Claves para entender el avance del retroceso

            Fuentes: Rebelión        
El avance de las corrientes retrógradas es evidente. Y alcanza, como casi todo en la actualidad, ribetes mundiales.
El autoritarismo, la discriminación, la persecución política, la 
censura periodística, la violencia económica, el terror religioso, el 
armamentismo, la represión, el golpismo, han recobrado impulso poniendo 
en peligro a la humanidad.
Más allá de la repugnancia que suscita y la amenaza que significa, el
 rebrote de fanatismo conservador constituye el claro indicador de una 
coyuntura de declive histórico. 
Se trata de fenómenos híbridos que combinan distintas dosis de 
fundamentalismo confesional y nacionalismos supremacistas. Una 
combinación agresiva que rechaza el diálogo o la argumentación, 
esgrimiendo postulados irracionales. 
Más allá de la conspiración y la imposición violenta, estas 
corrientes concitan la adhesión de amplios conjuntos humanos. ¿Son 
tendencias indetenibles o una señal de profundización de decadencia 
sistémica? ¿Hay modos de refutar el caos, la confrontación y destrucción
 a la que conducen?
Es indudable que esta manifestación no es monocausal y responde a 
diversos factores. ¿Cuáles son las claves para entender el fenómeno? 
Guerras intrareligiosas y ciclo racional
Ante todo, debe consignarse el marco metahistórico. Los siglos XVI y 
XVII marcaron en Occidente el fin de más de un milenio de absolutismo 
imperial católico. Por una parte la apertura crítica a una nueva visión 
del mundo que significó el Humanismo del Renacimiento y por otra, la 
severa crítica formulada por Lutero y otros referentes del 
protestantismo, resquebrajaron la potestad de la Iglesia Católica sobre 
los asuntos eternos y terrenos.
Con la Reforma (1517-55) y el cisma anglicano (1534) la esfera de 
influencia del  imperio católico romano sufrió un nuevo quiebre, luego 
del propinado por la separación de la iglesia oriental, en adelante 
ortodoxa, ocurrido a mediados del siglo XI.   
Ante esto y el avance de la corriente humanista que desembocó en el 
triunfo del racionalismo en el siglo XVI, la iglesia romana organizó 
como respuesta el Concilio de Trento, que sesionó durante casi veinte 
años (1545-63).
El objetivo del concilio fue la fijación de las normas de la 
ortodoxia y el disciplinamiento de la hueste cristiana, desestabilizada 
por su propia decadencia, la fuga de almas y la consecuente pérdida de 
influencia política y económica. De importancia es señalar en este 
contexto la creación de la Compañía de Jesús fundada por el capitán 
Ignacio de Loyola en 1540. Ésta, de férreo voto de lealtad al Papa, 
sirvió en adelante como una de las principales espadas de la 
Contrarreforma católica, ocupando espacios preeminentes en el Colegio 
Romano pero también en la pretensión de expandir la fe única e influir 
políticamente en las regiones colonizadas.
La formación de estas dos grandes sectas cristianas en Occidente y la
 redistribución del poder político en Europa fue todo menos pacífico. A 
partir de entonces se desató una mortífera guerra religiosa, cuyo 
armisticio formal ocurrió con la Paz de Westfalia (1648) pero cuya 
rivalidad dura hasta nuestros días. La elección del jesuita argentino 
Jorge Bergoglio como máxima autoridad de la iglesia católica, habla a 
las claras del intento de defender a la grey latinoamericana – que 
representa aproximadamente el 40% de los fieles del catolicismo en el 
mundo – del embate de las iglesias neopentecostales en la región. 
Al mismo tiempo, el ciclo inaugurado por Descartes, Bacon, Copérnico,
 y tantos otros, los que erigieran a la Diosa Razón en el altar parece 
debilitarse luego de cuatro siglos de desarrollo. La consolidación de 
esquemas positivistas y materialistas que posibilitaron un salto 
científico y tecnológico exponencial, no ha logrado dar respuesta cabal a
 las necesidades espirituales y existenciales del ser humano, ni 
siquiera permitir una redistribución equitativa del bienestar, por lo 
que el clamor por un cambio de paradigmas se hace oír mundialmente. La 
pregunta por el Sentido de la Vida vuelve a reclamar su justo lugar. 
Armamento para moldear conciencias
La Democracia Cristiana como corriente política fue impulsada en 
Europa y América para contrarrestar el avance de las ideas anarquistas y
 socialistas en la capa obrera. A la idea de revolución, la doctrina 
social de la iglesia opuso la idea de concertación. Luego de la segunda 
guerra mundial, muchos jóvenes cristianos, como parte de la rebelión 
generacional de los años 60’, conmovidos por la tremenda desigualdad y 
miseria reinante en el continente, alentados por el triunfo de la 
revolución cubana, y disconformes con la hipocresía de las clases 
dominantes en alianza con los sectores católicos conservadores, 
adhirieron a proclamas revolucionarias.  
