 Por Marcelo Colussi
Por Marcelo Colussi
Por supuesto que no en ánimo laudatorio: 
por el contrario, lo que se dice del “régimen castro-comunista” del 
dictador Nicolás Maduro son las peores barbaridades. Según esa avalancha
 monumental de “noticias”, lo que sucede en el país caribeño es una 
crisis de proporciones dantescas, con población famélica que huye 
desesperada de una dictadura sangrienta.
No olvidemos nunca: dictaduras fueron las de Franco en España (que 
hacía rezar el rosario cada atardecer), la dinastía Somoza en Nicaragua 
(“Anastasio Somoza: un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”,
 según el presidente estadounidense Roosevelt), Pinochet en Chile, 
Batista en Cuba, Videla en Argentina (con 30,000 desaparecidos), Idi 
Amín en Uganda (que se comía el hígado de sus adversarios políticos). En
 Venezuela hay elecciones democráticas periódicas, libertad de 
expresión, la economía no está planificada y rige el mercado, no hay 
cárceles clandestinas. ¿Qué dictadura?
La crisis que vive hoy el país se debe, quizá en parte a políticas 
que podrían revisarse en lo interno de la Revolución Bolivariana (se 
persiste en el rentismo petrolero), pero fundamentalmente a un ataque 
inmisericorde de Estados Unidos, que busca a toda costa revertir el 
proceso en curso.
La crisis, realmente existente, que incomoda a diario a los 
venezolanos y que hizo que muchos se marcharan por las penurias 
cotidianas que se atraviesan, se implementó para generar un clima de 
malestar ciudadano (colapso económico) que termine estallando, 
produciendo la salida de la administración chavista. Pero, ¿por qué esa 
crisis?
¿Por qué la crisis? ¿Quién se beneficia de ella?
Obviamente, la población no. Quedarse, sin embargo, solo con la 
descripción de los hechos viendo en el gobierno bolivariano a una suma 
de aprovechados que están saqueando al país mientras la población sufre 
penurias, es una absoluta falsedad. Sin dudas que faltan artículos de 
primera necesidad: alimentos, medicinas, elementos de aseo personal, 
todo lo cual torna la vida diaria un verdadero calvario. Pero hay que 
entender que todo ello tiene un propósito: terminar el experimento 
bolivariano. A partir de esta situación crítica, la pretendida “ayuda 
humanitaria” parece una muy generosa medida. De todos modos, seamos 
cautos: atrás de esa supuesta ayuda, viene la intervención militar. Y es
 la Casa Blanca, por medio de gente de ultraderecha representante de las
 grandes empresas de ese país (el presidente Donald Trump, el Asesor de 
Seguridad Nacional John Bolton, el Encargado Especial para Venezuela 
Elliot Abrams) quienes hoy insisten en mantener la inmoral presión sobre
 la patria de Bolívar.
Hay al menos tres razones para ello:
Razones económicas
Para su desgracia, Venezuela tiene una fenomenal reserva de petróleo 
(300,000 millones de barriles), lo que puede significar una fuente 
energética para terminar este siglo, manteniéndose el consumo actual. Y 
tiene a Estados Unidos muy cerca. La potencia del norte es un gigante 
industrial y militar, por lo que su consumo de oro negro es, por lejos, 
el más alto del mundo: 20 millones de barriles diarios (quien le sigue, 
China, consume solo la mitad: 10 millones de barriles).
Ese monumental consumo se abastece, en parte, con las reservas 
propias (el 60% de su consumo sale de su subsuelo); el resto debe 
importarlo (Golfo Pérsico y otros países de América). Venezuela, gran 
productor, le aporta el 12% de su consumo. Hoy por hoy, el país caribeño
 no es el principal proveedor para Estados Unidos, pero sus reservas son
 estratégicas. Disponer de ellas es el sueño de la clase dirigente 
norteamericana, y en particular de sus empresas petroleras. Lo dijo 
estos días John Bolton, sin ninguna vergüenza: “Haría una gran 
diferencia para Estados Unidos económicamente si pudiéramos tener 
compañías petroleras estadounidenses invirtiendo y produciendo petróleo 
en Venezuela”. ¿Por qué? Porque ese gigantesco país (o mejor dicho,
 su clase dirigente) no quiere depender de seguir comprando petróleo 
fuera, sino ser ellos quienes lo explotan. En otros términos: apropiarse
 de las reservas venezolanas como propias, y negociar. El negocio es 
grande, sin dudas; y las megaempresas no desean perderlo.
