
Ahora la masacre de 16 civiles en la provincia de Kandahar,  Afganistán, supuestamente por un sargento enajenado del ejército de  Estados Unidos, reafirma la derrota moral, política y, por consiguiente,  militar de la superpotencia en el país asiático. No están claras las  circunstancias del incidente ni coincide la versión del lobo solitario  de los ocupantes con la de residentes en las tres aldeas donde vivían  las víctimas y autoridades afganas, que insisten en que más soldados  estadunidenses participaron en los hechos. Sea como sea, después de esto  y de los continuos agravios a los afganos –el anterior fue la quema de  ejemplares del Corán en una base yanqui– a Washington no le queda más  que adelantar los plazos para la retirada. Ya no puede confiar en sus  contrapartes afganas y hasta el Parlamento ha dicho que colmaron su paciencia
  y acordó exigir que los culpables sean juzgados por un tribunal afgano.  Hace tiempo tuvo que renunciar a la idea de derrotar a los talibanes y  admitir que para retirarse y salvar la cara tenía que negociar con  ellos, que es lo que viene haciendo. Ni hablar de la cacareada reconstrucción
  con la que, ¡cómo no!, varias corporaciones han ganado millonadas pero  los afganos no ven más que una economía sostenida por el auge del  narcotráfico, un país devastado, con ciudades en ruinas sin los más  elementales servicios públicos, ausencia casi absoluta de  infraestructura y decenas de miles de civiles muertos. Por no hablar de  las promesas de democratización y reconocimiento de los derechos de las  mujeres. Afortunadamente cada vez son menos los que creen que Estados  Unidos sea modelo de democracia y derechos humanos, y muchos menos los  que aceptan que estos pueden imponerse por la fuerza de las armas.
Lenin tenía toda la razón al afirmar que el imperialismo  necesita generar constantemente guerras de rapiña. Muchas cosas han  cambiado desde entonces pero permanecen esencias como esa. Ahora más  acentuadas debido a la avidez compulsiva por el petróleo y otras  materias primas y la codicia por los yacimientos de agua, que han  llevado al paroxismo la agresividad del imperialismo estadunidense. Si  no fuera así, sería inexplicable que después de los desastres en  Afganistán e Irak se disponga, junto a Israel, a atacar nada menos que a  Irán. Un hueso muy duro de roer, imposible de reducir con armas  convencionales. De ser bombardeadas sus instalaciones nucleares  pacificas y hasta de sentirse más gravemente amenazado, Teherán  seguramente responderá muy duro, incluyendo el cierre del estrecho de  Ormuz, yugular por donde fluye un vital río de petróleo al mercado  mundial. La gran incógnita es qué hará Estados Unidos ante un rival al  que sólo puede destruir con armas nucleares, y si las usara qué harán  Rusia, India, Pakistán y China, todas potencias atómicas vecinas. Visto  así se comprenden perfectamente las intensas gestiones diplomáticas de  Moscú y Pekín en pro de una solución política en Siria –aliado  fundamental de Irán– y su doble veto para impedir la intervención  extranjera dónde Washington arma e infiltra terroristas y aplica un plan  de cambio de régimen
.
Volviendo a Afganistán, a lo más que puede aspirar Obama ahora es a salir de allí rápido sin que parezca una estampida. Con la esperanza de que antes de las elecciones de noviembre no se complique la situación hasta obligarlo a una retirada precipitada y la entrega del poder a los talibanes sin más trámites.
 
 
 
No hay comentarios:
Publicar un comentario