capitalismo,
ello significa que la historia continúa aún. El sistema capitalista,
más allá de su derroche consumista y su continuo bombardeo
ideológico-propagandístico anticomunista, no puede solucionar problemas
ancestrales de la humanidad: hambre, enfermedades previsibles, dignidad
de vida para todos, seguridad.
II
El mundo,
como decíamos, para la amplia mayoría no sólo no va bien sino que
resulta agobiante. Pero el sistema global tiene demasiado poder,
demasiada experiencia, demasiada riqueza acumulada, y hacerle mella es
muy difícil. La prueba está con lo que acaba de suceder estas últimas
décadas: caída la experiencia de socialismo soviético y revertida
(¿apaciguada?) la revolución china con su tránsito al capitalismo (o
socialismo de mercado), los referentes para una transformación de las
sociedades faltan, se han esfumado. ¿Es acaso China el modelo a seguir?
Ese país puede experimentar esa rara combinación: mercado capitalista y
planificación socialista, con un Partido Comunista férreo que ya tiene
planes para el siglo XXII, haciendo que las cosas le marchen viento en
popa. Pero China tiene 1,500 millones de habitantes y 4,000 años de
historia. ¿Podrá un país como Cuba, por ejemplo, seguir ese modelo? La
pregunta está abierta y es parte del debate en torno a ese ¿qué hacer?
Movimientos armados que levantaban banderas de lucha y cambios
drásticos algunos años atrás ahora se han amansado, y la participación
en comicios “democráticos” pareciera todo a cuanto se puede aspirar. Lo
“políticamente correcto” vino a invadir el espacio cultural y la idea de
lucha de clases fue reemplazándose por nuevos idearios “no violentos”.
La idea de transformación radical, de revolución político-social, no
pareciera estar entre los conceptos actuales. Pero las condiciones
reales de vida no mejoran para las grandes mayorías; aunque cada vez hay
más ingenios tecnológicos pululando por el mundo, las relaciones
sociales se tornan más dificultosas, más agresivas. Las guerras,
contrariamente a lo que podía parecer cuando terminó la Guerra Fría,
siguen siendo el pan nuestro de cada día desde la lógica de los grandes
poderes que manejan el mundo. La miseria, en vez de disminuir, crece. No
está de más agregar que las guerras pasaron a constituir uno de los más
redituables negocios del sistema capitalista. De hecho, la inversión en
armamentos es el rubro comercial más desarrollado y que más ganancias
otorga en este momento (se gastan 35,000 dólares por segundo en la
industria bélica, lo cual favorece solo a un minúsculo grupo. Las
mayorías siguen postergadas, hambrientas… ¡y muriendo en esas guerras!).
Una vez más entonces: ¿qué hacer? Hoy, después de la brutal
paliza recibida por el campo popular con la caída del muro de Berlín y
el retroceso sufrido en las condiciones laborales (pérdidas de
conquistas históricas, desaparición de los sindicatos como arma
reivindicativa, condiciones cada vez más leoninas, sobre-explotación
disfrazada de cuentapropismo) las grandes mayorías, en vez de
reaccionar, siguen anestesiadas. Una vez más también: el sistema
capitalista es sabio, muy poderoso, dispone de infinitos recursos.
Varios siglos de acumulación no se revierten tan fácilmente. Las ideas
de transformación que surgen a partir del pensamiento labrado por Marx y
Engels, puntales infaltables en el pensamiento revolucionario, hoy día
parecieran “fuera de moda”. Por supuesto que no lo son, pero la
ideología dominante así lo presenta.
Hoy es más fácil movilizar
a grandes masas por un telepredicador o por un partido de fútbol que
por reivindicaciones sociales. ¡Pero no todo está perdido! Los mil y un
elementos que el sistema tiene para mantener el statu quo no son
infalibles. Continuamente surgen reacciones, protestas, movimientos
contestatarios. Lo que sí pareciera faltar es una línea conductora, un
referente que pueda aglutinar toda esa disconformidad y concentrarla en
una fuerza que efectivamente impacte certeramente en el sistema. ¿Por
dónde golpear a ese gran monstruo que es el capitalismo? ¿Cómo lograr
desbalancearlo, ponerlo en jaque, ya no digamos colapsarlo? Los caminos
de la transformación se ven cerrados. Quizá el presente es un período de
búsqueda, de revisiones, de acumulación de fuerzas. Hoy por hoy, no se
ve nada que ponga realmente en peligro la globalidad del sistema-mundo
capitalista. Las luchas siguen, sin dudas, y el planeta está atravesado
de cabo a rabo por diversas expresiones de protesta social. Lo que no se
percibe es la posibilidad real de un colapso del capitalismo a partir
de fuerzas que lo adversen, que lo acorralen. El proletariado industrial
urbano, que se creyó el germen transformador por excelencia –de acuerdo
a la apreciación absolutamente lógica de mediados del siglo XIX cuando
el auge de la revolución industrial– hoy está en retirada (la
robotización lo va supliendo). Los nuevos sujetos contestatarios
–movimientos sociales varios, campesinos, etnias, reivindicaciones
puntuales por aquí y por allá– no terminan de hacer mella en el sistema.
