Partamos
por decir que al utilizar la designación “izquierda” estamos ante un
muy amplio abanico de posibilidades; entran allí innumerables
posiciones, desde tibios reformismos hasta perspectivas radicales que
echan mano de la violencia armada. De todos modos, todas ellas tienen,
al menos en términos generales, un común denominador: constituyen una
crítica al sistema dominante. En tal sentido, se alzan como voces
contestatarias, como propuestas de cambio. No importa precisar aquí si
ese cambio se piensa en forma gradual, pacífico, por vía electoral o
como resultado de estallidos violentos, con grandes movimientos de
masas, con vanguardias que conducen o todo se deja librado al
espontaneísmo.
No es
intención de este breve texto analizar en detalle cada una de esas
posiciones, y mucho menos su grado de impacto en ese proyecto
transformador. Lo que está claro es que todas esas expresiones de
“izquierda” se distancian de la derecha, la cual, presentando igualmente
muy diversos matices y variantes, tiene un común denominador: busca
mantener lo dado, es conservadora. Como rasgo distintivo y aglutinador
de todas estas posiciones de derecha puede indicarse la voluntad de
mantener los beneficios detentados: eso les une, sin dudas es lo único
que les une (lo cual ya es más que suficiente para transformarla en un
bloque monolítico). La derecha, en el más amplio sentido, tiene algo, o mucho, que perder:
privilegios, prebendas, prerrogativas varias. En tal sentido, las
posiciones de izquierda expresan el sentir de aquellos que, como dice el
Manifiesto Comunista de Marx y Engels, “no tienen nada que perder, más que sus cadenas”.
Dicho
esto, puede intentarse entender qué es eso de “los vicios” que se
critican en el campo de la izquierda. O, para ser más precisos, de las izquierdas.
Habría
así un extenso listado de “incorrecciones” en el campo de las
izquierdas que, vistas desde una posición clásica, ortodoxa, podrían
considerarse “vicios” (del latín vitium: falla o defecto),
conductas cuestionables que merecen corrección. Es ya clásico, al menos
en la ortodoxia de izquierda, hablar de “desviaciones” (lo que supone,
por tanto, que habría un camino recto del que no se debería desviar).
Entran allí, entre otras, el protagonismo, el mesianismo, la avidez de
poder, el autoritarismo, lo que se llamó “comandantismo”, el culto a la
personalidad, el machismo, el racismo. La lista es larga y admite muchas
otras categorías más.
Quienes
levantan esa idea, parten de la base que, en el ámbito de la derecha,
todo esto es moneda corriente, lo normal, lo ya establecido,
institucionalizado incluso. Por lo que, en el bando contrario, en el
campo de las izquierdas, esto no debería pasar. Y si pasa, es un
“vicio”, una incorrección que debe ser subsanada. Más aún: con todo el
peso del cuestionamiento moral, debe ser castigado, fuertemente
fustigado, sometido al escarnio para que no se repita.
Lo
patético es que todo esto pasa, y pasa mucho, tanto como en el campo de
la derecha. Ejemplos al respecto sobran. La izquierda intenta levantar
un mundo nuevo, más justo y solidario, no basado en la explotación de
unos sobre otros. Idea encomiable, absolutamente plausible. De hecho,
las experiencias socialistas que se dieron a lo largo del siglo XX
intentaron poner en marcha un nuevo ideario, una nueva ética superadora
de esos “vicios”. Sucede, sin embargo, que más allá de extraordinarios
logros en el campo socio-económico que obtuvieron estos proyectos (se
terminó con la miseria crónica, con el hambre, con la marginación, se
redujo considerablemente o se abolieron distintas formas de explotación,
se redujeron tasas de morbi-mortalidad, la noche oscura de la
postración y la ignorancia secular se iluminó), más allá de todo ello,
la construcción del “Hombre nuevo” siguió siendo una agenda pendiente.
¿Por qué?
