Miguel Amorós
La
 proletarización del intelectual casi nunca genera un proletario. ¿Por 
qué? Porque la clase burguesa, bajo la forma de la educación, le 
impartió desde la infancia un medio de producción que –sobre la base del privilegio educativo–
 hace que el intelectual sea solidario con dicha clase, y en una medida 
acaso mayor, hace que esta clase sea solidaria con él. Tal solidaridad 
puede pasar a un segundo plano, e incluso descomponerse; pero casi 
siempre sigue siendo lo bastante fuerte como para impedir que el 
intelectual esté siempre listo para actuar, o sea, para excluirlo 
estrictamente de la vida en el frente de batalla que lleva el verdadero 
proletario
Walter Benjamín, Reseña de “Los Empleados”, 
de Siegfried Krakauer 
El capital ha proletarizado al mundo y a la vez ha 
suprimido visiblemente las clases. Si los antagonismos han quedado 
subsumidos e integrados y ya no hay lucha de clases, entonces no hay 
clases. No hay clases rebeldes, ni tampoco sindicatos en el sentido 
genuino del término. En efecto, si el escándalo de la separación social 
entre poseedores y desposeídos, entre dirigentes y dirigidos, entre 
explotadores y explotados, ha dejado de ser la fuente principal de 
conflicto social y las escasas luchas que se originan transcurren 
siempre dentro del sistema sin cuestionarlo jamás, eso es porque no hay 
clases en lucha, sino masas a la deriva. Los sindicatos y los partidos 
“obreros”, la carcasa de una clase disuelta, persiguen otro objetivo: el
 mantener la ficción de un mercado laboral regulado y de una política 
socialista. Hoy en día el obrero es la base del capital, no su negación.
 Éste a través de la tecnología se adueña de cualquier actividad y su 
principio estructura toda la sociedad: realiza el trabajo, transforma el
 mundo en mundo tecnológico de trabajadores consumidores, trabajadores 
equipados con artefactos técnicos que viven para consumir. Fin de una 
clase obrera aparte, exterior y opuesta al capital, con sus propios 
valores; tecnificación, generalización del trabajo asalariado y adhesión
 a los valores mercantiles. Genocidio cultural y fin también de la 
polarización abrupta de las clases en el capitalismo. La sociedad no se 
divide en un 1% de elite financiera que decide y un 99% de masas 
inocentes y uniformes sin poder de decisión. Las masas se hallan 
terriblemente fragmentadas, jerarquizadas y comprometidas de grado o por
 fuerza con el sistema; sus fragmentos intermedios, cada vez más 
numerosos, enfermos de prudencia, desempeñan un papel esencial en la 
complicidad. La división entre oligarquías dirigentes por un lado y 
masas excluidas por el otro queda amortiguada con un amplio colchón de 
clases medias (middle class), una categoría social diferenciada, 
con sus propios intereses y su propia conciencia “ciudadana”. Las clases
 medias son al capitalismo de consumo, a la sociedad del espectáculo, lo
 que la clase obrera fue para la utopía socialista y la sociedad de 
clases. Las clases medias modernas no se corresponden con la antigua 
pequeña burguesía, sino con las capas de asalariados diplomados ligados 
al trabajo improductivo. Han nacido con la racionalización, la 
especialización y burocratización del régimen capitalista, alcanzando 
dimensiones considerables gracias a la terciarización progresiva de la 
economía (y de la tecnología que la hizo posible). Son los estudiantes 
de antaño: ejecutivos, expertos, cuellos blancos y funcionarios. Cuando 
la economía funciona dichas clases son pragmáticas, luego partidarias en
 bloque del orden establecido, o sea, de la partitocracia. Denominamos 
partitocracia al régimen político adoptado habitualmente por el 
capitalismo. Es el gobierno autoritario de las cúpulas de los partidos 
(sin separación de poderes), nacido de un desarrollo constitucional 
regresivo (que suprime derechos), y constituye la forma política más 
moderna que reviste la dominación oligárquica. El Estado partitocrático 
determina de alguna forma la existencia privada de las clases en 
cuestión. El divorcio entre lo público y lo privado es lo que dio lugar a
 la burocracia administrativo-política, parte esencial de estas clases. 
