Brasil de Fato
Hoy
 hace tres años que la Cámara de Diputados, comandada por un diputado 
condenado por corrupción, aprobó la apertura de un proceso de 
impeachment contra mí, sin que hubiera un crimen de responsabilidad que 
justificara tal decisión. Aquella votación en sesión plenaria fue uno de
 los momentos más infames de la historia brasileña. Avergonzó a Brasil 
ante sí mismo y ante el mundo.
El sistemático sabotaje de mi gobierno fue determinante 
para la ruptura de la normalidad institucional. Empezó con pedidos de 
recuento de votos, días después de las elecciones de 2014, y con un 
pedido de impeachment en marzo del mismo año, a solo tres meses de 
gobierno.
La construcción del golpe pasó por el Congreso, los medios,
 segmentos del Poder Judicial y el mercado financiero. Compartían los 
intereses de los vencidos en las urnas y actuaban en sincronía para 
inviabilizar al gobierno.
El principal objetivo del golpe fue la adecuación de Brasil
 a la agenda neoliberal que, en cuatro elecciones presidenciales había 
sido derrotada en las urnas. Por lo tanto, una de las primeras acciones 
de los interesados en el golpe fue la formación de una oposición salvaje
 en el Congreso. Su objetivo era impedir al gobierno recién electo 
gobernar, creando una grave crisis fiscal. Para ello, echaron mano de 
asuntos bomba que aumentaban gastos y reducían ingresos. También 
impidieron sistemáticamente la aprobación de proyectos cruciales para la
 estabilidad económica del país. Y durante los primeros seis de 
gobierno, presentaron 15 pedidos de impeachment.
El año 2015 adquirió el cuerpo esa oposición que actuaba 
bajo [la lógica]  “cuanto peor, mejor” que, insensible ante las graves 
consecuencias de su acción para con el pueblo y el país, impedía 
realizar nuevas inversiones privadas y públicas, al imponer la 
inestabilidad como norma. Una crisis política de esta dimensión paralizó
 y lanzó al país a una recesión.
Fue ese verdadero sabotaje interno que hizo prácticamente 
imposible, en aquel momento, atenuar en Brasil los efectos de la crisis 
mundial caracterizada por la caída en el precio de las commodities, 
reducción del crecimiento en China, alza del dólar debido al fin de la 
expansión monetaria practicada por EE.UU. y en el interior del país, por
 los efectos de la sequía en el precio de la electricidad.
El golpe fue el episodio inaugural de un proceso devastador
 que ya dura tres años. Contó, para su desenlace y actos subsecuentes, 
con la estratégica contribución del sistema punitivista de justicia, la 
Lava Jato, que bajo el argumento de atacar a la corrupción, lastimó la 
Constitución de 1988, golpeando al Estado Democrático de Derecho e 
imponiendo la justicia del enemigo como regla.
La relación medios-Lava Jato posibilitó que la prensa se 
convirtiera en la 4ª instancia del Poder Judicial, tratando de condenar 
sin derecho de defensa. La lógica política de esa relación está enfocada
 en la destrucción y criminalización del PT - en especial, de Lula - y, 
para ello, se utilizaron filtraciones en vísperas de las elecciones, 
delaciones sin pruebas, irrespeto al debido proceso legal y al derecho 
de defensa.
El efecto colateral de esta trama fue la destrucción de los
 partidos de centro y de centro derecha, que se sometieron a la 
tentación golpista. Fue lo que permitió la limpieza del terreno 
partidario tan necesaria para hacer crecer con fuerza a la ultraderecha 
bolsonarista como una planta solitaria en las elecciones de 2018. Sin 
embargo, el arma final y decisiva fue la condena, la prisión y la 
interdicción de la postulación de Lula a la presidencia a fin de 
garantizar la elección de Bolsonaro. La  ida del juez Sergio Moro al 
Ministerio de Justicia es la constrictiva prueba de ese dispositivo.
Por ello, lo que ocurrió hace tres años explica y es la 
causa de lo que está pasando hoy. Hay razones más que suficientes para 
que la historia inscriba al 17 de abril de 2016 como el día de la 
infamia. Fue cuando se desencadenó el desastre; se desencadenó al 
bloquear los proyectos de los gobiernos del Partido de los 
Trabajadores que habían mejorado la vida de decenas de miles de personas
 pobres, que pasaron a ser ciudadanas, con derechos y acceso a servicios
 públicos, al empleo formal, ingresos, educación para sus hijos, salud, 
vivienda y medicinas. Se interrumpieron programas estratégicos para la 
defensa de la soberanía y para el desarrollo nacional, proyectos que 
colocaron a Brasil entre las seis naciones más ricas del mundo y sacaron
 al país del vergonzoso mapa del hambre de la ONU.
El golpe resultó en una calamidad económica y social sin 
precedentes para Brasil y, enseguida, en la elección de Bolsonaro. 
Derechos históricos del pueblo que se están aniquilando. Avances 
civilizatorios conquistados en el periodo democrático que sucedió a la 
dictadura militar están siendo arruinados. Conquistas fundamentales 
garantizadas en los gobiernos del PT fueron revocadas. Este proceso se 
radicalizó en un gobierno agresivamente neoliberal en la economía y 
perversamente neofascista.
El gobierno de Bolsonaro sigue apoyándose en la gran 
mentira mediática que fundamentó el golpe: la de que Brasil estaba roto 
cuando los golpistas de Temer asumieron el gobierno. Esta falsificación 
de los hechos que siguen alardeando los medios, utilizada retorcidamente
 para justificar una recuperación que nunca llegó y empleos que nunca 
volvieron. Ni vendrán mientras dure la agenda neoliberal. La verdad es 
que Brasil ni siquiera estuvo a punto de quebrar durante mi gobierno.
