Editorial La Jornada
Una riña entre bandas 
rivales de reclusos ocurrida el pasado domingo en la cárcel de Canadá, 
en el sureño departamento guatemalteco de Escuintla, sobre el litoral 
del Pacífico, dejó saldo de 17 presos muertos, siete de ellos 
decapitados, antes de que la policía pudiera retomar el control del 
establecimiento. De acuerdo con los informes, el pleito se inició con 
disparos de armas de fuego, en momentos en que familiares de los 
internos visitaban a sus parientes, y prosiguió durante más de 24 horas 
con armas blancas.
La Granja de Rehabilitación Canadá, nombre oficial de la prisión, 
tiene capacidad para 600 reos, pero cuenta con una población de más de 3
 mil; es decir, tiene sobrecupo de 500 por ciento, y su control es 
objeto de disputa por las maras (pandillas) 18 y Salvatrucha, las cuales trafican con la comida, los insumos de higiene, las bebidas y, por supuesto, los estupefacientes dentro del penal.
Este nuevo caso de violencia carcelaria obliga a recordar que buena 
parte de las prisiones de América Latina constituyen las expresiones más
 extremas de la corrupción, la desigualdad, la injusticia y el desdén 
por la vida y los derechos humanos. Tales miserias conllevan a fallas 
con frecuencia catastróficas en establecimientos que, si se considera la
 cantidad de recursos humanos y materiales empeñados en vigilarlos, 
debieran ser los eslabones más sólidos de la seguridad del Estado.
Es significativo, por lo demás, que el lamentable episodio haya 
tenido lugar precisamente en Guatemala, país que se encuentra empeñado 
desde hace más de un lustro en perfeccionar y consolidar su sistema 
judicial. A lo que puede verse, las prisiones han quedado fuera de un 
esfuerzo nacional e internacional de saneamiento y fortalecimiento de 
las instituciones de justicia tan destacado que ha permitido procesar 
penalmente a una banda de delincuentes aduanales que tenía entre sus 
integrantes nada menos que al presidente y a la vicepresidenta de la 
república.
El hecho vuelve a poner de relieve en forma por demás trágica 
el persistente olvido de gobiernos y sociedades a un instrumento que 
debiera servir para la rehabilitación social de los delincuentes y que 
en los hechos, en cambio, constituye un mecanismo de castigo y de 
reproducción de la criminalidad, así como un espacio para la realización
 de negocios tan sucios como voluminosos por parte de funcionarios 
públicos e incluso de los propios reos. Recuérdese, a este respecto, que
 en nuestro país buena parte de los llamados 
secuestros virtuales, las extorsiones y los engaños telefónicos con fines fraudulentos se realizan mediante llamadas desde diversas prisiones.
En contraste con esos fenómenos, las cárceles son también los sitios 
en los que la devaluación humana alcanza sus niveles más bajos y en el 
que los derechos humanos pierden todo atisbo de universalidad. 
Ciudadanos y servidores públicos parecieran dar por hecho que los 
internos, por el mero hecho de serlo, e independientemente de que se 
encuentren sometidos a juicio o ya sentenciados, son individuos que no 
merecen la menor de las consideraciones y que sus vidas son 
prescindibles.
Para revertir las realidades y las actitudes mencionadas es preciso 
que los países reformulen drásticamente sus prácticas carcelarias, 
combatan la corrupción con verdadera voluntad política y emprendan 
campañas educativas para concientizar a la población sobre el hecho de 
que los presos, por repudiables que sean sus delitos reales o presuntos,
 son seres humanos y deben ser tratados como tales.
 

 
 
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