Por su situación particular, las clases medias son dadas a contemplar el
 mercado desde el Estado: lo ven como mediador entre la razón económica y
 la sociedad civil, o mejor, entre los intereses privados y el interés 
público, que es así como consideran su interés “de clase”. Igual que la 
antigua burguesía, sólo que ésta contemplaba el Estado desde el mercado.
 Sin embargo, Estado y mercado son las dos caras de un mismo dios –de 
una misma abstracción– por lo que desempeñan el mismo papel. En 
condiciones favorables, las que permiten un consumismo abundante, las 
clases medias no están politizadas, pero la crisis, al separar el Estado
 partitocrático del Estado del bienestar consumidor, determina su 
politización. Entonces de su seno surgen pensadores, analistas, partidos
 y coaliciones hablando en nombre de toda la sociedad, teniéndose por su
 representación más auténtica.
Nos encontramos inmersos en una crisis que no sólo es
 económica sino total. Se manifiesta tanto en el plano estructural en la
 imposibilidad de una sobrecapacidad productiva y un crecimiento 
suficiente, como en el plano territorial con los efectos destructores de
 la industrialización generalizada. Tanto en el plano material, como en 
el moral. Sus consecuencias son la multiplicación de las desigualdades, 
la exclusión, la degradación psíquica, la contaminación, el cambio 
climático, las políticas de austeridad y el aumento del control social. 
En la fase de globalización (cuando ya no existe clase obrera en el 
sentido histórico de la expresión) se ha producido de forma muy visible 
un divorcio entre los profesionales de la política y las masas que la 
padecen, que se acentúa cuando la crisis alcanza y empobrece a las 
clases medias, la base sumisa de la partitocracia. La crisis considerada
 sólo bajo su aspecto político es una crisis del sistema tradicional de 
partidos, y por descontado, del bipartidismo. La corrupción, el 
amiguismo, la prevaricación, el despilfarro y la malversación de fondos 
públicos resultan escandalosos no porque se hayan institucionalizado y 
formen parte de la administración, sino porque el paro, la precariedad, 
los recortes presupuestarios, las bajadas salariales y la subida de 
impuestos afectan a dichas clases. Las clases medias carecerán de pudor,
 serán indiferentes a la verdad, pero son conscientes de sus intereses, 
puestos en peligro por la clase política tradicional. Entonces, los 
viejos partidos ya no bastan para garantizar la estabilidad de la 
partitocracia. En los países del sur de Europa la ideología ciudadanista
 refleja perfectamente esa reacción desairada de las clases susodichas. 
Contrariamente al viejo proletariado que planteaba la cuestión en 
términos sociales, los partidos y alianzas ciudadanistas la plantean 
exclusivamente en términos políticos. Se dirigen a un nuevo sujeto, la 
ciudadanía, conjunto abstracto de individuos con derecho a voto. En 
consecuencia, consideran la democracia, es decir, el sistema 
parlamentario de partidos, como un imperativo categórico, y la 
delegación, como una especie de premisa fundamental. Así pues, el 
vocabulario progresista y democrático de la dominación es el que mejor 
corresponde a su universo mental e ideológico. Hablan en representación 
de una clase universal evanescente, la ciudadanía, cuya misión 
consistiría en cambiar con la papeleta una democracia de mala calidad 
por una democracia buena, “de la gente”. Así pues, el ciudadanismo es un
 democratismo legitimista que reproduce tópico por tópico al liberalismo
 burgués de antaño y con mucho alarde trata de correrlo hacia la 
izquierda. La crema fundadora de los nuevos partidos ciudadanistas 
proviene del estalinismo y del izquierdismo; para ella la palabrería 
democrática equivale a una actualización de las viejas cantinelas 
autoritarias y vanguardistas de corte leninista, que todavía asoman como
 actos fallidos en la prosodia verbal de algunos dirigentes. Formalmente
 pues, se sitúa en la izquierda del sistema. Claro, ya que es la 
izquierda del capitalismo.