Al mismo tiempo, luego de la conformación, en la misma década, de 
Comunidades Eclesiales de Base, la realización del Concilio Vaticano II y
 la Conferencia de Medellín, tomó fuerza la corriente de la Teología de 
la Liberación, que promovía en su interpretación la opción preferencial 
por los pobres y la necesidad de liberación económica, social, política e
 ideológica como parte inescindible del concepto de salvación cristiana.
De este modo, una vertiente del catolicismo, más allá de su tradición
 conservadora, apareció por la época como posible fuente de rebeldía 
frente al injusto mundo establecido. El entonces vicepresidente de 
Estados Unidos, Nelson Rockefeller, calificó en el informe de 1969 a 
Richardo Nixon, a la iglesia mayoritaria de “aliado no seguro”, por ser 
un “centro peligroso de revolución potencial.” 
Poco después, ya en la era Reagan, los Documentos de Santa Fé, 
concretaron propuestas para establecer una guerra cultural, teniendo 
como uno de los principales antagonistas a la Teología de la Liberación,
 “una doctrina política disfrazada como una creencia religiosa”.[1]
Desde ese momento, signado por la victoria de la Revolución 
Sandinista – con decisivo apoyo de destacados adherentes de la Teología 
de la Liberación – y los alzamientos insurgentes en Guatemala y El 
Salvador –entre muchos eventos concomitantes en otros puntos de la 
región- el gobierno estadounidense establecería una serie de programas 
destinados a financiar la expansión de los credos evangelistas en 
América Latina.
Con éxito, debe señalarse. Según el informe del
 Pew Research Center “Religión en América Latina, Cambio generalizado en
 una región históricamente católica” (2014) el 19% de la población de la
 región se declara adherente a la fé evangélica – en cualquiera de sus 
múltiples denominaciones, mientras que la pertenencia al catolicismo 
bajó de un 94% (1950) a un 69%. Como ejemplo significativo de la 
penetración religiosa, en los tres países centroamericanos mencionados 
antes  –El Salvador, Guatemala y Nicaragua–“aproximadamente cuatro de 
cada diez adultos se describen a sí mismos como protestantes.”   
La quiebra social del capitalismo
El capitalismo ha fallado en su promesa principal. Lejos de generar 
un bienestar generalizado a partir de la propiedad privada y la libre 
competencia, la pobreza, el hambre, la desigualdad y la concentración 
monopólica se han agigantado a límites intolerables. 
Miles de millones de personas se encuentran por debajo o apenas por 
encima de la línea de la indigencia. La práctica neoliberal ha cortado a
 su vez las débiles líneas de apoyo y sustentación social desde el 
Estado, haciendo de éste una maquinaria de endeudamiento, despojo y 
represión.
En este panorama de abandono y exclusión, las iglesias 
neopentecostales, difusoras de la “teología de la prosperidad”, han 
servido como fundamento teórico del cuentapropismo de subsistencia. El 
servicio brindado al individualismo con esta correntada de emprendedores
 de la pobreza es evidente. 
Al mismo tiempo, las iglesias en sí representan una enorme 
oportunidad de negocios. Los pastores que encabezan algunas de las 
principales agrupaciones son propietarios o principales accionistas de 
fuertes grupos económicos con amplia incidencia mediática y creciente 
influencia política.
El vértigo de la incertidumbre
Los cambios suscitados en las últimas décadas por la aceleración 
tecnológica han mudado el paisaje externo por completo. Usos, costumbres
 y dinámicas de la vida social han sufrido variaciones prácticamente 
totales. Esto ha producido en vastos conjuntos una poderosa sensación de
 extrañeza. La incerteza acerca del futuro es hoy la única certeza, lo 
que produce una fuerte sensación interna de inseguridad. 
En este mar embravecido, los credos salvacionistas aparecen con su 
fijeza y su inmovilismo como mástiles firmes. La ilusión de “volver 
atrás”, a atuendos, rituales y reglas perimidas, ofrecen el atractivo de
 reavivar viejos paisajes conocidos. En sentido figurado, es como 
introducirse en un escenario cinematográfico armado para revivir décadas
 anteriores.
Algo similar sucede con la inestabilidad que genera la espectacular 
posibilidad de la conexión entre las distintas culturas que habitan el 
planeta. Donde los espíritus humanistas ven la riqueza de la diversidad,
 el temor ancestral de algunas culturas – fomentado intencionalmente por
 figuras inescrupulosas de la derecha – hace ver acechanzas y peligros. 
En ese pantano de exclusión, incertidumbre y diferencias abrevan los 
nacionalismos a ultranza.