Porque la ética
-es decir: la tabla de valores que rige la vida, la normativa social, la
moral dominante en un momento histórico determinado- no se puede fijar
por decreto, no cambia por un acto de voluntad. Es decir: no se puede
ser “buena” o “mala” gente por decisión simplemente porque…. no hay
“buena” o “mala” gente.
En tal sentido, entonces, debe reconsiderarse esto de “los vicios”. La gente de izquierda o de derecha es, ante todo, gente.
O sea: seres humanos cortados por similar tijera, con análogas
constituciones psicológicas, formados por historias previas que nos
moldean, que nos hacen participar por igual a todo el mundo en el mismo
maremágnum de símbolos que organizan nuestras vidas. Si somos
consecuentes con lo que nos enseña el psicoanálisis, podemos afirmar que
los sujetos humanos no presentamos mayores diferencias estructurales
unos de otros, por lo que la “normalidad” es la forma en que la amplia
mayoría, la casi totalidad de mortales compartimos los códigos que nos
humanizan. Es decir: lo que llamaremos “normales adaptados”, o sea,
neuróticos: gente que se humanizó dentro de los cánones impuestos por
cada cultura particular en cada momento histórico determinado (con un
resto mínimo que no entra ahí: los psicóticos -locos-, o entra a medias:
los psicópatas -transgresores-).
De
tal forma que los comportamientos que se podrán juzgar “inapropiados”,
no pertenecen a la derecha: son patrimonio de la totalidad, del
colectivo. La gente que se enrola en ese complejo campo llamado las
izquierdas está conformada igualmente por las mismas prácticas. Las
luchas de poder, el machismo o el protagonismo individualista, por poner
algunos ejemplos, ¿son acaso patrimonio de derechas o de izquierdas?
Está
claro que cuando surge la teoría revolucionaria del socialismo
científico a mediados del siglo XIX de la mano de Marx y Engels, no se
conocía nada aún de las “profundidades” psicológicas de lo humano, lo
cual se desarrolla ya entrado el siglo siguiente. Había en ese
decimonónico momento fundacional una confianza casi absoluta en la buena
fe, en la voluntad humana. La idea de “Hombre nuevo” que se fue
forjando en el socialismo de las experiencias reales habidas en el siglo
XX se inspira en ese voluntarismo, a veces con ribetes casi mesiánicos.
Y los “vicios”, por supuesto, son denostados como “elemento
perturbador”, cuerpo extraño que debe ser abolido, anatematizado. “El
hombre es un ser lleno de instintos, de egoísmos, nace egoísta; pero
por otro lado, la conciencia lo puede conducir a los más grandes actos
de heroísmo”, pudo decir Fidel Castro.
Sin
dudas, es necesaria una cuota de “voluntad”, de decisión consciente
para plantearse cambios sociales. O, si se quiere ser más claro aún: de pasión (el psicoanálisis dirá de deseo). “Nada grande se ha hecho en el mundo sin una gran pasión”, dirá Hegel.
La
experiencia humana en su conjunto, la experiencia de estos primeros
pasos dado por las primeras revoluciones socialistas, nos muestran con
descarnada evidencia que esos “vicios” son el pan nuestro de cada día,
nos construyen, son lo que nos funda como humanos. Entre los animales no
hay juegos de poder: el macho alfa de la manada cumple con un instinto
al servicio del mantenimiento de la especie; allí no hay machismo
patriarcal, ni racismo, ni discriminación por diversidad sexual, ni
revista Forbes que indica quiénes son los más “exitosos”. Entre los
humanos sí. Si hay mandamientos (“No codiciar la mujer de tu prójimo”,
por ejemplo) es porque no existen mecanismos biológicos de
autorregulación: somos todos -derecha e izquierda- producto de una
construcción social, histórica, por tanto cambiante.
