Ilán Semo
Hasta la década de  
 los años 60, la mayor parte de la historiografía estadunidense 
consignaba a la devastación emprendida por los colonos europeos y el 
ejército federal contra las naciones originarias que poblaban ese 
territorio desde siglos atrás, como parte inevitable de la marcha del 
progreso, el desarrollo de una nueva civilización –la occidental– y la 
conformación de la nación. Veinte años de detallada labor 
historiográfica, de protestas en contra del embalsamiento de figuras 
emblemáticas de los sioux y los apaches en los museos de historia 
natural y de luchas por la restitución de los territorios despojados 
trajeron consigo un nuevo mapa del pasado estadunidense.
Hoy la mayoría de los textos escolares hablan de un auténtico 
genocidio cometido en contra de más d 15 millones de pobladores, de 
maquinarias militares públicas y ejércitos privados blancos dedicados al
 despojo y el saqueo, signos inconfundibles de que los orígenes de 
Estados Unidos se encuentran no en un cúmulo de actos edificantes y 
cenas con pavo en agradecimiento de los nativos, sino en una vastísima 
herida incurable. El historiador que hoy se atreve a vindicar esa 
devastación como un 
acto inevitablepara la fundación de Estados Unidos es simplemente objeto de escarnio, risas o denostación como un
colonialista. Incluso un presidente se sintió obligado a pedir perdón.
El pasado es, sin duda, modificable. No sólo porque la escritura de 
la historia es un campo de batalla donde cada franja social busca 
identificar los signos del pasado que apuntalen la coherencia de su 
destino, sino porque, como lo advirtió Nietzsche hace mas de un siglo y 
medio, 
no hay hechos, sólo interpretaciones. Una sentencia dirigida a herir el corazón mismo del positivismo histórico.
Y, en efecto, ningún muerto reposa tranquilo en el cementerio de 
Clío. Hoy lo más complejo no es tanto predecir el futuro, sino el pasado
 que nos aguarda.
El tsunami histórico, político y sobre todo simbólico, iniciado por Black Lives Matter
 a partir del asesinato de George Floyd, en contra de estatuas, 
plaquetas y monumentos que celebraban a los líderes confederados en 
Estados Unidos –defensores del régimen de esclavitud– confirma lo que 
Sartre expresó en 1948 cuando el gaullismo trataba de apropiarse de la 
memoria de la resistencia contra los nazis en la que nunca participó: 
El pasado cambia a diario, sólo que no nos damos cuenta.
Digo tsunami, porque hasta la fecha la remoción o derribamiento de 
sitios históricos alcanza ya la cifra impactante de 95 monumentos que 
han sido echados por tierra o removidos por las autoridades que hasta 
hace dos meses los cuidaban celosamente.
En julio, el movimiento antimonumentos se extendió a la India, Nueva 
Zelandia, Gran Bretaña, Francia, Bélgica, Holanda y Sudáfrica. Hay pocos
 espectáculos que nos sacuden tanto como ver rodar la cabeza de la 
estatua de quien se creía infalible en la historia. (Franz Fanon dixit).
 Tal vez, el hecho es que en Estados Unidos no se han salvado los 
monumentos a los líderes más insignes de los militares confederados, 
Robert Lee y Sam Davis, ni los sitios más insignificantes escondidos en 
alguna esquina del condado de Lousiville.
El movimiento de reconfiguración del pasado no sólo ha tenido como 
objetivo al pasado esclavista del sur, sino también a varias de las 
figuras clave de la conquista española: Cristóbal Colón, Fray Junípero, 
Diego Vázquez y otros. Sobre todo, las estatuas erigidas a Cristóbal 
Colón. En total han sido derribadas o removidas 30 de ellas de sus 
históricos pedestales. ¿Por qué Colón? No es difícil adivinarlo. De 
alguna manera representa la fundación de un orden cuyo nombre se remonta
 míticamente a su hazaña: América. Lanzarse contra la simbología de 
Colón en Estados Unidos es muy distinto a lo que representa en cualquier
 otro lugar del mundo. Si el nombre es destino, es el destino del orden 
que encarna en su mito lo que está siendo derribado.
La más sencilla e inocente de las interpretaciones de este tsunami 
histórico reside en ver al movimiento en contra de esos emblemas 
fundacionales como un intento por borrar un pasado. Visto en detalle, el
 cometido es exactamente el contrario. Lo que busca quien derriba una 
estatua, es eternizar el momento del derrumbe de lo que representa, el 
momento de la caída del monumento, de su cabeza que rueda.
De la estatua de Napoleón en el centro de París en el siglo XIX, lo 
único que se recuerda son los industriales intentos que tuvo que 
realizar la Comuna para derribarla. Se hallaba sobre una columna 
altísima. Lo mismo se puede decir de la eficiente contrarrevolución que 
derribó los monumentos a Lenin en Europa del Este en 1989.
Cuando empiezan a caer las estatuas que simbolizan un orden, lo que 
en realidad está en juego es la viabilidad de ese orden mismo. Porque 
los símbolos de la historia son el tejido afeccional que los modernos 
encontraron para dar sentido a la forma de erigir sus comunidades. Y no 
es sólo el pasado el que se pone en duda, sino sobre todo la densidad 
del presente.
 

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