La mayoría de los nuevos partidos y alianzas, 
dirigidos principalmente por profesores, economistas y abogados que, 
inspirándose en el cambio de rumbo de la izquierda populista 
latinoamericana y griega, o lo que viene a ser lo mismo, identificando 
las instituciones tal cuales como el principal escenario de la 
transformación social, trasladan a los consistorios y parlamentos las 
energías que antes se disipaban en las fábricas, en los barrios y en la 
calle. En realidad tratan de cambiar una casta burocrática mala por otra
 supuestamente buena a través de comicios y posteriores componendas, 
algo en lo que siempre habían fracasado el neoestalinismo y el 
izquierdismo. Aspiran a convertirse en la nueva socialdemocracia –para 
el caso ibérico, bien constitucionalista o bien separatista–. Todo 
depende de los votos. La revolución ciudadanista empieza y termina en 
las urnas. Las reformas dependen exclusivamente de la aritmética 
parlamentaria, o sea, de la gobernabilidad institucional, algo que tiene
 que ver más con la predisposición a los pactos de la socialdemocracia 
vieja o del estalinismo renovado. Se han de conseguir nuevas mayorías 
políticas “de cambio” para asegurar la “gobernanza”, ya que nadie desea 
una ruptura social, ni siquiera los que persiguen una ruptura nacional, 
sino una “democracia de las personas”: una partitocracia más atenta con 
sus creyentes. La desmovilización, el oportunismo y la rápida 
burocratización que ha seguido a las diversas campañas electorales 
demuestran que los agitadores de la víspera se vuelven gestores 
responsables a la hora de instalarse en las instituciones. El resto de 
los mortales han de conformarse con ser espectadores pasivos del juego 
mezquino de la política con sus representaciones gestuales de cara a la 
galería, puesto que la actividad institucional ha eliminado precisamente
 del escenario a “las personas”. El espectáculo político es un poderoso 
mecanismo de dispersión.
La derecha del capital ha venido apostando por la 
desregulación del mercado laboral y por la tecnología, generando más 
problemas que los que pretendía resolver. Por el contrario, imitando el 
modelo desarrollista latinoamericano, la izquierda del capital apuesta 
en cambio por el Estado, ya que en periodos de expansión económica 
mundial, con el precio de las materias primas por las nubes, podía 
desviarse parte de las ganancias privadas hacia políticas sociales, y en
 periodos de recesión podía evitarse que las masas asalariadas, y sobre 
todo las clases medias, soportaran todo el coste de la crisis: algo de 
neokeynesianismo en el cocido neoliberal. De ahí viene una cierta 
verborrea patriótica anti Merkel o anti troika, pero no antimercado: se 
quiere un Estado social soberano “en el marco de la Unión Europea”, es 
decir, bien avenido con las finanzas mundiales. Aunque la crisis no 
pueda superarse, puesto que es “una depresión de larga duración y 
alcance global” según dicen los expertos, la reconstrucción del Estado 
como asistente y mediador quiere demostrar que se puede trabajar para 
los mercados desde la izquierda. Y especialmente para el mercado que 
explota la materia prima “sol, playa y discoteca”, el petróleo de acá. 
Es más, los partidos ciudadanistas se creen en estos momentos los más 
cualificados para dejar las incineradoras en su sitio, respetar la 
privatización de la sanidad, imponer recortes y cobrar nuevos impuestos.
 Para los ciudadanistas el Estado es tan sólo el instrumento con el que 
tratar de maquillar las contradicciones generadas por la globalización, 
no el arma encargada de abolirla. La preservación del Estado y no el fin
 del capitalismo es pues la prioridad máxima de los nuevos partidos, de 
ahí que su estrategia de asalto a las instituciones, ridículo sucedáneo 
de la toma del poder leninista, se apoye sobre todo en los electores 
conformistas y resignados decepcionados con los partidos de siempre y 
subsidiariamente, en los movimientos sociales manipulados. Por 
desgracia, los abogados y los militantes con propensión a convertirse en
 vedettes han conseguido monopolizar la palabra en la mayoría, 
neutralizando así todo lo que estos movimientos podían tener de 
antiautoritario y subversivo. La actividad institucional promueve una 
lectura reformista de las reivindicaciones colectivas y anula cualquier 
iniciativa moderada o radical de la base.