Y las guerrillas de corte socialista parecen hoy piezas de museo.
¿Quién levantaría la lucha armada en la actualidad como vía para el
cambio social?
En medio de esa nebulosa, sin embargo, siguen
surgiendo protestas, voces críticas. La historia no ha terminado,
definitivamente. Si eso quiso anunciar el grito victorioso apenas caído
el muro de Berlín con aquellas famosas frases pomposas de “fin de la
historia” y “fin de las ideologías”, el estado actual del mundo nos
recuerda que no es así. Ahora bien: ¿qué hacer para que colapse este
sistema y pueda surgir algo alternativo, más justo, menos pernicioso?
III
Es más fácil decir qué no hacer que proponer cuestiones concretas. En
otros términos: es más fácil destruir que construir. Pero sabido eso, y
asumiendo que no resulta nada fácil marcar un camino seguro (por el
contrario ¡es tremendamente difícil!) se puede señalar, en todo caso,
por dónde no ir. Eso, al menos, ya nos recorta un poco el panorama, y
nos dice lo que no debemos hacer. Luego, quizá, surja la hoy día ausente
propuesta concreta de qué hacer, por dónde ir.
Hoy, dada las circunstancias históricas, de ningún modo es posible:
Impulsar la lucha armada.
Las condiciones nacionales de ningún país, e incluso la coyuntura
internacional, tornan imposible levantar esa propuesta en este momento.
El agotamiento de esta opción, la respuesta absolutamente desmedida de
que fueron objeto por parte del Estado con su estrategia
contrainsurgente los distintos sitios donde aparecieron focos
guerrilleros, el descrédito y el miedo que dejaron estas luchas en el
grueso de la población, hacen imposible, en la actual coyuntura, volver a
levantar esa iniciativa. La cuestión técnica, es decir: la enorme
diferencia de poderío que se ha establecido entre las fuerzas regulares
de cualquier Estado y las fuerzas insurgentes, no es el principal
obstáculo para proponer esta salida. Los ideales, está probado, pueden
ser más efectivos que el más impresionante dispositivo técnico. De todos
modos, llegado el caso, esa diferencia de potencial bélico hoy es tan
grande que habría que replantear formas de lucha. Por ejemplo: ¿puede
llegar a plantearse seriamente como una opción que desestabilice al
sistema una “guerrilla informática”, los hackers? Quizá eso no serviría
como propuesta de transformación, y debería pensarse en otras opciones,
como guerra popular prolongada con una vanguardia armada. Lo cierto es
que hoy, dado la reciente historia, ésta no se vislumbra como una vía
posible.
Participar como partido político buscando la presidencia en elecciones generales para, desde allí, generar cambios.
Sin descartar completamente la opción de la vía electoral, la opción
transformadora no pasa por ocupar la administración del Estado
capitalista. La experiencia lo ha demostrado infinidad de veces, a veces
de manera trágica, que tomar el gobierno no es, en modo alguno, tomar
el poder. Los factores de poder pueden admitir, a lo sumo, que un
gobierno con tinte socialdemócrata realice algunos cambios no
sustanciales en la estructura; si se quiere ir más allá, al no contarse
con todo el poder real (las fuerzas armadas, el aparato de Estado en su
conjunto, la movilización popular efectiva que representa un movimiento
de masas siendo quien en verdad insufla la energía transformadora), al
no haberse producido un cambio en las correlaciones de fuerzas reales en
la sociedad, las posibilidades de cambio son nulas. Quizá pueda ser
útil, sólo como un momento de la lucha revolucionaria, optar por ocupar
poderes locales (alcaldías por ejemplo) o algunas bancas en el Poder
Legislativo, para hacer oposición, para organizar, para constituirse en
un referente alternativo. Pero en todo caso no hay que olvidar nunca
jamás que esas instancias de la institucionalidad capitalista son muy
limitadas: no están hechas para la democracia genuina, de base,
revolucionaria. Son, en definitiva, instrumentos de dominación de clase,
por eso no puede apuntarse a trabajar en ellas con la “ingenuidad” de
creer poder transformar algo con instrumentos destinados a no cambiar.
____________
Sin tener claro por dónde, podemos ver algunos elementos interesantes,
que deben llamar al análisis pormenorizado. En ese sentido, lo que sí se
van dibujando como alternativas antisistémicas, rebeldes,
contestatarias, son los grupos (en general movimientos campesinos e
indígenas) que luchan y reivindican sus territorios ancestrales.