Ahí
se plantea el problema crucial: ¿cómo cambiar la sociedad?, ¿cómo
sentar los cimientos de un nuevo orden social justo y solidario con este
elemento que somos, llenos de “vicios”? Hablando de la naturaleza
humana, Voltaire se preguntaba: “¿Creéis que en todo tiempo los
hombres se han matado unos a otros como lo hacen actualmente? ¿Que
siempre han sido mentirosos, bellacos, pérfidos, ingratos, ladrones,
débiles, cobardes, envidiosos, glotones, borrachos, avaros, ambiciosos,
sanguinarios, calumniadores, desenfrenados, fanáticos, hipócritas y
necios?” La respuesta, sin dudas, es afirmativa.
El
campo de la izquierda tradicionalmente fue optimista en relación a la
ética: hay que construir un mundo de equidades, y ello sí es posible. Lo
que muestra la experiencia es que, luego de las revoluciones -que
efectivamente mejoran condiciones objetivas de las grandes mayorías-
también se construyeron grupos privilegiados, burocracias con dachas
y prebendas, a veces insultantes para el pueblo, llegándose a excesos
increíbles como lo sucedido en algunos movimientos guerrilleros
latinoamericanos donde problemas entre “comandantes” se dirimían a
balazos: ¿quién es el más revolucionario?, mandándose a matar al “menos”
revolucionario.
Entonces,
si eso somos, si en las izquierdas también encontramos todo eso, más
allá de una declaración de principios altruista y generosa, la cuestión
se abre en relación a cómo es posible dar ese cambio social. Si no somos
tan solidarios y, pese a las declaraciones de principios, en lo
individual seguimos siendo protagonistas, egoístas, machistas,
alcohólicos o racistas, ¿cómo construir un mundo de solidaridades donde
se superen todos esos “vicios”?
No
hay “vicios” de la derecha que se puedan “corregir” en la izquierda.
Somos lo que somos (¿la caracterización de Voltaire?) en primer término;
secundariamente podemos desarrollar un ideario de cambio, abrazar ideas
transformadoras, revolucionarias, pero siempre sobre la base de cómo
fuimos moldeados. En nombre de las ideas de cambio se puede estar
dispuesto a los más grandes sacrificios, pero la plataforma de partida
es lo que somos: es decir, sujetos construidos en todos esos “vicios”.
El desafío es grande, pero vale la pena.
Entonces
queda la pregunta: ¿qué hay que construir primero: el “Hombre nuevo” o
la sociedad nueva? El solo hecho de preguntarlo así ya da la respuesta:
¿“Hombre” nuevo? ¿“Hombre” como sinónimo de Humanidad?
El machismo patriarcal se nos filtra indefectiblemente a todos,
comandantes y comunes de a pie. No es una cuestión de “buena” o “mala”
voluntad: estamos armados sobre esa matriz social, y se hace imposible
salirse totalmente de ella, por más “buena” voluntad que haya. Los actos
de voluntarismo no pueden dejar de ser eso: actos de voluntarismo. Por
tanto, habrá que construir otra matriz, otro código global que dé como
resultado nuevos sujetos. De aquí, con el tiempo, quizá surja otro ser
humano distinto, con otros “vicios” tal vez, no los ya conocidos.
Dinámica compleja, por cierto, que remite a la eterna aporía de qué es
primero, si el huevo o la gallina.
Esto
no debe llevarnos a la desesperanza, al pesimismo y la resignación.
Quizá no hay “progreso” en términos subjetivos, pero sí en términos
sociales, macros, que son los que construyen la subjetividad. Sin dudas,
la dialéctica del cambio regulará las cuotas de voluntarismo -que tiene
límites, por cierto, pero que es necesario en un momento- y la
edificación de un nuevo tejido social, moldeador de nuevos sujetos.
Valga esta cita de Freud -que no era un marxista precisamente, pero que
entendió muy cabalmente lo humano- para llenarnos de esperanza: “Hoy día los nazis queman mis libros; en la Edad Media me hubieran quemado a mí. ¡Hemos progresado!”
- Marcelo Colussi
https://www.alainet.org/es/articulo/208844
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