En definitiva, el ciudadanismo no trata de cambiar la
 sociedad sino de administrar el capitalismo –dentro de la eurozona– con
 el menor gasto y también con la menor represión posible para las clases
 medias y sus apoyos populares. Intenta demostrar que una vía 
alternativa de acumulación capitalista es posible y que el rescate de 
las personas (el acceso al estatuto de consumidor) es tan importante 
como el rescate de la banca, es decir, que el sacrificio de dichas 
clases no solamente no es necesario, sino que es contraproducente: no 
habrá desarrollo ni mundialización sin ellas. Quiere aumentar el nivel 
de consumo popular y volver al crédito a mansalva, no transformar de 
arriba abajo la estructura productiva y financiera. Por consiguiente, 
apela a la eficacia y al realismo, no al decrecimiento, los cambios 
bruscos y las revoluciones. El diálogo, el voto y el pacto son las armas
 ciudadanistas, no las movilizaciones, las ocupaciones o las huelgas 
generales. Pocos son los ciudadanistas que se han significado en una 
lucha social. Lo que quieren es un diálogo directo con el poder fáctico,
 y con “las personas” un diálogo virtual-mediático. Las clases medias 
son más que nada clases pacíficas y conectadas al espacio virtual: su 
identidad queda determinada por el miedo, el espectáculo y la red. En 
estado puro, o sea, no contaminadas por capas más permeables al racismo o
 la xenofobia tales como los agricultores endeudados, los obreros 
desclasados y los jubilados asustados, no quieren más que un cambio 
tranquilo y pausado, desde dentro, hacia lo mismo de siempre. En 
absoluto desean la construcción colectiva de un modo de vida libre sobre
 las ruinas del capitalismo. Por otra parte, en estos tiempos de 
reconversión económica, de extractivismo y de austeridad, hay poco 
margen de maniobra para reformas, por lo que los partidos ciudadanistas 
“en el poder” han de contentarse con actos institucionales simbólicos, 
de una repercusión mediática perfectamente calculada. En la coyuntura 
actual, el nacionalismo resulta de gran ayuda, al ser una mina 
inagotable de poses. Las burocracias ciudadanistas dependen de la 
coyuntura mundial, del mercado en suma, y éste no les es favorable ni lo
 será en el futuro. En definitiva, sus gestos rompedores ante las 
cámaras han de esconder su falta de resultados cuanto más tiempo mejor, a
 la espera o más bien temiendo la formación de otras fuerzas, 
antiespectáculo, anticapitalistas o simplemente antiglobalizadoras, más 
decididas en un sentido (un totalitarismo mucho más duro) o en otro (la 
revolución).
El capitalismo declina pero su declive no se percibe 
igual en todas partes. No se ha considerado la crisis como múltiple: 
financiera, demográfica, urbana, emocional, ecológica y social. Ni se 
tiene en cuenta que fenómenos tan diversos como la egolatría post 
moderna, el nacionalismo y las guerras periféricas son responsabilidad 
de la mundialización capitalista. En el sur de Europa la crisis se 
interpreta como un desmantelamiento del “Estado del bienestar” y un 
problema político. En el norte, con el Estado del bienestar aún mal que 
bien en pie, tiende a tomarse como una invasión musulmana y una amenaza 
terrorista, o sea, como un problema de fronteras y de seguridad. Todo 
depende pues del color, la nacionalidad y la religión de los asalariados
 pobres (working poor), de los inmigrantes y de los refugiados. 
