Raíces de un fenómeno socio-político
Brecha
El
ascenso vertiginoso de la ultraderecha tiene raíces históricas,
sociales y culturales que es necesario desentrañar para ir más allá de
los adjetivos. Las elites dominantes han abandonado la democracia como
instancia de negociación de intereses opuestos y parecen encaminarse
hacia un enfrentamiento radical con los sectores populares. En Brasil
esto significa una guerra de clases, de colores de piel y de géneros,
donde las mujeres, los negros y los pobres son el objetivo a batir.
La arrasadora victoria de Jair Messias Bolsonaro en la primera vuelta
de las elecciones brasileñas, es el mayor tsunami político, social y
cultural que ha vivido este país en su historia. Si dejamos de lado las
posturas elitistas y conspirativas, debemos aceptar que la gente sabía a
quién votaba, que no lo hicieron engañados ni presionados. Más aún,
esta vez los grandes medios no jugaron a favor del candidato
ultraderechista, difundieron sus bravatas y no escatimaron críticas.
Para completar este breve cuadro, debe saberse que Bolsonaro tuvo muy
poco tiempo en los espacios gratuitos de la tevé, los que en otras
ocasiones cambiaron las preferencias electorales. Por pertenecer a un
pequeño partido sin casi representación parlamentaria (el PSL, Partido
Social Liberal), debió utilizar las redes sociales, donde tuvo una
performance muy superior a la de los demás postulantes. Se presentó como
el candidato antisistema aunque lleva 27 años como diputado, y
consiguió captar los sentimientos en contra del establishment de la mayoría de los brasileños.
Bolsonaro surfeó y alentó la ola social conservadora, machista y
racista, pero no fue el hacedor de esos sentimientos. Los aprovechó
porque coinciden con su forma de ver el mundo.
La tormenta política del domingo pasado llevó hasta las instituciones a
personajes desconocidos, como Eduardo Bolsonaro, el hijo, que reunió 1,8
millones de votos para lograr su banca de diputado, la mayor votación
para ese cargo en la historia del país. La desconocida abogada Janaina
Paschoal, que fue una pieza clave en la destitución de Dilma Rousseff en
2016 (fue una de las autoras del pedido de impeachment contra la
expresidenta), fue electa con el mayor caudal de votos que se recuerda
para su cargo de diputada estatal, en el estado de São Paulo. Kim
Kataguiri, un joven impresentable animador del Movimiento Brasil Libre
(MBL) que llenó las calles en 2015 y 2016 contra el PT, fue electo por
el derechista Demócratas (DEM) y aspira a presidir la Cámara de
Diputados federal.
EL CENTRO DERROTADO
La
derecha en su conjunto consiguió 301 de los 513 escaños de la cámara
baja (véase nota en página 13), un aumento sustancial, ya que en 2010
tenía 190 diputados y en 2014, 238. La izquierda perdió uno respecto a
las elecciones de 2014: obtuvo 137 diputados, pero en 2010 había
alcanzado 166. El gran derrotado fue el centro, que cayó a 75 escaños,
de 137 en 2014. Entre los partidos, el MDB de Temer y el PSDB de
Fernando Henrique Cardoso son los grandes derrotados con apenas 31 y 25
diputados respectivamente. Hubo además una proliferación de nuevos
partidos con escasa representación, pero que en su conjunto suman 95
escaños, la mayoría de la derecha (la organización de los datos
anteriores, en las categorías “izquierda”, “centro” y “derecha”, fue
hecha por el Centro de Estudios de Opinión Pública de la Universidad
Estatal de Campinas y fue publicada por el Observatório das Eleições).
Las tormentas tienen resultados como el que mostró la primera vuelta:
no dejan nada en su lugar, sacan a la superficie aquello que estaba
sumergido y, tras el desolador panorama del día después, enseñan las
heces que nadie quería ver. Pero muestran también que, debajo y detrás
de las heridas, hay caminos posibles que las fuerzas institucionales y
sus acomodados analistas se niegan a transitar.
El día después
enseña varios hechos que deben ser desmenuzados para avizorar lo que
puede depararnos el futuro inmediato: el ¡Ya Basta! que pronunció la
sociedad en 2013, la herencia de la dictadura militar, el fin del
lulismo y las limitaciones de la izquierda para afrontar los nuevos
escenarios.