Con esto tendrían asegurado un botín fabuloso sus corporaciones 
energéticas (Exxon-Mobil, Chevron-Texaco, ConocoPhillips, Halliburton, 
etc.), y Estados Unidos estaría en mucho mejor condición de competir en 
el mercado global. Podría lograr, incluso, si puede agenciarse de una 
vez de esas reservas vedadas hoy por un gobierno nacionalista, hacer que
 Venezuela salga de la OPEP, con lo que podría ser Wall Street a sus 
anchas quien ponga el precio del crudo. Por otro lado, llevar petróleo 
desde Venezuela, ubicada a 2,000 kilómetros de su país, a Washington le 
conviene infinitamente más que importarlo desde el Golfo Pérsico, a 
12,000 kilómetros.
Junto a ello, además del oro negro, existen otros recursos naturales 
ubicados en territorio venezolano a los que la Casa Blanca guarda 
especial apetito: enormes reservas de gas natural, de oro, de bauxita, 
de coltán y de minerales estratégicos como niobio y torio. Además, 
existe abundante agua dulce (bien cada vez más escaso y apetecido por la
 voracidad del principal mercado mundial), así como biodiversidad de la 
selva amazónica (de donde pueden extraerse materias primas para 
medicamentos y alimentos).
En definitiva, Estados Unidos, en nombre de la tristemente célebre 
Doctrina Monroe (“América para los americanos”… del Norte) sigue 
considerando que Latinoamérica es su reservorio natural de materias 
primas. La pretendida ayuda humanitaria que enviaría para paliar la 
“crisis humanitaria” esconde el propósito de sentar cabezas de playa 
militares en territorio bolivariano. La opción bélica, con la ayuda de 
algunos países títeres, sería lo que les puede devolver la potestad 
sobre esta tierra, ahora libre y soberana desde el inicio de la 
Revolución Bolivariana.
Razones políticas
Justamente esa libertad y esa soberanía que empezó a tomar cuerpo con
 la llegada de Hugo Chávez a la presidencia en 1998, es una afrenta para
 la geoestrategia hemisférica de la Casa Blanca. En esta zona que 
siempre consideró como propia, donde hace y deshace a su entero 
arbitrio, la insolencia de un gobierno que levanta la voz y le habla de 
tú a tú, es inconcebible. Por eso, como con cada proceso emancipador que
 se ha dado en Latinoamérica, la respuesta de Washington es contundente:
 ataque furioso.
Hechos similares hay demasiados a lo largo de la historia de estos 
100 últimos años: la rebelión de Sandino en Nicaragua, una revolución 
democrática y antiimperialista en Guatemala en 1944, el socialismo de 
Salvador Allende en Chile, el progresismo de Jean Bertrand Aristide en 
Haití, la afrenta de Cuba socialista, la de la Nicaragua sandinista en 
1979, o procesos apenas tibios que le confrontan, siempre, en todos los 
casos, tuvieron como respuesta la agresión estadounidense, más o menos 
sangrienta. Lo hizo de distintas maneras, desde su intervención directa 
hasta propiciando golpes de Estado cruentos. Hoy día, lo hace con golpes
 de Estado “suaves”, con bloqueos económicos, con desprestigio mediático
 que prepara condiciones para “revoluciones de colores”.
Contra la Revolución Bolivariana probó de todo: secuestro del 
presidente Chávez, paro petrolero, look out patronal, guarimbas, guerra 
económica. Ahora, recientemente, con esta maniobra de un autoproclamado 
presidente paralelo. De momento ninguna artimaña le funcionó, siempre en
 conjunción con la derecha vernácula. En este momento los tambores de 
guerra comienzan a sonar, y no se descarta la posibilidad de una 
intervención militar, del propio Estados Unidos así como de una 
coalición de países títeres. Hecho el balance realista de fuerzas, 
Washington de momento no se embarca en una guerra directa. Ello, de 
todos modos, no se descarta. Una servicial OEA, con un impresentable 
Secretario General (Luis Almagro) pro invasión, es su caja de resonancia
 perfecta.
Como sea, con la opción que sea, es claro que para la hegemonía 
territorial de Washington la Revolución Bolivariana es una insoportable 
piedra en el zapato que no le permite actuar económicamente como 
quisiera, y que envía un mensaje de unidad latinoamericana 
antiimperialista, muy peligroso para la política injerencista 
norteamericana. Por lo pronto, está intentando salirse de la zona del 
primado del dólar, negociando su petróleo en otras monedas, como el yuan
 chino, o el rublo ruso. Eso constituye una de las peores afrentas para 
Estados Unidos, que basa su poderío económico y político en su propia 
moneda, pues desde hace años abandonó el patrón-oro como regla 
universal. Cuestionar el dólar es cuestionar su hegemonía. Y Venezuela 
lo está haciendo.
