Faltando poco más de
 tres semanas para una nueva conmemoración del 11 de septiembre de 1973,
 el ambiente político se encuentra tensionado por una serie de 
controversias relacionadas con nuestra Historia Reciente. A las 
desafortunadas declaraciones del efímero Ministro de las Culturas, las 
Artes y el Patrimonio, Mauricio Rojas, relativas a los sesgos del Museo 
de la Memoria, se vino a sumar luego el cuestionamiento de la Democracia
 Cristiana al Subsecretario de Redes Asistenciales del MINSAL, Luis 
Castillo, por el ocultamiento de información referida a la autopsia 
practicada al ex Jefe de Estado, Eduardo Frei Montalva. A poco andar, y 
muy en su estilo precipitado, el actual gobernante, Sebastián Piñera, ha
 considerado oportuno informar la futura creación del “museo de la 
democracia”, cuyas orientaciones y sentido de historicidad todos 
desconocemos. Y en este enrarecido escenario a todos nos sorprende y nos
 conmueve la muerte de uno de los más destacados e incondicionales 
defensores de la causa de los derechos humanos, Andrés Aylwin Azocar.
 Si bien estas controversias son recurrentes, nunca terminan de instalar
 una discusión en profundidad respecto de la violencia política y de las
 violaciones a los derechos humanos. Ello, en parte (y aquí habría que 
reconocerle mérito al efímero ministro), porque tanto las políticas de 
la memoria, como sus instalaciones museográficas y sus registros 
pedagógicos, son sesgados. Pero no en el sentido que le otorgaba el 
converso personaje y su cada vez más reducida corte de corifeos, sino 
que respecto del cortoplacismo con la cual se han enfrentado 
permanentemente estas temáticas. 
 Efectivamente, en el discurso 
oficial (tanto de la actual, como de las pasadas administraciones), se 
instaló la espuria sentencia que sólo se violaron los derechos humanos 
en dictadura y que la represión política sólo es verificable en el 
oscuro ciclo dictatorial (1973-1990). De tal manera que para unos 
resulta imprescindible execrar ese pasado y para otros es mejor dejarlo 
en el olvido. Siendo así, no es extraño que el actual mandatario, como 
una suerte de aprendiz de prestidigitador, saque de la manga su idea de 
fundar un “Museo de la Democracia”. Se puede presumir que en las 
instalaciones de este museo se expondrán las trayectorias de los padres 
de la Patria, la fundación del Estado Portaliano, los avances liberales 
del Siglo XIX y la legislación social del siglo XX; incluso es posible 
que se mencione que el Presidente Salvador Allende fue electo como Jefe 
de Estado en elecciones democráticas. Luego se pasará de largo por el 
interregno dictatorial para, por último, llenar de gloria a los 
artífices de la restauración democrática: Aylwin, Frei, Lagos, Bachelet y
 Piñera; y de esa manera todos felices con un registro de lo de siempre 
pero, esta vez, con un formato interactivo. 
 El punto es, una 
vez más, el sesgo. El estado de la investigación histórica ha demostrado
 ampliamente que la violencia ha sido un componente fundamental en los 
procesos de estructuración, institucionalización y defensa del poder por
 parte de las clases dominantes: Oligárquica, burguesa, o militar. Unos 
más, otros menos, han recurrido a la represión como estrategia de 
control social y político. Así fue durante la organización del Estado 
oligárquico y en el combate a las montoneras en la primera mitad del 
siglo XIX, con ocasión de la pacificación del Wallmapu en la segunda 
mitad de la misma centuria, en las masacres obreras de comienzos del 
siglo XX, durante la persecución a los anarquistas y comunistas con 
Carlos Ibáñez del Campo y nuevamente a los comunista con Gabriel 
González Videla e incluso durante los gobiernos de Jorge Alessandri 
(matanza de la población José María Caro, 1962) y de Eduardo Frei 
Montalva (El Salvador, 1966 y Pampa Irigoin, 1969). Y no fue muy 
diferente en los primeros años de la transición a la democracia 
(1990-1996). De acuerdo con los registros levantados en nuestras 
investigaciones, aproximadamente 34 militantes de las organizaciones 
armadas de la época fueron abatidos por agentes del Estado, la mayoría 
de ellos en falsos enfrentamientos, mientras que aproximadamente 400 
fueron detenidos y condenados a largas penas de prisión, en condiciones 
de extrema rigurosidad penitenciaria. Todo ello en los mismos momentos 
en que aún campeaba la impunidad para los violadores de los derechos 
humanos. 
 Hoy día, con movimientos sociales subordinados a la 
lógica de las manifestaciones políticamente correctas (léase festivas y 
carnavalescas), la rigurosidad de la represión se ha reducido. No 
obstante en aquellos focos en los cuales se cuestiona la 
institucionalidad y el régimen extractivo (wallmapu), la represión no 
cede; por el contrario, asume el carácter de cerco militar. Es por ello 
que ha sido en esta región donde la represión se ha cobrado la vida 
varios comuneros y donde decenas más se encuentran en prisión. 
 
Este es, en consecuencia, el momento indicado para que la comunidad 
historiográfica se posesione en el debate público y, a partir de sus 
contribuciones al conocimiento de nuestra historia, exija que las 
políticas de la memoria, sus instituciones y artefactos, den cuenta de 
ese largo proceso de ejecución de políticas represivas que tanto dolor 
han provocado en el seno de la sociedad chilena y, en especial, al 
interior de sus clases populares.  
El autor es historiador y docente de la Universidad de Santiago de Chile. 
 
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