Un país solo está quebrado cuando no puede pagar sus deudas
 internacionales. Ello, por ejemplo, ocurrió en el gobierno de FHC 
[Fernando Henrique Cardoso], cuando Brasil tuvo que recurrir al FMI para
 enfrentar su endeudamiento externo y su falta de reservas. En 2005, el 
presidente Lula liquidó totalmente nuestra deuda con el FMI y, después 
de eso, nuestras reservas aumentaron y alcanzaron 380.000 millones de 
dólares, convirtiéndonos en prestamistas internacionales.
Una situación muy diferente de lo que pasa hoy, 
lamentablemente, en la Argentina de Macri, sometida una vez más a las 
absurdas exigencias del FMI.
Los medios, a su vez, no dejaron de construir la leyenda de
 que el gobierno federal estaba quebrado y los gastos públicos 
desenfrenados. Solo tendría sentido decir que el gobierno federal estaba
 quebrado si no pudiera pagar sus propias cuentas con tributos o al 
contraer deudas. Eso no pasó en mi gobierno.
Brasil continuó recaudando tributos y contrayendo deuda, manteniendo su capacidad de pagar sus propias cuentas.
Cabe recordar que la deuda pública siguió en caída todos 
los años, desde 2003, y alcanzó el menor nivel histórico, al comienzo de
 2014, antes del “cuanto peor mejor”, de los tucanes [como se conoce a 
los integrantes del Partido de la Socialdemocracia Brasileña - PSDB] y 
los demás golpistas. Pero en 2015, la deuda pública subió. Aun con la 
subida, la deuda siguió abajo de los niveles registrados en las mayores 
economías desarrollados y en desarrollo. El problema nunca ha sido el 
tamaño de la deuda. Pero sí, su coste, que permanece entre los más altos
 del mundo debido a las tasas de interés y de los diferenciales 
[spreads] abusivos practicados en Brasil. Lo que explica, además, sus 
ganancias estratosféricas, aún cuando el país vive una crisis.
Los medios insisten, hasta hoy, en decir que mi gobierno 
perdió el control sobre los gastos, lo que tampoco es verdad. El hecho 
es que la recaudación cayó más rápido que los gastos. Los gastos 
crecieron, pero no en función del aumento del pago de los funcionarios, 
que permaneció constante. Es importante resaltar que lo que creció fue 
el valor de las transferencias sociales – como Bolsa Familia y 
jubilación – lo que creció fue la oferta de servicios a los 
ciudadanos, en especial salud y educación. Todos esos gastos son 
fundamentales para corregir injusticias históricas, reducir 
desigualdades sociales y desarrollar al país.
La verdad es que los gastos del gobierno nunca estuvieron 
descontrolados. Al contrario, hasta cayeron en términos reales. Lo que 
hubo fue una rápida reducción de los ingresos, debido a la parálisis que
 un proceso de impeachment provoca en los inversionistas, que pasaron a 
no tener seguridad para crear nuevos negocios, abrir nuevas plantas y 
ampliar inversiones, deprimiendo así la economía y la recaudación.
El gobierno Bolsonaro está ampliando un legado de 
retrocesos del gobierno Temer, manteniendo y hasta profundizando la 
absurda enmienda del techo de gastos, que reduce las inversiones en 
educación y en salud; la reforma laboral, que abrió las puertas para la 
explotación más brutal y para la indulgencia con el trabajo análogo a la
 esclavitud; la venta de bloques del Pre-sal; la reducción del Bolsa 
Familia; la extinción para los más pobres del [programa] Mi Casa Mi Vida
 y del Aqui Hay Farmacia Popular y la reducción del [programa] Más 
Médicos; la destrucción de los principales programas educativos y la 
dilapidación de la Amazonía y del medio ambiente.
Culmina, ahora, con el intento de privatización 
(capitalización individual) de las Pensiones, con la enmienda 06, 
artículo 201—A, y la retirada de las reglas de las pensiones de la 
Constitución, con el artículo 201, lo que permitiría cambios legales, 
que no exigen tres quintos del Congreso para su aprobación.  Los cambios
 que el gobierno quiere hacer refuerzan los privilegios de unos pocos y 
sacrifican a los jubilados de bajos ingresos, a las mujeres, a los 
trabajadores rurales y urbanos, así como a aquellos que reciben el 
Beneficio de Prestación Continua (BPC).
Del “cuanto peor, mejor” a la prisión de Lula, del día 17 
de abril de 2016 – día de la aceptación del impeachment por la Cámara, 
al día 7 de abril de 2018 – día de la prisión de Lula, se pavimentó el 
camino hacia el Estado de excepción y las mentiras y falsedades de los 
medios tuvieron un papel fundamental.
Incluso los que se oponen a Lula, pero aprecian la 
democracia, se avergüenzan con el escándalo de su prisión y condena 
ilegal, y ya percibieron que es un prisionero político. Un inocente 
condenado sin crimen, y por eso sin pruebas.
Lula sintetiza la lucha por la democracia en nuestro país. 
Luchar por su libertad plena significa enfrentar al aparato neofascista –
 militar, judicial y mediático – que está destruyendo la democracia. 
Lula es la voz de la resistencia y carga el estandarte de la lucha 
democrática. Incluso preso, es el mayor enemigo del neofascismo que nos 
amenaza.
Lula le mostró al pueblo brasileño, en cada gesto suyo que 
se tornó público, que es posible resistir incluso en las peores 
condiciones, su fuerza moral nos fortalece, su garra nos anima, su 
integridad nos hace luchar por su libertad, que representa también las 
libertades democráticas de todos los brasileños.
Lula está del lado correcto de la historia.  #LulaLibre.
Traducción: Luiza Mançano, para Brasil de Fato.
 

No hay comentarios:
Publicar un comentario