Los debates registrados
 desde hace unas décadas en torno al concepto de identidad, han dado al 
traste con la noción de sujeto integral, originario y unificado. La 
crítica ha venido desde la filosofía, con su rechazo al sujeto racional 
cartesiano, hasta la crítica cultural apoyada en el psicoanálisis y sus 
estudios del inconsciente y la formación de la subjetividad. 
Paradójicamente este rechazo crítico de la idea clásica de identidad ha 
ido acompañado de una revalorización de su valor teórico.
En el 
ámbito de la política, el problema de la identidad cobra importancia 
porque permite comprender como se conforma el espacio social, 
permitiendo a cada individuo encontrar su lugar en él. Las identidades 
tienen menos que ver con los problemas de origen que con los recursos de
 la historia, la cultura y la lengua. Más que a la pregunta ¿Quiénes 
somos?, responden a cuestiones relacionadas con ¿Qué podemos ser?, ¿en 
qué debemos convertirnos? y ¿cómo nos representamos ante nosotros mismos
 y ante los demás? De ahí su fuerza movilizadora, su carácter agencial 
y, sobre todo, ideológico. 
Las identidades surgen dentro de 
narrativas específicas, como resultado de prácticas discursivas y 
estrategias enunciativas específicas. Emergen en el juego de modalidades
 de poder, y por esta razón lejos de ser el signo de algo previamente 
existente, son el resultado de la dominación y exclusión. Precisan de lo
 que autores como Derrida, Laclau y Mouffe llaman un “otro 
constitutivo”. Es ese “otro” concebido como una falta -un extraño 
espectral del cual nos diferenciamos y, de hecho, deseamos 
diferenciarnos- el que permite la constitución de una comunidad con la 
que podemos identificarnos. Este cierre es lo que Stuar Hall denomina 
“sutura”. No se trata de una recepción pasiva de los valores y prácticas
 culturales de una comunidad por parte del sujeto, sino más bien de una 
adopción temporal siempre sujeta a negociación; el sujeto se construye 
al mismo tiempo que su identidad al insertarse en el campo social con el
 cual se identifica. Un campo social que es simbólico e ideológico. 
Aquel no es convocado sino investido en su posición, lo cual significa 
que la sutura es un proceso de articulación más que de cierre 
unilateral. 
En el seno del marxismo, fue Althusser el primero 
que se preocupó por estudiar los mecanismos de subjetivación que hacen 
posible el despliegue del poder: la reproducción de las relaciones 
sociales de producción. En su trabajo Ideología y aparatos ideológicos del Estado,
 introduce el concepto de interpelación. En su consideración, los 
individuos son interpelados por una serie de aparatos ideológicos en los
 cuales se reconocen, haciendo posible la reproducción del sistema 
capitalista. El análisis de Althusser sin embargo no explica ¿cómo es 
posible el reconocimiento para un sujeto que aún no ha sido conformado? 
El desarrollo del psicoanálisis y su aprovechamiento por parte de la 
teoría social ha ofrecido sugerentes respuestas a esta problemática. La 
ideología es eficaz porque conecta con los niveles más elementales de la
 psique y las pulsiones. Esto vuelve necesario explicar el modo en el 
que el sujeto se intersecta en el campo social que es, en definitiva, 
donde funciona la ideología. El término adecuado para ello es el de 
identidad. 
Como vemos, la identidad es crucial para todo 
proyecto transformador. La política requiere de la movilización y esta 
solo es posible ahí donde las personas se identifican, en lo más 
profundo de su ser con una causa. 
Lo primero que hay que decir 
es que no siempre esta identificación es un hecho consciente, y el 
potencial de su incidencia está en proporción inversa con el grado de 
consciencia que tenemos de ella. Es por eso que los espacios políticos 
por excelencia son aquellos comúnmente tenidos por “despolitizados”. 
Aquellos lugares donde se comentan con la mayor inocencia y la menor 
sospecha, las situaciones que afectan el día a día -un parque, un 
estadio de fútbol, la escena de una película, una iglesia o una cena en 
el comedor, constituyen los espacios donde de manera acuciante se hace 
sentir el rasgo agencial de la ideología. Se trata de espacios en los 
que actúa “la normalidad”, es decir, la identidad propia de una 
comunidad asumida con naturalidad.
Ahí donde un discurso se 
asocia a la normalidad, triunfa una identidad específica, permitiendo 
que se rechace todo aquello que aparece en el horizonte como una 
amenaza. Es lo que vemos cada vez que se abre el debate sobre cuestiones
 como el aborto, la educación sexual o el salario mínimo. La fuerte 
aversión que causan estos temas solo se puede entender a partir de la 
identidad católica, neoliberal y occidentalizada que históricamente se 
ha construido en nuestro país. No es posible entender de otra manera que
 una buena parte de los trabajadores sean partidarios de bajarles 
impuestos a los ricos, mantener bajos salarios y se identifiquen con el 
estilo de vida consumista promovido por las series de televisión 
norteamericanas. La identidad no solo tiene que ver con ideas, también 
con el placer, los afectos y los deseos. La carga valorativa positiva 
que tienen las relaciones políticas hacia los Estados Unidos solo se 
entiende de esta manera ¿De qué otra manera se entiende el que una 
embajadora que interviene directa y constantemente en los asuntos 
internos del país cause simpatías, al tiempo que se ven con recelos las 
relaciones con otros países, aun si están marcadas por el respeto a la 
soberanía y la cooperación? Nuestra subjetividad determina un aspecto 
esencial para la política ¿Quiénes son nuestros amigos y quienes 
nuestros enemigos? 
Nuestra identidad occidentalizada, neoliberal
 y consumista determina a quienes consideramos nuestros amigos en el 
mundo, nuestro lugar en él y nuestra proyección hacia el futuro. Un 
proyecto radical de transformación debe comenzar por tener claro este 
punto. Es necesario comprender que no se puede transformar una sociedad 
sin antes modificar el sentido común de las personas, el cual ya de por 
sí es un escenario de lucha y disputa permanente. Esto se logra, por un 
lado, controlando una serie de dispositivos de producción cultural de 
enorme importancia en una época marcada por las comunicaciones y el uso 
de las tecnologías informáticas, y por el otro, mediante la creación de 
un nuevo lenguaje que haga inteligible un proyecto alternativo a la 
explotación capitalista. Para ello se precisa de una nueva 
intelectualidad. 
Una de las principales carencias en la 
izquierda salvadoreña es la ausencia de intelectuales públicos con la 
capacidad y el vigor de crear y posicionar un relato alternativo al que 
ofrece el poder. Es necesario dejar de pensar que la gente vota a 
partidos conservadores o reaccionarios por propia ignorancia. En mi 
opinión es la ausencia de un relato crítico alternativo que haga frente 
al lenguaje del poder, lo que permite que los discursos simplistas y 
demagógicos se posicionen con tanta facilidad. Es el momento de poner 
nuestros esfuerzos en función de ello, poniendo en marcha lo que Gramsci
 denominó “guerra de posiciones”.
Marlon Javier López ejerce
 como docente de filosofía en la Universidad de El Salvador (UES) y es 
licenciado en filosofía por la misma.
 
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