Página 12
 El veterano, sagaz y brillante Leonel Brizola, figura 
emblemática de la izquierda brasileña, solía decir que uno –uno– de los 
problemas de los golpistas latino-americanos era su confianza en 
Washington y, muy especialmente, en la CIA. ‘No saben, o parecen no 
saber’, decía Brizola, ‘que luego se pasan los años y ellos abren sus 
archivos. Y entonces todo lo podrido que armaron salta a la luz del 
día’.
El veterano, sagaz y brillante Leonel Brizola, figura 
emblemática de la izquierda brasileña, solía decir que uno –uno– de los 
problemas de los golpistas latino-americanos era su confianza en 
Washington y, muy especialmente, en la CIA. ‘No saben, o parecen no 
saber’, decía Brizola, ‘que luego se pasan los años y ellos abren sus 
archivos. Y entonces todo lo podrido que armaron salta a la luz del 
día’.
Es exactamente lo que se pasa en Brasil en estos días de tumulto e 
incertidumbre. Un investigador de la muy prestigiada y prestigiosa 
Fundación Getulio Vargas, Matias Spektor, examinó archivos de la CIA 
que, en realidad, habían sido desclasificados en 2015. Y entre otras 
preciosidades descubrió un telegrama enviado en 1974 por el entonces 
director-general de la CIA, William Colby, al todopoderoso secretario de
 Estado, Henry Kissinger.
Ernesto Geisel y su sucesor, João Baptista Figueiredo, dictadores de Brasil entre 1974 y 1985
(Créditos: Página 12)
“Ha sido el documento más perturbador que he encontrado en veinte 
años de investigación”, dijo Spektor, que también es periodista. La 
razón de ser tan perturbador: en el informe, Colby dice que el entonces 
general dictador, Ernesto Geisel, no solo sabía de las ejecuciones y 
asesinatos ocurridos en los sótanos de la dictadura, sino que los 
autorizó. Y más: puso la decisión de aprobar los asesinatos en manos de 
otro general, João Baptista Figueiredo, que lo sucedería y sería 
la figura que saldría por los fondos del palacio de gobierno para no 
entregar la presidencia a un civil, como ocurrió en 1985. El penúltimo y
 el último dictador, ambos fallecidos, tenían la palabra final sobre el 
destino de los opositores. Geisel, además, fue claro: solo se podría 
autorizar la muerte de “subversivos efectivamente peligrosos”. ¿A quién 
le tocaría la responsabilidad de determinar quién era y quién no? Al 
entonces jefe de inteligencia, Figueiredo.
Se derrumba, así, la farsa de que Geisel era un ‘legalista’, y que 
‘eventuales abusos y desviaciones’ eran debidos a los cuadros medios o 
inferiores de las fuerzas armadas.
La verdad verdadera es que, para los que vivieron aquellos años de 
horror y barbarie, de terrorismo de Estado y de noches sin luz, lo que 
ahora se comprueba no llega a ser exactamente una novedad. La novedad es
 que nunca hubo ninguna confirmación concreta. Dicen los militares 
brasileños que todas las ‘comunicaciones sigilosas’ de la dictadura 
fueron destruidas, ‘acorde a las instrucciones entonces vigentes’. Pero 
informes del director de la CIA al poderosísimo Kissinger fueron 
preservados.
Los grandes y hegemónicos medios de comunicación brasileños, todos 
cómplices y beneficiarios de la dictadura, trabajaron en conjunto para 
construir la imagen de Geisel como un general austero, determinado a 
terminar con los tiempos de horror y abrir camino para una transición 
pacífica a la democracia. Figueiredo, el sucesor, sería un tipo 
campechano, dado a explosiones de humor pero en el fondo un buen tipo, 
que cumplía con responsabilidad la misión recibida por Geisel, es decir,
 la transición.
Nada. Fueron dos canallas perversos, a ejemplo de sus antecesores. 
Luego de la determinación de Geisel, al menos 89 brasileños fueron 
muertos o desaparecidos. Es decir, muertos o muertos.
La gran farsa alimentada por la prensa encargada de anestesiar e 
idiotizar a las clases medias de mi país, a las generaciones que 
vinieron después de la mía, persistió y persiste.
Hubo una ley de amnistía, decretada en 1979 por el entonces dictador,
 el general Figueiredo. Siempre se dijo que era lo posible de alcanzar 
en aquel periodo conturbado. Que Figueiredo, al amnistiar los dos lados 
–es decir, los que se oponían a la dictadura y a los terroristas de 
Estado– trataba de calmar a sus colegas de uniforme.
Nada: trataba de amnistiarse a sí mismo.
Lo más brutal de todo eso es que Brasil sigue siendo el único –el 
único– país de nuestras comarcas que jamás castigó a los que cometieron 
crímenes de lesa humanidad. Ninguno de los violadores, torturadores, 
secuestradores, asesinos, fue punido. Ninguno.
Hace algunos años, en plena democracia, la corte suprema de mi país, 
en un gesto de extrema cobardía e indecencia, convalidó la ley de 
amnistía, asegurando impunidad a los represores que siguen vivos.
Mucha razón, también en eso, tenía Brizola. No se debe confiar en la 
CIA. Para empeorar el cuadro, Spektor avisa que hay mucho, mucho más en 
los archivos que serán abiertos en los próximos meses.
Ninguna farsa dura eternamente. Lo tenebroso es saber que, en Brasil, la impunidad permanecerá intacta.
 
 
 
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