La ruptura del tejido social
Como consecuencia del individualismo impulsado por el neoliberalismo y
 la progresiva pérdida de cohesión por el desgaste de antiguos valores, 
se ha producido una ruptura severa del tejido social. Como ya señalara 
Silo hace ya más de dos décadas “los compañeros de trabajo, de estudio, 
de deporte, y las amistades de otras épocas toman el carácter de 
competidores; los miembros de la pareja luchan por el dominio, 
calculando desde el comienzo de esa relación cómo será la cuota de 
beneficio al mantenerse unidos, o cómo será la cuota al separarse. Nunca
 antes el mundo estuvo tan comunicado, sin embargo los individuos 
padecen cada día más una angustiosa incomunicación. Nunca los centros 
urbanos estuvieron más poblados, sin embargo la gente habla de 
“soledad”. [2]
En este clima de abandono y fracaso viven millones de personas, 
clamando por ámbitos amables que los acojan y ayuden a sentirse 
reconocidos y parte de una comunidad. Queda a las claras cómo la oferta 
evangélica conecta directamente con esa necesidad, mitigando el 
desamparo y el aislamiento.
La degradación ética o la propagación sin ética
Los medios hegemónicos de difusión muestran por doquier muerte, 
violencia, corrupción. En una proyección de su propio vacío moral, estos
 propagadores de sinsentido, producen desaliento colectivo, opacando, 
ocultando o tergiversando las acciones humanas solidarias, el afecto y 
empeño que millones de seres humanos ponen en sus quehaceres de 
construcción cotidiana.
Por supuesto que existe el delito, la defraudación, la malevolencia. 
Sólo que la proporción no es la que muestran las cadenas monopólicas. La
 sensación generalizada por esta propagación sin ética, es que se vive 
un caos moral de dimensiones apocalípticas. De este malestar se 
aprovechan predicadores entrenados para amonestar el estado social 
pecaminoso y anunciar su camino de supuesta redención. El mito de Sodoma
 y Gomorra cobra vida en encendidos discursos y, como en feria de 
pueblo, se vende la panacea bíblica como poción eficaz para la 
restitución moral.  
La reacción a la imposición cultural
Después de la guerra de mediados de siglo XX, los pueblos lograron 
producir una importante oleada de autodeterminación. Como había ocurrido
 en América en el siglo anterior, despertaron a la independencia 
numerosas naciones de Asia y África hasta entonces sojuzgadas por el 
yugo colonial.
Al mismo tiempo, el bloque socialista y el Movimiento de los No 
Alineados presentaron una barrera efectiva a las pretensiones de 
dominación unipolar de la alianza atlántica de Estados Unidos y las ex 
potencias imperiales europeas.
El bloque occidental respondió a aquel brote emancipador, con la 
estrategia de recolonización mundial denominada “globalización”, que 
intentó implantar cánones civilizatorios, valoraciones y hábitos de 
consumo adaptados a las necesidades de dominio económico y cultural del 
imperialismo.
En reacción a esta imposición brutal, los pueblos buscan refugio en 
el nacionalismo. Nacionalismo que, al igual que ya sucedió en la 
anterior crisis económica mundial, es manipulado por las oligarquías 
establecidas, para culpar al extranjero y no al poder imperial de la 
situación.
De este modo, la xenofobia se expande como vía catártica a un sistema
 sin salida, derivando hacia racismos explícitos o encubiertos, 
dividiendo a los sectores que padecen circunstancias similares, en base a
 orígenes culturales diferentes.
Al mismo tiempo, la autoafirmación étnica provee un sentido de 
identificación y comunidad que también actúa como placebo ante la 
disolución de lazos interpersonales y colectivos. El acendrado resurgir 
nacionalista es una justificada rebelión contra la irracionalidad de 
pretender un mundo al antojo y medida del poder imperial, como también 
el intento de recuperar identidad propia y sentidos cohesores en un 
mundo crecientemente mixto y plural, vertiginoso y sin rumbo manifiesto.
  
Con la proa al futuro 
Como ya ha sucedido antes en la historia, las antesalas de un nuevo 
tiempo traen consigo  reflujos de tiempos perdidos. El Renacimiento 
Humanista, por ejemplo, que logró una verdadera revolución del espíritu 
humano, comenzó revalorizando motivos griegos y romanos que habían sido 
sepultados o apropiados por el nuevo imperio católico.
Sin embargo, ningún mundo nuevo se ha construido sobre la base de 
valores desgastados. Las mujeres y los jóvenes protagonistas de las 
actuales revoluciones serán también los gestores de los paradigmas que 
ya asoman en una renovada sensibilidad cargada de horizontalidad, 
autonomía, irreverencia, alegría, desparpajo y creatividad.
Ante esta revolución mundial, las anticuadas estructuras crujen y los pregones del retroceso emiten su chillido gutural.
¿Cuál será el modo de neutralizar la obcecación de la barbarie? Comprender el fenómeno en su raíz es, sin duda, el primer paso.
 Javier Tolcachier es investigador del Centro Mundial de Estudios Humanistas y comunicador en agencia internacional de noticias Pressenza
[1] Extraido de “Recolonización o Dependencia”, Calloni, S. y Ducrot V. E. 
[2] Silo. Cartas a mis amigos. http://silo.net/es/collected_works/letters_to_my_friends
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