EL FACTOR JUNIO 2013
Fue
el momento decisivo, el que formateó la coyuntura actual, desde la
caída de Dilma hasta el ascenso de Bolsonaro. Junio de 2013 comenzó con
manifestaciones del Movimiento Pase Libre (MPL) contra el aumento de las
tarifas del transporte urbano, que consiguió movilizar alrededor de 10
mil personas. Se trata de una agrupación juvenil formada en el Foro
Social Mundial de Porto Alegre, que encarna a los jóvenes estudiantes de
las ciudades y tiene formas de organización y movilización horizontales
y festivas.
La reacción de la policía militar
fue, como siempre, brutal. Pero esta vez la población de las grandes
ciudades sorprendió a todos, al salir a las calles por cientos de miles y
hasta millones. A lo largo del mes, 20 millones ocuparon las calles en
353 ciudades. Fue un evento fundamental de la historia reciente de
Brasil, que mostró los altos niveles de descontento y frustración social
pero, a la vez, la potencia transformadora que anidaba en la sociedad.
El
PT no entendió que se trataba de un clamor pidiendo más: más inclusión,
mejores servicios sociales, más igualdad, exigiendo un paso más en las
políticas sociales que se venían aplicando, lo que implicaba tocar los
intereses del 1% más pudiente del país. El gobierno y su partido
retrocedieron espantados, sin comprender que podían ponerse al frente
las multitudes para desbloquear un sistema político que jugaba a favor
de las elites.
Suele sucederle a los que están
arriba, que los murmullos de abajo los inquietan, porque sueñan con la
paz social para seguir representando a los ausentes. En efecto, la
representación es un teatro que sólo funciona si los representados
ocupan las sillas para que los representantes se hagan cargo del
escenario.
La ultraderecha, sin embargo,
supo interpretar las debilidades de la presa (el gobierno del PT), como
esos cazadores contumaces, entendió los puntos flacos de la presa (la
corrupción) y se lanzó con saña en una guerra de rapiña. Los resultados
están a la vista. La izquierda vació las calles en junio de 2013 y se
las dejó a una derecha que desde las vísperas de la dictadura (1964)
había perdido toda conexión con las multitudes. El PT y el conjunto de
la izquierda perdieron la única oportunidad que habían tenido de
torcerle el brazo a la derecha y las elites.
Luego
vinieron las millonarias manifestaciones contra el gobierno del PT, la
ilegítima destitución de Dilma, la multiplicación de los sentimientos
contra los partidos y el sistema político y, finalmente, el crecimiento
imparable de Bolsonaro. Es cierto que la crisis económica es el telón de
fondo de todo este proceso, que polarizó aún más a la sociedad. Pero
había otros caminos si la izquierda hubiera dejado los cómodos despachos
para aquilatar los verdaderos dolores de la población más pobre.
LA HERENCIA DE LA DICTADURA
Brasil es el único caso en la región en el que no hubo un Nunca Más,
ni juicios a los militares y civiles del régimen. Lo peor es que para
buena parte de la población —además de las elites por supuesto—, la
dictadura fue un buen momento económico y representó el lanzamiento de
Brasil como potencia regional.
La dictadura generó
importantes inversiones en obras de infraestructura, consiguió un
crecimiento económico sostenido en la década de 1960 y comienzos de
1970, hasta que llegó el estancamiento. En el imaginario de muchos
brasileños, fue un período positivo, tanto en lo económico como en la
autoestima nacional. Fueron los años de oro de la geopolítica brasileña
delineada por el general Golbery do Couto e Silva que llevó al país a
tener una presencia determinante entre sus vecinos y convertirse en la
principal potencia regional, al doblegar a la Argentina en la vieja
competencia por la expansión de influencias.
Según el filósofo Vladimir Safatle, “la
dictadura se acomodó a un horizonte de democracia formal pero en lo
subterráneo estaba allí, presente y conservada. Las policías continuaron
siendo policías militares, las fuerzas armadas siguieron intocadas,
ningún torturador fue preso y se preservó a los grupos políticos ligados
a la dictadura” (Agencia Pública, 9-X-18). En consecuencia, cuando
la Nueva república nacida luego de la dictadura (1964-1985) comenzó a
naufragar, el horizonte de 1964 reapareció como el imaginario del país
deseable, para una parte sustancial de la población.