La división internacional del trabajo concentra la actividad financiera 
en el norte europeo y relega el sur al rango de una extensa zona 
residencial y turística. Por eso el sur es mayoritariamente europeísta y
 opuesto a la austeridad; su prosperidad depende del “bienestar” 
consumista norteño. El norte es todo lo contrario; su prosperidad y 
buena conciencia “democrática” dependen de la eficacia sureña en el 
control de los pasos fronterizos y de las aguas mediterráneas. La 
reacción mesocrática es contradictoria, pues por una parte la ilusión de
 reforma y apertura domina, pero, por la otra, se impone el modo de vida
 industrial en burbuja y la necesidad de un control absoluto de la 
población, lo que a la postre significa un estado de excepción “en 
defensa de la democracia”. A eso Bataille, Breton y otros llamaron 
“nacionalismo del miedo”. Las mismas clases que votan a los 
ciudadanistas en un sitio, votan a la extrema derecha en el otro. Los 
libertarios –los amantes de la libertad entendida como participación 
directa en la cosa pública– han de entender esto como propio de la 
naturaleza ambivalente de dichas clases, que se dejan arrastrar por la 
situación inmediata. Han de denunciar este estado de cosas e intentar 
construir movimientos de protesta autónomos en el terreno social y 
cotidiano “a defender”. Pero si las condiciones objetivas para tales 
tareas están dadas, las subjetivas brillan por su ausencia. Hoy por hoy,
 las clases medias llevan la iniciativa y los ciudadanistas la voz 
cantante. No abunda la determinación de usar la inteligencia y la razón 
sin dejarse influir por los tópicos característicos del ciudadanismo. La
 abstención podría ser un primer paso para marcar distancias. No 
obstante, la perspectiva política solamente se superará mediante una 
transformación radical –o mejor una vuelta a los comienzos– en el modo 
de pensar, en la forma de actuar y en la manera de vivir, apoyándose 
aquellas relaciones extra-mercado que el capitalismo no haya podido 
destruir o cuyo recuerdo no haya sido borrado. Asimismo mediante un 
retorno a lo sólido y coherente en el modo de pensar: la crítica de la 
concepción burguesa posmoderna del mundo es más urgente que nunca, pues 
no es concebible un escape del capitalismo con la conciencia colonizada 
por los valores de su dominación. La necesaria desaculturación 
(desalienación) que destruya todas las identidades de guardarropía (tal 
como las llama Bauman) que nos ofrece el sistema, así como todos los 
disfraces deconstructivos del individualismo castrado, ha de cuestionar 
seriamente cualquier fetiche del reino de la mercancía: el 
parlamentarismo, el Estado, la “máquina deseante”, la idea de progreso, 
el desarrollismo, el espectáculo… pero no para elaborar las 
correspondientes versiones “antifascistas” o “nacionales”. No se trata 
de fabricar una teoría única con respuestas y fórmulas para todo, una 
especie de moderno socialismo de cátedra, ni de anunciar la epifanía de 
una insurrección que nunca acaba de llegar. Tampoco se trata de forjar 
una entelequia (pueblo fuerte, clase proletaria, nación) que justifique 
un modelo organizativo arqueomilitante y vanguardista, claramente 
reformista, ni mucho menos de regresar literalmente al pasado sino, 
insistimos, de lo que se trata es de salirse de la mentalidad y la 
realidad del capitalismo inspirándose en el ejemplo histórico de 
experiencias convivenciales no capitalistas. La obra revolucionaria 
tiene mucho de restauración, por eso es necesario redescubrir el pasado,
 no para volver a él, sino para tomar conciencia de todo el acervo 
cultural y toda la vitalidad comunitaria sacrificadas por la barbarie 
industrial. El olvido es la barbarie.
Es verdad que las luchas anticapitalistas aún son 
débiles y a menudo recuperadas, pero si aguantan firme y rebasan el 
ámbito local, a poco que el desarreglo logre aniquilar políticamente a 
las clases medias, pueden echar abajo la vía institucional junto con el 
modo de vida dependiente que la sostiene. No obstante, la crisis en sí 
misma conduce a la ruina, no a la liberación, a menos que la exclusión 
se dignifique y tales fuerzas concentren un poder suficiente al margen 
de las instituciones. La crisis todavía es una crisis a medias. El 
sistema ha tropezado sobradamente con sus límites internos 
(estancamiento económico, restricción del crédito, acumulación 
insuficiente, descenso de la tasa de ganancia), pero no lo bastante con 
sus límites externos (energéticos, ecológicos, culturales, sociales). 
