Aunque hasta ayer no   
 se conocía el resultado definitivo de los comicios presidenciales del 
domingo pasado en Ecuador, las tendencias sobre 88.75 por ciento de los 
votos escrutados indican que el candidato oficialista, Lenin Moreno, se 
quedó a unas décimas del 40 por ciento de los votos requeridos para ser 
proclamado presidente electo, por lo que el país andino habrá de ir a 
una segunda vuelta, que deberá disputarse entre Moreno y el opositor 
derechista Guillermo Lasso.
Es pertinente recordar que, según las leyes electorales ecuatorianas,
 para que un aspirante presidencial pueda ganar en primera vuelta debe 
obtener, además del 40 por ciento de los votos válidos, diez puntos de 
ventaja sobre su rival más cercano. Este segundo requisito podría 
cumplirse, habida cuenta de que hasta el cierre de esta edición Lasso, 
con cerca del 28.31, estaba por debajo de esa diferencia.
Lo cierto es que, aun si Alianza País, el partido progresista del 
presidente saliente Rafael Correa, logra conservar el gobierno en una 
segunda vuelta, Ecuador experimenta el reflujo de los programas 
políticos similares que fueron desalojados del poder el año pasado, en 
elecciones en Argentina y por medio de un golpe de estado parlamentario 
en Brasil.
Al desgaste lógico del ejercicio de la presidencia debe sumarse el 
retroceso económico experimentado en los últimos años por la región, 
pero acaso también el sistemático golpeteo oligárquico en contra del 
gobierno de Correa y las desavenencias en la izquierda por el respaldo 
de éste a los sectores extractivistas, que generó un malestar 
inocultable en pueblos indígenas y movimientos ambientalistas.
Sea como fuere, está en juego la continuación del programa 
progresista que en una década disminuyó en forma decisiva la desigualdad
 y la pobreza en Ecuador, redistribuyó el poder político, acotó la 
capacidad de los poderes fácticos –especialmente, los de la prensa 
empresarial– para incidir a trasmano en procesos institucionales, 
recuperó el ejercicio de la soberanía nacional e insertó al país en el 
más ambicioso proceso de integración regional que haya tenido lugar en 
la historia de América Latina tras su independencia.
Si Alianza País llegara a perder la presidencia ecuatoriana, mucho de
 lo ganado en años recientes en el subcontinente se perdería, y 
Venezuela y Bolivia quedarían como únicos exponentes del giro social, 
soberanista y latinoamericanista que se vivió en Sudamérica hasta el año
 pasado. Ello sería especialmente trágico en momentos en que la Casa 
Blanca experimenta una regresión hacia las maneras más brutales y 
abiertamente colonialistas en su relación con las naciones situadas al 
sur 
del río Bravo.
Por tales razones, cabe esperar que, de dirimirse la presidencia 
ecuatoriana en una segunda vuelta, como todo indica que ocurrirá, el 
proyecto de Alianza País logre mantenerse en el Palacio de Carondelet 
sin perder su legitimidad ni su respaldo popular. Pero nada está escrito
 y en democracia no hay manera de conocer de antemano los resultados de 
un ejercicio electoral.
 

 
 
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