Carolina Escobar Sarti
Que el tema de la posible legalización de las drogas no nos distraiga más allá de su verdadera intención, que los ires y venires de la justicia ante el irreductible tema de genocidio no aparten nuestra mirada de los recientes allanamientos a instancias de derechos humanos y académicas, que no nos entretenga demasiado el circo legislativo donde se permite la entrada a las divas de un equipo de futbol extranjero mientras se interpela a un ministro de Estado. Lo real es que en este país condenamos la esperanza desde antes de que nazca.
Millones de niñas y niños llegan a Guatemala con la peor de las violencias bajo el brazo: el hambre. Hambre de alimento, de atención, de paz, de cuidados, de ternuras, de seguridad. Somos un país que no sabe cuidar a su niñez, adolescencia y juventud. Es fácil deducir de ello que no sabemos cuidar nuestro presente, y menos nuestro futuro. El horror que vivió el niño de 11 años, Carlos Benedicto Sosa Pérez, antes de morir, refleja la sociedad que somos.
Nuestro método preferido de enseñanza-aprendizaje en Guatemala ha sido el terror. Este pequeño murió porque dos primos adolescentes, en el taller de mecánica donde trabajaban, le introdujeron en el ano un compresor. Metáfora funesta y lamentable de lo que viven cientos de niñas, niños y adolescentes a diario cuando son violados de tantas maneras, además de la más vejatoria, que es la violación sexual. Este hecho lamentable pide varias miradas: la primera es que la realidad de una buena parte de la niñez, adolescencia y juventud de Guatemala demanda la declaración de un estado de emergencia nacional.
La segunda es que nos damos cuenta, en más casos cada día, que la violencia directa que se ejerce contra niños, niñas, adolescentes y jóvenes generalmente la ejecuta alguien cercano a ellos. Y si son violaciones sexuales, generalmente es ejercida por hombres de su círculo familiar, como en este caso. De una cultura machista que cultiva la violencia y el miedo como métodos no puede esperarse más. La tercera es que los que ejercieron la violencia son dos adolescentes que, por ley, pueden ser enviados a centros para adolescentes en conflicto con la ley, que más se asemejan a cárceles, y sometidos a proceso de investigación penal, no así a ser juzgados como adultos. Esto conlleva en sí mismo una serie de complejidades, porque esta sociedad ha marginado desde antes de la concepción a millones de seres humanos, para luego condenarlos al ostracismo. No es con leyes de criminalización de la juventud que acabaremos con las maras o con la juventud violenta, sino con un Estado de bienestar que no privilegie el terror como método.
Esta acción fue innombrable y amerita respuestas justas al tamaño de la acción cometida. Pero muchos adultos de este país, en todas las instituciones —desde la familia hasta el Estado, pasando por la educación—, merecen también juicios severos por omisiones que dan vergüenza en la formación de las nuevas generaciones enajenadas, abandonadas, excluidas o violentadas. La adolescente de 13 años que se suicidó recientemente en Villa Nueva, o el de 14 que se colgó de un árbol en el patio de su casa, en Mazatenango, por violencia intrafamiliar, nos dicen también que como sociedad hemos fallado.
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