Como
ejemplo de esta realidad, están no sólo las brutales declaraciones de
Bolsonaro contra gays, lesbianas, negros e indios, sino las de
importantes personalidades del sistema judicial. El nuevo presidente del
Supremo Tribunal Federal, José Antonio Dias Toffoli, justifico días
atrás el golpe de Estado de los militares diciendo que prefiere
referirse a ese momento como el “movimiento de 1964” (iG Último Segundo, 1-X-18). Safatle asegura que “no conseguimos terminar con la dictadura”
y opinó que el PT podría haberlo hecho pero ni siquiera lo intentó,
pese a que Lula alcanzó un increíble 84% de aprobación cuando dejó el
gobierno.
Otras consecuencias de la continuidad de
la dictadura en democracia, es la composición de las instituciones del
Estado. En el parlamento los sectores más reaccionarios vienen creciendo
de formar sostenida desde 2010 y alcanzaron la hegemonía en 2014. El
bloque ruralista que apoya el agronegocio y rechaza con violencia la
reforma agraria, cuento con casi 200 diputados, mientras la bancada
evangélica oscila en torno a los 76 diputados. La “bancada de la bala”
(que defiende la pena de muerte y el armamento de la población) pasó de
no tener ningún senador a conseguir 18 sillones de los 54 que estaban en
disputa (Uol, 9-X-18).
En el mismo sentido puede
registrarse la abrumadora presencia de militares en el equipo de campaña
de Bolsonaro, empezando por su candidato a vicepresidente, el general
Hamilton Mourão, que defiende desde la eliminación del aguinaldo hasta
una nueva Constitución, pero sin asamblea constituyente. Quizá lo que
mejor revela el espíritu de esta ultraderecha, son los pasos dados por
Bolsonaro cuando estaba en el proceso de elegir a su vice: uno de los
sondeados fue el “príncipe” Luiz Philippe de Orléans e Bragança,
descendiente de familia imperial (Carta Capital, 5-VIII-18).
EL FIN DEL LULISMO
El
fin del lulismo tiene dos raíces: la crisis económica de 2008 y el
nuevo activismo social. La paz social era la clave de bóveda del
consenso entre trabajadores y empresarios, así como de un
“presidencialismo de coalición” que albergaba partidos de izquierda y de
centro derecha, como el MDB de Michel Temer.
Las consecuencias de la crisis económica de 2008, que derrumbó los precios de las commodities
y derechizó a las elites, sumada a las jornadas de junio de 2013 que
hicieron añicos la paz social, enterraron el llamado consenso lulista.
Cuando apenas había inaugurado su segundo gobierno, el 1 de enero de
2015, Dilma Rousseff se propuso calmar al gran capital a través de un
ajuste fiscal que erosionó buena parte de las conquistas de la década
anterior.
El descontento de la base social del PT
fue capitalizado por la derecha más intransigente. Recordemos que Dilma
ganó con el 51 por ciento de los votos, pero meses después su
popularidad se situaba por debajo del 10 por ciento. Con el ajuste
fiscal el PT perdió una base social laboriosamente construida, que se
había mantenido fiel al partido durante dos décadas de derrotas, antes
de llegar al poder.
Lo cierto es que el lulismo no
fracasó, sino se agotó. Durante una década había proporcionado
ganancias a la mayoría de los brasileños, incluyendo a la gran banca ,
que obtuvo los mayores dividendos de su historia. Pero el modelo
desarrollista había llegado a su fin, ya que se había agotado la
posibilidad de seguir mejorando la situación de los sectores populares
sin realizar cambios estructurales que afectaran a los grupos
dominantes. Algo que el PT aún se niega a aceptar.
En
el terreno político, la gobernabilidad lulista se basaba en un amplio
acuerdo que sumaba más de una decena de partidos, la mayoría de centro
derecha como el MDB. Pero esa coalición se desintegró durante el segundo
gobierno de Dilma, entre otras cosas porque la sociedad eligió en 2014
el parlamento más derechista de las últimas décadas, que fue el que la
destituyó en 2016.
