Eric Nepomuceno
Cuando, al principio
de su mandato, le preguntaron al ultraderechista Jair Bolsonaro cómo
pretendía construir un país mejor, la respuesta fue tajante:
antes de construir, hay mucho para desmantelar.
Al entrar en su sexto mes como presidente de la todavía octava
economía del mundo, hay que reconocer que, al menos en un aspecto
específico, Bolsonaro viene cumpliendo, rigurosamente y con creces, lo
anunciado: nunca hubo tanto esfuerzo para desmantelar, con furia asesina
y urgencia de tempestad, a la nación.
Por suerte, hasta ahora la única medida concreta decidida por
Bolsonaro y que es de valor ha sido decretar el fin del horario de
verano. Porque todo lo demás que está tramitando en el Congreso es puro
desastre, y por donde se mire se constata un acelerado proceso de
derrumbe.
Pilares básicos de la democracia recuperada en 1985, luego de 21
feroces años de dictadura, son blanco de la saña enloquecida de un
presidente sin otro norte que no sea el precipicio.
Están bajo riesgo de muerte la autonomía universitaria asegurada por
la Constitución y los derechos de los pueblos originarios, los programas
sociales creados a lo largo de más de 30 años, el patrimonio material
del Estado, y más de siglo y medio de una tradición diplomática que
siempre fue respetada en todo el mundo.
Otros blancos de la furia bolsonarista son la educación y la cultura,
la salud pública y el medioambiente, las investigaciones científicas y
lo que quedó, luego de la presidencia del cleptómano Michel Temer Lulia,
de los derechos laborales. Impresiona la urgencia obsesiva de destruir
lo que se construyó a lo largo de varias décadas, sin tener un único
proyecto concreto para implantar sobre sus escombros.
Con el argumento de la indiscutible necesidad de reformar el sistema
de jubilaciones, se arma un ataque atroz a los pocos derechos de los
ninguneados de siempre para asegurar los privilegios de los eternos
privilegiados.
Algunas iniciativas de ministros son clarísimos indicativos de lo que
se pretende. No hay lógica alguna, excepto privilegiar los sectores
dominantes de un sistema de injusticia y abismo social.
Otro punto obsesivo es privatizar todo. En un intento de ser
gracioso, el ministro de Economía, Paulo Guedes, dijo a empresarios
estadunidenses que está dispuesto a privatizar hasta el Palacio
Presidencial. Pocas veces un lapso fue tan revelador.
En tanto, esta semana el Supremo Tribunal Federal impidió la
privatización, sin subasta y licitación, de parte esencial de la estatal
Petrobras. Guedes anunció que apelará de la decisión.
En el campo, se liberó el uso de 196 agrotóxicos que estaban
prohíbidos. Por todo el gobierno consejos y comisiones destinados a
asesorar y debatir iniciativas ministeriales, y que contaban con
representantes de la sociedad civil, fueron directamente disueltos o
sufrieron cambios radicales en su formación para asegurar mayoría de
votos favorables al gobierno.
Si se observa al ministro de Educación, Abraham Weintraub, surge el
reflejo exacto de hasta qué punto es bizarro el gobierno de Bolsonaro.
Además de cometer errores elementales de ortografía cuando escribe y
de concordancia gramatical cuando habla, ese señor decidió dar
instrucciones prohibiendo que profesores, alumnos, funcionarios y
–¡atención!– padres de alumnos difundan convocatorias y participen de
manifestaciones callejeras contrarias a su gestión y al gobierno.
La sola constatación de que semejante esperpento autoritario sea
ministro nada menos que de Educación muestra, de manera cristalina, no
sólo la aberración que es ese gobierno como la disposición inoxidable de
Bolsonaro de cumplir lo anunciado, o sea, desmantelar todo.
Hubo, desde luego, iniciativas directas del presidente a través de
decretos que pasarán por examen en el Congreso. La más relevante libera
el uso de armas para toda la población, el porte de armas para una
veintena de categorías, como camioneros, además de permitir que los
propietarios rurales puedan tener fusiles de guerra
para defender su patrimonio.
Técnicos del Congreso apuntaron al menos 20 irregularidades jurídicas
en el decreto, y al menos otra docena que contrarían frontalmente a la
Constitución.
Nada, sin embargo, muestra mejor el rumbo tomado por Brasil que la
retracción de la economía – ya se sabe que 2019 es un año perdido– y la
expansión de la crisis social.
Brasil entra al mes de junio con unos 12 millones 500 mil
desempleados y otros 28 millones de subempleados o con un trabajo
precario. Cuarenta millones: una población similar a la de Argentina, a
cuatro veces la de Portugal, a más de una de Canadá y a casi cinco la de
Suiza.
Siempre se podrá decir que se trata de herencia de los tiempos tenebrosos de Temer, y es verdad.
Pero hay que reconocer que el cuadro empeoró en cinco meses, gracias a
los denodados esfuerzos de Jair Bolsonaro para cumplir lo anunciado:
desmantelar urgentemente el país hasta llevar sus restos al precipicio.
Lo peor de todo es que no se vislumbra ninguna salida esperanzadora en el horizonte.

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