La polarización de las sociedades constituye un obstáculo difícil de derribar.

Si lo correcto se entendiera como el sistema
capaz de proporcionar el mayor bienestar a la mayor cantidad posible de
habitantes de una nación, el cuadro parecería alcanzar un nivel cercano a
la perfección. Sin embargo el concepto mismo choca con la naturaleza
egocéntrica de conglomerados humanos marcados por la premisa de la
búsqueda de la propia satisfacción como un derecho inalienable. La
conclusión implícita en esta premisa indica que el bienestar de la
comunidad es entonces un derivado del bienestar individual y no al
contrario, como debería ser por deducción lógica.
Construidos sobre esta plataforma individualista
y orientada hacia la materialización de la mayor cantidad posible de
privilegios, las sociedades tienden de manera inevitable hacia la
confrontación entre grupos e individuos cuyos objetivos solo coinciden
en la necesidad de obtener una mejor posición con respecto de los demás.
Fuera de este cuadro van quedando, como un rezago humano desechable,
los sectores más pobres; los menos afortunados y quienes poseen la menor
cuota de poder, o ninguna. Este sistema, sostenido sobre una base de la
supremacía de los más fuertes, impide de manera radical las aperturas
de diálogos y consensos precisamente por su naturaleza eminentemente
egoísta y depredadora.
En la mayoría de nuestros países
latinoamericanos, regidos por sistemas aparentemente neoliberales pero
esencialmente corrompidos por castas empoderadas durante siglos de
dominación política y económica, el diálogo entre distintos sectores de
la sociedad es prácticamente impensable. La concentración del poder
impide casi por antonomasia cualquier acercamiento honesto entre quienes
han usurpado el dominio con quienes reclaman su parte del poder. En
medio de esos extremos existe un contingente de ciudadanos urgidos de
participación y con la capacidad suficiente para ejercer esa tarea, pero
aislados en una jaula de prejuicios y estereotipos diseñados para ese
fin por medio de la formación educativa, la imposición religiosa y la
conveniente división por clases y etnias.
Es esencia, el diálogo constructivo y capaz de
generar cambios estructurales sólidos y positivos con el concurso de
todos los sectores, es una utopía. Para lograrlo, se requeriría de un
cambio profundo del marco valórico cuya supremacía ha impuesto una
visión determinada sobre lo bueno y lo malo, lo correcto y lo
incorrecto, siempre con el filtro de los intereses individuales y
contrario a un pensamiento capaz de derribar obstáculos tan sólidos y
arraigados como el racismo y el desprecio por los menos afortunados.
De ahí el enorme valor de quienes luchan por
erradicar sistemas basados en la opresión y opuestos a la
democratización de sus estructuras institucionales. Sin ese paso, las
diferencias de opinión no podrán evolucionar hacia los consensos
necesarios para hacer, de estos reductos cerrados, auténticas
sociedades.
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