Néstor Martínez Cristo
Hoy jueves 19 de julio se cumplen 39 años del triunfo de la revolución sandinista y Nicaragua está sumida en una de las peores crisis de su historia reciente.
Atrapado entre la represión desatada por las fuerzas del orden a su cargo y las acciones violentas de grupos paramilitares en contra de las manifestaciones sociales que demandan su renuncia como presidente de Nicaragua, Daniel Ortega se deslegitima cada día.
De abril a la fecha, cuando intentó imponer modificaciones a la seguridad social de los nicaragüenses, las diferencias del régimen de Ortega con grupos de la sociedad civil se profundizaron a tal grado que los intentos para el diálogo y la pacificación no prosperaron, y en cambio los enfrentamientos callejeros se multiplican y arrojan ya un saldo estimado en alrededor de 300 muertos, y decenas de heridos y detenidos.
El gobierno no halla la forma de evitar que las protestas continúen reproduciéndose y, en su perplejidad, sólo atina a acusar a los manifestantes de actuar con intenciones golpistas. Las protestas civiles comenzaron siendo pacíficas, pero en días recientes algunos opositores se han armado con morteros de fabricación casera y cocteles molotov.
Lo cierto es que desde que asumió por primera vez la presidencia de Nicaragua, en 1979, Daniel Ortega demostró ser un revolucionario, pero no un demócrata. Cuando en 1990 perdió el poder de manera sorpresiva por la vía electoral, el ex dirigente sandinista comenzó a preparar pacientemente su regreso mediante el debilitamiento de las instituciones nacionales.
Y desde su retorno a la presidencia, en 2007, Daniel Ortega ha conseguido tener un control casi absoluto sobre el Estado. El Congreso, los tribunales, el ejército, la policía y varios medios de comunicación se han alineado a sus deseos e incluso a sus afanes de perpetuarse en el poder.
La mano dura y un nepotismo exacerbado, que entre otras cosas ha llevado a la primera dama a ser también la vicepresidenta de la nación, son rasgos que han marcado al actual régimen nicaragüense, en un contexto complejo de una muy endeble democracia, que se tambalea sobre una de las economías más empobrecidas del hemisferio.
La condena por la represión del gobierno de Ortega contra civiles y la exigencia sobre el inmediato desarme de los grupos paramilitares ha crecido durante los recientes días, en particular a partir del fin de semana pasado, cuando dos hechos violentos atrajeron la atención de la comunidad internacional y sacudieron a un –hasta entonces– envalentonado mandatario: la intentona de recuperar a balazos el campus de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN) –considerado el último bastión de la resistencia estudiantil–, y el asalto de policías y paramilitares a la ciudad rebelde de Masaya y de otros poblados vecinos, para levantar bloqueos a carreteras y que deparó en una docena de muertos.
Ambos episodios son muestra del encono y de la desesperación del gobierno ante las crecientes protestas. No puede esperarse que las manifestaciones bajen de tono y menos que cesen por sí mismas. Se requiere de una mayor sensibilidad de parte del presidente Ortega y de un cambio en la estrategia que haga posible lo hasta hoy inviable: dirimir las diferencias mediante el diálogo y la concertación.
A los ojos de la comunidad internacional, Daniel Ortega es el responsable directo de la represión violenta y de las muertes, por lo que éste no puede pretender echar sobre otros las culpas de lo ocurrido y de lo que pueda venir.
La demanda de algunos sectores nicaragüenses para que se convoque a elecciones anticipadas debe ser sopesada por el presidente, pues pudiera representar una salida viable a un conflicto que escala y el inicio del restablecimiento del estado de derecho, situación indispensable para restañar el tejido social y alcanzar la concordia en Nicaragua.
Corresponde pues a Ortega recuperar un poco de la humildad y de los valores de antaño para dar muestras de prudencia y sensatez. De dejar a un lado posiciones autoritarias que lo hacen ver como una caricatura de sí mismo y, peor, que lo semejan cada vez más a Anastasio Somoza.
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