Carolina Vazquez Araya
La tormenta política desatada en Guatemala marca un capítulo oscuro en el país centroamericano.
En una
abierta maniobra represiva y dentro del marco de la conmemoración de la
independencia patria, el presidente de Guatemala sacó al ejército a las
calles, concentró a las fuerzas policiales desde todos los puntos del
país y los apostó alrededor del palacio de gobierno. Acto seguido, dio
la orden de revisar a toda persona, niñez incluida. Una de las
tradiciones en el país centroamericano son los actos conmemorativos de
la firma del Acta de Independencia, llevados a cabo en la plaza central y
seguidos de un Te Deum en la Catedral metropolitana al cual acuden
autoridades, cuerpo diplomático y público en general. Este año, el cerco
se cerró con vallas metálicas y agentes de las fuerzas del orden
premunidos hasta los dientes con armas de grueso calibre.
Las imágenes de los miembros de la
SAAS escudriñando en las mochilas de niñas y niños ilusionados por ver
el desfile y participar en los actos, dieron la vuelta al mundo marcando
un episodio más de las vergonzantes decisiones de Morales. El escenario
estaba dado para provocar en la ciudadanía una reacción inmediata de
repulsa contra este abuso de autoridad con características de golpe de
Estado. Y aun cuando no tuvo las repercusiones esperadas, eso fue lo que
sucedió.
En otras ciudades surgieron las
protestas y en la capital los estudiantes de la universidad estatal se
hicieron sentir. Durante el discurso del mandatario –plagado de lugares
comunes y con un abierto acento dictatorial- la multitud en la plaza
manifestó su descontento gritando consignas y llamándolo a renunciar.
Sin embargo, la división de la sociedad guatemalteca está dada. Como una
perversa estrategia de dominación diseñada por los sectores poderosos
para mantener el control político y económico, el divorcio ideológico
implantado desde los tiempos de la Colonia persiste como una nube gris
sobre el futuro de la nación.
El presidente Morales cree que esa
división entre guatemaltecos lo salvará; está convencido –porque su
rosca de militares y adeptos así le aconsejan- de tener el control del
país y poder terminar su mandato con los privilegios y honores que él
mismo se ha recetado. Su desprecio por la ciudadanía es indescriptible y
dado su escaso alcance intelectual, probablemente esto es también
resultado de un vértigo de altura, posición a la cual nunca antes tuvo
el menor acceso. Entonces, ante un cuadro tan desolador, cabe
preguntarse ¿Cómo es posible la defensa de algunos guatemaltecos ante
los evidentes abusos de su mandatario? ¿Es acaso una pérdida de fe en el
sistema democrático o quizá la protección de privilegios propios
conseguidos gracias al tráfico de influencias?
Sin duda hay mucho de eso, pero
también es importante tener presente los lazos entre sectores de poder
con ciudadanos ansiosos de pertenecer a las élites solo por el hecho de
manifestarles su respaldo. El típico arribismo transformado en una venda
sobre los ojos para no ver lo obvio porque la verdad suele resultar
molesta y estorba en la conciencia. Sumado a ello, la manipulación
mediática de los medios de comunicación más poderosos –la red de
televisión y radio propiedad del mexicano Ángel González- cuyas
frecuencias dependen de las graciosas concesiones del gobierno de turno,
crean en amplios sectores de la población, sobre todo aquellos más
alejados de los centros urbanos y también los más pobres, la ilusión de
que todo está bien.
Guatemala y su democracia están en
serio peligro. El destino de sus habitantes está amenazado por las malas
compañías de un presidente incapaz de comprender el alcance de sus
acciones y convencido de detentar el poder absoluto.
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