Hace falta una crisis más profunda que acelere la dinámica de 
desintegración, vuelva inviable el sistema y propulse fuerzas nuevas 
capaces de rehacer el tejido social con maneras fraternales, de acuerdo 
con reglas no mercantiles (como en Grecia), amén de articular una 
defensa eficaz (como en Rojava o en Oaxaca). La estrategia actual de la 
revolución (el uso de la exclusión y las luchas en función de un 
objetivo superior) ha de apuntar –tanto en la construcción cotidiana de 
alternativas como en la pelea diaria– hacia la erosión de cualquier 
autoridad institucional, la agudización de los antagonismos y la 
formación de una comunidad arraigada, autónoma, consciente y combativa, 
con sus medios de defensa preparados.
Los libertarios no desean sobrevivir en un 
capitalismo inhumano con rostro democrático y todavía menos bajo una 
dictadura en nombre de la libertad. No persiguen fines distintos a los 
de las masas rebeldes, por lo tanto no deberían organizarse por su 
cuenta dentro o fuera de las luchas. Se han de limitar a hacer visibles 
las contradicciones sociales confrontando sus ideas con las nuevas 
condiciones de dominación capitalista. No reconocen como principio 
básico de la sociedad un contrato social cualquiera, ni la lucha de 
todos contra todos o la insurrección permanente; tampoco pretenden basar
 ésta en la tradición, el progreso, la religión, la nación, la 
naturaleza, el yo o la nada. Pelean por una nueva sociedad histórica 
libre de separaciones, mediaciones alienantes y trabas, sin 
instituciones que planeen por encima, sin dirigentes, sin 
trabajo-mercancía, sin mercado, sin egos narcisistas y sin clases. Y 
asimismo sin profesionales de la anarquía. El proletariado existe por 
culpa de la división entre trabajo manual y trabajo intelectual. Igual 
pasa con las conurbaciones, fruto de la separación absurda entre campo y
 ciudad. Ambos dejarán de existir con el fin de las separaciones.
 El comunismo 
libertario es un sistema social caracterizado por la propiedad comunal 
de los recursos y estructurado por la solidaridad o ayuda mutua en tanto
 que correlación esencial. Allí, el trabajo –colectivo o individual– 
nunca pierde su forma natural en provecho de una forma abstracta y 
fantasmal. La producción no se separa de la necesidad y sus residuos se 
reciclan. Las tecnologías se aceptan mientras no alteren el 
funcionamiento igualitario y solidario de la sociedad, ni reduzcan la 
libertad de los individuos y colectivos. Conducen a la división del 
trabajo, pero si ésta debiera producirse por causa mayor, nunca sería 
permanente. Al final, iría en detrimento de la autonomía. La estabilidad
 va por delante del crecimiento, y el equilibrio territorial por delante
 de la producción. Las relaciones entre los individuos son siempre 
directas, no mediadas por la mercancía, por lo que todas las 
instituciones que derivan de ellas son igualmente directas, tanto en lo 
que afecta a las formas como a los contenidos. Las instituciones parten 
de la sociedad y no se separan de ella. Una sociedad autogestionada no 
tiene necesidad de empleados y funcionarios puesto que lo público no 
está separado de lo privado. Ha de dejar la complicación a un lado y 
simplificarse. Una sociedad libre es una sociedad fraternal, horizontal y
 equilibrada, y por consiguiente, desestatizada, desindustrializada, 
desurbanizada y antipatriarcal. En ella el territorio recobrará su 
importancia perdida, pues contrariamente a la actual, en la que reina el
 desarraigo, será una sociedad llena de raíces.
1  Charla en la Cimade, Béziers (Francia), 29 enero 2016.
 

 
 
No hay comentarios:
Publicar un comentario