Razones geoestratégicas
Siguiendo aquello de la Doctrina Monroe, Estados Unidos hace más de 
un siglo que hace de Latinoamérica y la región del Mar Caribe su natural
 patio trasero. De aquí extrae (roba) materias primas, productos 
primarios a muy bajo costo, mano de obra barata que llega a su 
territorio buscando el “sueño americano”, al par que es la región 
cautiva para colocar sus productos industriales y servicios varios. Pero
 por otro lado, el subcontinente paga cantidades inconmensurables de 
dinero a los organismos crediticios internacionales (Fondo Monetario 
Internacional y Banco Mundial), siempre liderados por Estados Unidos, en
 calidad de servicio de las impagables y eternas deudas externas.
Por todo ello, Latinoamérica es la reserva obligada, el bastión del 
que se vale la clase dominante estadounidense para mantener su alto 
nivel socioeconómico. Eso no lo va a soltar rápidamente. De aquí que lo 
controla al milímetro, para lo que tiene instadas más de 70 bases 
militares en la zona.
Curiosamente, la más grande de todas se está construyendo en 
Honduras, cerca de las reservas petrolíferas de Venezuela. Está más que 
claro que Latinoamérica es considerada por la geoestrategia de la Casa 
Blanca como un lugar vital. Pero está sucediendo algo en estos últimos 
años: tanto Rusia (gran potencia militar) como China (enorme potencia 
económica) están disputándole hegemonía al imperio estadounidense. Lo 
que, caído el Muro de Berlín y aparentemente terminada la Guerra Fría, 
parecía un mundo unipolar, con Washington como amplio dominador, ya no 
es exactamente así hoy día. Estas dos potencias, en una alianza 
estratégica, constituyen una pesadilla para los planes de dominación 
global del país del Norte.
Si algo tiene Latinoamérica, es su posición de proveedor de todo lo 
anteriormente expuesto para el pillaje norteamericano: productos 
primarios, deuda externa, mano de obra barata. Es por ello que para su 
gobierno, la tarea principal consiste, como lo dijera el otrora 
Secretario de Estado Colin Powell, en “garantizar para las empresas 
estadounidenses el control de un territorio que va del Ártico hasta la 
Antártida y el libre acceso, sin ningún obstáculo o dificultad, a 
nuestros productos, servicios, tecnología y capital en todo el 
hemisferio”. La Doctrina Monroe evidentemente se la toman muy en serio: nadie debe osar meterse en estas tierras.
El mundo, de todos modos, no es como uno quiere, sino que obedece a 
fuerzas que van para los lugares más inimaginables. Hoy día estos dos 
países lejanos, Rusia y China, están teniendo un acelerado proceso de 
penetración en la región. Con su poderío económico la República Popular 
China, con su poderío militar la Federación Rusa, ambos muestran que el 
mundo, quiérase que no, no es unilateral según los ideólogos de 
Washington.
Ambos países tienen sentados sus reales en Venezuela, a quien toman 
como socio. Eso espanta a los halcones que dirigen el país 
norteamericano. Para su lógica es inconcebible que en su propio lugar 
“natural” un enemigo ose levantarles la voz. Ello significa, sin más 
trámites, que la hegemonía absoluta del Tío Sam ya no es tal.
China es hoy el principal prestamista para la economía venezolana, 
negociando el petróleo caribeño en moneda asiática. En tanto que Rusia 
tiene importantes aprestos bélicos en la patria de Bolívar, incluso con 
material atómico, posible de ser usado en el caso de una eventual guerra
 contra Estados Unidos.
Por todo lo anterior es imprescindible levantar la autonomía y 
soberanía de la República Bolivariana de Venezuela, como nación 
independiente que no necesita de ninguna “ayuda humanitaria”, que podrá 
traer luego la invasión armada. Con todos los defectos y errores que 
pueda tener la Revolución, es imperativo defender su estatuto de Estado 
independiente. ¿En nombre de qué Estados Unidos se arroga el derecho de 
decidir sobre los destinos de este país? Solo en nombre de las 
gigantescas empresas a quien defiende la Casa Blanca.
 
 
 
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