Otra consecuencia del ascenso
de la derecha más conservadora, es la crisis de la socialdemocracia de
Cardoso. El PSDB perdió toda relevancia, así como el MDB y el DEM que
eran la base de la derecha neoliberal. El PSDB se formó en 1988 durante
la transición a la democracia y la redacción de la Constitución. Junto
al PT fueron los rivales más enconados de la política brasileña, pero a
la vez era los dos principales partidos capaces de aglutinar una amplia
colación a su alrededor, algo que le permitió a Cardoso gobernar entre
1994 y 2002.
Los resultados del candidato
presidencial del PSDB, Geraldo Alckmin, el 7 de octubre, de apenas el 4
por ciento de los sufragios, enseñan la crisis del partido histórico de
las elites y las clases medias blancas urbanas. Su base social emigró a
Bolsonaro, por lo menos en las elecciones federales, aunque aún conserva
cierto protagonismo en el estado de São Paulo, donde se asientan sus
núcleos históricos. El descalabro de este sector, neoliberal pero
democrático, puede tener hondas repercusiones en el futuro inmediato,
independientemente de quién gane el domingo 28.
LA IZQUIERDA SIN ESTRATEGIA
Lo
que se viene ahora es una fenomenal ofensiva contra los derechos
laborales, contra la población negra e indígena, contra todos los
movimientos sociales. Con o sin Bolsonaro, porque su política ya ganó y
se ha hecho un lugar en la sociedad y en las instituciones. Cuando dice
que hay que “poner punto final a todos los activismos en Brasil”, está reflejando un sentimiento muy extendido, que pone por delante el orden a los derechos (Expresso, 8-X-18).
No
es un caso aislado. La ministra de Seguridad argentina Patricia
Bullrich, acaba de lanzar su propio exabrupto, esta semana en una
entrevista televisada, al vincular los movimientos sociales con el
narcotráfico, abriendo de ese modo el grifo de la represión. Se trata de
desviar el sentimiento de inseguridad hacia los actores colectivos que
resultan obstáculos para implementar medidas más profundas contra las
economías populares y la soberanía estatal sobre los bienes comunes.
Sobre el futuro inmediato, el cientista político César Benjamin señala: “Temo
que un gobierno de Boslonaro sea peor que el gobierno militar. Hay una
movilización de grupos, de masas que lo apoyan, que el régimen militar
nunca tuvo. Una vez que llegue a la presidencia, un hacendado de Pará
puede entender que llegó la hora de lanzar sus pistoleros, un policía
que participa de un grupo de exterminio entenderá que puede ir más
lejos”. Concluye con una frase lapidaria: “El sistema vigente de los años 80, especialmente desde la Constitución de 1988, ya no existe más” (Piauí, 8-X-18).
Cuando
la izquierda apostó todo a una democracia claramente deficiente,
sucedieron dos cosas. Primero, se evidenciaron sus dificultades a la
hora de moverse en el borde de los cauces institucionales, como lo hacen
todos los movimientos sociales. Hacerlo, significaría poner en riesgo
los miles de cargos estatales y todos los beneficios materiales y
simbólicos que conllevan. En cierto sentido enseñó su incapacidad de
cambiar su estrategia, cuando la derecha sí lo hizo.
Segundo,
optar por este camino suponía no tomar en cuenta que para los sectores
que la izquierda dice representar, como los jóvenes y las mujeres de las
favelas —los más atacados por el sistema del “orden”—, nunca hubo
democracia verdadera. Estos sectores se ven forzados a moverse en el
filo de la legalidad, porque, usando un concepto de Fanon, en la “zona del no-ser”,
donde los derechos humanos son papel mojado, la sensatez les dice que
no pueden confiar en las instituciones estatales. La impunidad del
crimen de Marielle Franco habla por sí sola.
Limitarse
al terreno electoral es suicida para un movimiento de izquierda, cuando
del otro lado están rifando las libertades mínimas. Entre la lucha
armada de los 60 y la adhesión ciega a elecciones sin democracia, hay
otros caminos posibles. Los que vienen transitando tantos pueblos
organizados para recuperar la tierra, cuidar la salud, el agua y la
vida. Si algo nos enseña el Brasil de estos años, es que hace falta
tomar otros rumbos, no limitados a la estrategia estatista,
probablemente inciertos, pero que tienen la virtud de abrir el abanico
de posibilidades.
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