El día que lo mataron y
 desaparecieron, John Milton cumplía 23 años. Era sábado y su madre le 
preparó un sancocho de gallina, compró una torta en la panadería de don 
Venancio e invitó a unos cuantos allegados. No quería que la fecha 
pasara desapercibida. Se quedó esperándolo. Nunca regresó.
 John 
Milton trabajaba en una finca en la parte alta de La Sonora, en 
Trujillo. Se ocupaba únicamente de rendir en los cultivos. Nada más. Por
 eso no le preocupaba si el que se le atravesaba en el camino era 
guerrillero o del ejército. Los saludaba por igual. Para él era lo más 
normal como ocurría con muchas familias de la zona. Pero, esa mínima 
demostración de cortesía era interpretada en esa y cualquier otra área 
geográfica, como una abierta demostración de colaboración con el 
enemigo. Las locuras y la paranoia de quienes estaban inmersos en la 
guerra. 
 Doña Liduvina lo buscó por cielo y tierra y nunca tuvo 
noticias del joven. Concluyó que se encuentra enterrado en una de las 
fosas comunes que alojan a las 200 mil víctimas del conflicto 
colombiano, como lo anunció
 la directora del Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias 
Forenses, Claudia García. Lo hizo en el marco de las investigaciones en 
el cementerio de Dabeiba, Antioquia, donde se adelantan labores forenses
 por casos de exhumaciones que fueron entregados por parte de la 
Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) 
 Al escuchar la noticia,
 unos se sorprendieron; no faltó quien comentó que la cifra estaba 
sobredimensionada y, alguien más, en un dejo de solidaridad comentó: “Muy tenaz, pobres familias”. 
 Pero minutos después estaban entretenidos con Madonna y el chisme de 
que está saliendo con un joven de 25 años; el video donde Maluma baila 
sensualmente muy pegadito a otra persona o sobre los componentes de la 
nueva mascarilla facial que retrasa el envejecimiento. Hasta allí llegó 
todo. ¿Y de las víctimas? A un segundo plano, como si nos diera 
vergüenza admitir la gravedad del asunto. 
 Lo que ocurre en los 
velorios que se convierten en el espacio para reencontrarse, comentar 
sobre lo buenona que está la catana de allá, beber tinto y mirar con 
insistencia el reloj como diciendo: “¿A qué horas acaba esta vaina?” 
 No podemos perder las proporciones 
 Doscientas mil víctimas en fosas comunes, son tanto como la población 
de una ciudad como Tuluá. Algo que se nos dificulta dimensionar, pero 
que es real. Imagine hombres, mujeres y niños distribuidos en las más de
 3000 fosas comunes y cementerios que hay en el país, la mayoría de 
ellas aún sin identificar. 
 Los que no olvidan el drama, son sus
 familiares. Póngase en sus zapatos. Comprobará que los colombianos no 
podemos perder la capacidad de asombro ante lo que pasó y, aún, lo que 
está ocurriendo. 
 Anualmente se logra identificar entre un 1 y 
un 2% de esos cuerpos, a los que Medicina Legal les hace necropsia 
medica legal. Un buen número quedan sin identificar. 
 Lo de Colombia es apenas comparable con el exterminio sistemático
 de los pueblos indígenas latinoamericanos y menor a los asesinatos de 
líderes sociales en Nicaragua, el Salvador, Chile y Argentina. Grave por
 donde se le mire. 
 A responder ante la justicia 
 Ningún colombiano que se precie de amar su patria, debe perder la 
capacidad de asombro frente a lo que ocurrido y lo que está pasando, que
 empaña el corazón de las familias, generalmente muy humildes. 
 
Los responsables deben comparecer ante la Jurisdicción Especial para la 
Paz (JEP) y recibir el castigo proporcional a lo que hicieron. Eso no 
paliará el dolor, pero, al menos, dejará la sensación de que no hemos 
perdido nuestra capacidad de asombro. Porque lo que ocurrió, no debe 
repetirse jamás. 
 Blog del autor www.cronicasparalapaz.wordpress.com
 
 
 
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