Hace pocos días 
 Michel Temer, quien ocupa la presidencia de Brasil desde el golpe 
institucional del año pasado, dijo que la economía empezaba a mostrar 
resultados excelentes.
Bueno, tratándose de un caballero que al emitir su discurso en el Día
 Internacional de la Mujer dijo que el papel de ellas era esencial para 
saber de los aumentos de precios en supermercados, se puede esperar 
cualquier cosa. Incluso semejante disparate.
La verdad verdadera es bien otra: el país vive la peor recesión de su
 historia. El año pasado el producto interno bruto (PIB) brasileño 
sufrió un bajón de 3.6 por ciento, y por primera vez desde 1996 todos 
los sectores de la economía, sin excepción, retrocedieron. El ministro 
de Hacienda, Henrique Meirelles, trató de inyectar algún ánimo en los 
mercados, diciendo que 
lo de 2016 es como mirar por el retrovisory que a fines del primer trimestre,
con toda seguridad, la retomada económica será visible y palpable.
Bueno: a menos que Meirelles disponga de información 
ultra-híper-secreta, no existe razón alguna para creer en lo que dice. 
Tampoco sirve argumentar que la fuerte caída de la inflación es un 
indicio de mejora, como dicen Temer y su gente. Se olvidan de lo obvio: 
la inflación bajó porque el consumo se desplomó.
Por más que el resultado del PIB negativo fuese esperado, la 
confirmación oficial tuvo el efecto de una ducha de agua fría sobre 
todos los segmentos económicos. La tan mencionada retomada de la 
economía será mucho más difícil de alcanzar de lo que preveían las 
proyecciones del mercado financiero, para no mencionar las del gobierno,
 que además vive una turbulencia política de proporciones asustadoras.
En 2015, la retracción del PIB ya había sido muy elevada: 3.8 por 
ciento. Al confirmarse que por ocho trimestres consecutivos la economía 
encogió, la única comparación posible se da con la recesión observada en
 1930 y 1931, como reflejo de la crisis norteamericana de 1929.
En aquellos años, sin embargo, el retroceso del PIB fue de, respectivamente, 2.1 y 3.3 por ciento, muy inferior al de ahora.
Otro dato que hace que el optimismo del gobierno de Temer carezca 
totalmente de base: en el tercer trimestre de 2016, la caída del PIB 
había sido de 0.7 por ciento. Fue cuando el hablante Henrique Meirelles 
aseguró que el cuarto y último trimestre ya mostraría recuperación.
Bien: en lugar de recuperación, lo que hubo ha sido un retroceso aún mayor, de 0.9 por ciento.
Un dato que preocupa al cada vez más fragilizado gobierno es el 
empobrecimiento de la población. Desde 2014, último año del primer 
mandato de Dilma Rousseff, el PIB per cápita se desplomó 9.1 por ciento,
 lo que llevó el consumo familiar a disminuir 4.2 por ciento el año 
pasado.
El discurso de que la destitución de la presidenta 
significaría la retomada de la confianza y, como consecuencia, el 
retorno de las inversiones, fue claramente desmentido.
Los grandes medios de comunicación, por su lado, pilares esenciales 
del golpe institucional, aseguraban, a lo largo de las últimas semanas, 
que pese a la gravedad de la situación, había indicios claros de que la 
economía reaccionaba gracias a Michel Temer y compañía.
Bueno, reaccionó desplomándose de una vez.
Tampoco el argumento de la 
herencia malditarecibida por Temer se mantiene como al principio del golpe. Crece, en la opinión pública, el sentimiento de que desde el primer día de 2015, en el inicio de su segundo mandato presidencial, Dilma Rousseff fue duramente saboteada por la Cámara de Diputados, presidida por el actual prisionero Eduardo Cunha.
Los mismos medios de comunicación que contribuyeron de manera 
esencial a la destitución de la presidenta se deparan con serias 
dificultades para justificar cómo medidas propuestas por la entonces 
mandataria y duramente rechazadas por los diputados ahora son vistas 
como llaves de la salvación nacional.
Ya no a cada día, pero a cada hora, se hace más y más difícil ocultar
 que el golpe, armado en 2015 por el Partido del Movimiento Democrático 
Brasileño (PMDB), de Michel Temer, y el Partido de la Social Democracia 
Brasileña (PSDB), del senador Aécio Neves y del ex presidente Fernando 
Henrique Cardoso, y concluido en 2016, no trajo de regreso ni la 
confianza del mercado, y menos las inversiones, principalmente del 
sector privado.
En relación con el desempleo, hubo una fuerte expansión, empujando a 
millones de familias que, con Lula, habían ascendido a la clase media, 
de regreso a la pobreza. De los 38 países que divulgaron los resultados 
de su economía en 2016, y que juntos significan 81 por ciento del PIB 
mundial, Brasil ha sido el único que retrocedió. Hasta la conturbada 
Grecia logró crecer: 0.3 por ciento.
Si a ese cuadro se suma la única cosa que verdaderamente se expandió 
muchísimo desde el triunfo del golpe –los escándalos de corrupción–, se 
entenderá la potencia y el alcance de la turbulencia que sacude a 
Brasil.
Ese es el precio que el país paga por el golpe institucional y la 
instalación de un gobierno plagado de bandoleros y descalificados.
Los próximos días prometen nuevas y fuertes emociones. En cualquier 
momento empezarán a gotear los nombres denunciados por corrupción. Entre
 los más sonantes están ministros, políticos de todos los partidos 
aliados y, por si fuera 
poco, el mismo Michel Temer.
Este es el retrato de un país en descomposición ética, política, 
moral y, claro, económica. Este el precio, terrible precio, tenebroso 
precio.
 

 
 
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