Ilán semo
Todo el espectáculo de 
Donald Trump en la reciente cumbre del G-7 –los desplantes, las miradas 
machinas y, finalmente, el rechazo a firmar el acuerdo– tienen su base 
en una aritmética severa: Estados Unidos es, probablemente, la sociedad 
más desprotegida del orbe. En una era de globalización, Alemania, 
Francia, Canadá, Japón …y, por supuesto, China (que no pertenece al G-7)
 han encontrado formas singulares para proteger a sus sociedades sin 
caer en la paradoja del proteccionismo.
Para entender el estado de mueca permanente que acompaña al inquilino
 actual de la Casa Blanca, basta con echar un vistazo a la balanza 
comercial de estos países. Aquí los números (en exportaciones netas): 
Alemania, 210 mil millones de dólares; China, 189 mil millones; Japón, 6
 mil millones. Todos ellos, en saldos positivos. Estados Unidos: ¡-803 
mil millones de dólares! Léase: en saldos negativos. El mercado global 
está virtualmente devorando a la economía estadunidense.
En el lenguaje tecnocrático, las economías de Alemania, China y Japón
 no sólo son ostensiblemente más eficientes que las de nuestro vecino, 
sino que los números de esta última muestran, como lo ha sostenido 
Immanuel Wallerstein, ya una suerte de decadencia –sobre todo si se 
piensa que los saldos negativos se han prolongado durante más de dos 
décadas–. Y lo esencial: detrás de la máscara de las cifras, lo que se 
exhibe en realidad son sociedades de muy diversa índole.
¿Cómo explicar estas cifras?
Los alemanes consumen básicamente lo que ellos mismos producen. El 
prestigio de sus propios bienes los alienta a ello. Tienen un ingreso 
considerable para hacerlo. Setenta por ciento de la población gana 
aproximadamente lo mismo. Además cuentan con un Estado de bienestar que 
garantiza la mínima seguridad en la vida y para las familias. Y aunque 
es una economía abierta, si Videgaray se diera una vuelta por Berlín o 
Hannover seguramente acusaría de populista a Angela Merkel.
China se protege de una manera muy distinta. Un Estado 
ostensiblemente autoritario, que ha promovido una economía a tal grado 
productiva, que es inútil competir con cualquier de los productos que 
ahí se producen. Importan sólo lo que no tienen. También es una economía
 abierta.
En cambio, los dilemas actuales de Estados Unidos son tan profundos 
como su déficit. En los últimos 20 años, su productividad se ha reducido
 prácticamente a la mitad. La desigualdad en la distribución de la 
riqueza ha abatido a su antiguo y poderosos mercado interno. No cuentan 
con un Estado de bienestar que garantice los mínimos en la calidad de 
vida. La vida misma es cada día una aventura de individuos más 
individualizados, más competitiva, más expuesta a los golpes del 
destino.
Estos tres casos emblemáticos de por sí, ponen a su manera en tela de juicio la doxa
 esencial del discurso actual de los mercados. Paradigmáticamente, las 
sociedades (no sólo europeas) con tejidos de protección social, con 
distribución equitativa de la riqueza, como Irlanda y Nueva Zelanda por 
ejemplo, parecen ser las más aptas para lidiar con los avatares de la 
globalización. Estados Unidos, una sociedad que heredó la insularización
 clásica del individuo del siglo XIX, a la que Bolívar Echeverría llamó 
acertadamente la otra cara del americanismo, parece destinada a 
enfrentar tiempos severamente difíciles. Es precisamente este 
americanismo el que la tecnocracia mexicana impulso al país desde los 
años 90, que hoy parece haber colmado los (de por sí extensos) límites 
de la resignación del electorado del país.
Hace algunos años, Jürgen Habermas y el cardenal Ratzinger (cuando 
todavía no era Papa) sostuvieron un debate en torno a los estragos 
causados por esta peculiar forma de la modernidad que se inscribe en los
 paradigmas del americanismo. Habermas sostenía que había dos tipos de 
democracia: la liberal y la social. La segunda contenía muchos elementos
 de la primera, pero se distanciaba de ella por una diferencia central: 
la misma que separaba las visiones de Locke y de Rousseau. La democracia
 liberal se sostenía en el principio de maximización individual: cada 
quien es responsable de lo que le pasa. La democracia social incorporaba
 a la sociedad como corresponsable de la condición individual. La tesis 
de Habermas: la democracia liberal muestra una tendencia a regirse por 
el antiguo principio de que el hombre es el lobo del hombre. La 
democracia social sería una opción para, al menos, atenuar ese dilema.
Si se sigue la historia mexicana a partir de los años 90, es muy 
evidente que hubo un intento por instaurar una democracia liberal. El 
dilema es que los lobos la empezaron a devorar desde el principio o 
nunca la dejaron crecer. Es absurdo que 30 años después de 1988 se 
requiera todavía advertir que la democracia mexicana esta apenas en su 
infancia. Pero si lo que se avecina es la posibilidad de un cambio de régimen, la ecuación de la democracia social podría ser el programa para sacarla del marasmo.
 
 
 
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