Quizá sin una propuesta clasista, revolucionaria en sentido estricto
(al menos como la concibió el marxismo clásico), estos movimientos
constituyen una clara afrenta a los intereses del gran capital
transnacional y a los sectores hegemónicos locales. En ese sentido,
funcionan como una alternativa, una llama que se sigue levantando, y
arde, y que eventualmente puede crecer y encender más llamas. De hecho,
en el informe “Tendencias Globales 2020 – Cartografía del futuro
global”, del consejo Nacional de Inteligencia de los Estados Unidos,
dedicado a estudiar los escenarios futuros de amenaza a la seguridad
nacional de ese país, puede leerse: “A comienzos del siglo XXI, hay
grupos indígenas radicales en la mayoría de los países latinoamericanos,
que en 2020 podrán haber crecido exponencialmente y obtenido la
adhesión de la mayoría de los pueblos indígenas (…) Esos grupos podrán establecer relaciones con grupos terroristas internacionales y grupos antiglobalización (…) que podrán poner en causa las políticas económicas de los liderazgos latinoamericanos de origen europeo. (…) Las tensiones se manifestarán en un área desde México a través de la región del Amazonas”. [1]
Para enfrentar esa presunta amenaza que afectaría la gobernabilidad de
la región poniendo en entredicho la hegemonía continental de Washington y
afectando sus intereses, el gobierno estadounidense tiene ya
establecida la correspondiente estrategia contrainsurgente, la “Guerra
de Red Social” (guerra de cuarta generación, guerra
mediático-psicológica donde el enemigo no es un ejército combatiente
sino la totalidad de la población civil), tal como décadas atrás lo
hiciera contra la Teología de la Liberación y los movimientos
insurgentes que se expandieron por toda Latinoamérica.
Hoy,
como dijo algún tiempo atrás el portugués Boaventura Sousa Santos
refiriéndose al caso colombiano en particular, pero aplicable al
contexto latinoamericano en general, “la verdadera amenaza no son las
FARC. Son las fuerzas progresistas y, en especial, los movimientos
indígenas y campesinos. La mayor amenaza [para la estrategia hegemónica de Estados Unidos, para el capitalismo como sistema] proviene de aquellos que invocan derechos ancestrales sobre los territorios donde se encuentran estos recursos [biodiversidad, agua dulce, petróleo, riquezas minerales], o sea, de los pueblos indígenas”. [2] Anida allí, entonces, una cuota de esperanza. ¿Quién dijo que todo está perdido?
IV
No hay dudas que la contradicción fundamental del sistema sigue siendo
el choque irreconciliable de las contradicciones de clase, de
trabajadores y capitalistas (empresarios industriales, terratenientes,
banqueros), más allá que ahora se hayan “puesto de moda” los Métodos
Alternativos de Resolución de Conflictos: MARC’s. Es decir: Marc’s en
vez de Marx. Esa contradicción –que no ha terminado, que sigue siendo el
motor de la historia, amén de otras contradicciones paralelas sin dudas
muy importantes: asimetrías de género, discriminación étnica,
adultocentrismo, homofobia, etc.– pone como actores principales del
escenario revolucionario a los trabajadores, en cualquiera de sus
formas: proletariado industrial urbano, proletariado agrícola,
trabajadores clase-media de la esfera de servicios, amas de casa,
intelectuales, personal calificado y gerencial de la iniciativa privada,
subocupados varios, campesinos. Lo cierto es que, con la derrota
histórica de este round de la lucha y el retroceso que, como
trabajadores, hemos sufrido a nivel mundial con el capitalismo salvaje
de estos años, eufemísticamente llamado “neoliberalismo” (precarización
de las condiciones generales de trabajo, pérdida de conquistas
históricas, retroceso en la organización sindical, tercerización, etc.,
etc.), los trabajadores estamos desorganizados, vencidos, quizá
desmoralizados.
De ahí que estos movimientos
campesinos-indígenas que reivindican sus territorios son una fuente de
vitalidad revolucionaria sumamente importante.
La pregunta era:
¿por dónde ir? Sin dudas, la organización popular sigue siendo vital.
Ningún cambio puede darse si no es con poblaciones organizadas,
conscientes de su realidad, dispuestas a cambiar las cosas. Las élites
esclarecidas no sirven para modificar una sociedad; más allá de su
lucidez, la verdadera mecha del cambio está en la fuerza de la gente, no
en el trabajo intelectual de una vanguardia (sin desmerecer lo
intelectual en lo más mínimo, por supuesto). Evidentemente la
potencialidad de este descontento que en muchos países latinoamericanos
se expresa en toda la movilización popular anti industria extractivista
(minería, hidroeléctricas, monocultivos destinados a la agroexportación)
puede marcar un camino. Hoy día, en que pareciera que no hay ninguna
claridad respecto a las sendas a transitar para lograr cambios reales,
profundos y sostenibles, hoy día en que el sistema global parece tan
monolítico y sin ningún resquicio por donde atacarlo, tal vez sea
oportuno recordar al poeta (¿y quién dijo que el arte no puede ser
infinitamente revolucionario?): “Caminante, no hay camino. Se hace camino al andar”.
Notas
[1] En Yepe, R. “Los informes del Consejo Nacional de Inteligencia”. Versión digital disponible en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=140463
[2] Boaventura Sousa, S. “Estrategia continental”. Versión digital disponible en https://www.uclouvain.be/en-369088.html
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