Una
de las características más distintivas de la historia brasileña
contemporánea es su carácter recurrente, sugiriendo una secuencia de
farsas y tragedias, un perverso proceso circular que retarda el
desarrollo en sus diversos planos, sea económico, político o social. No
habrá sido por casualidad –ni mucho menos por capricho de los dioses–
que hemos sido la única monarquía del continente, la última nación que
se libró de la esclavitud y la última en instalar la República. Sin
embargo, una República sin pueblo, sin voto, protectorado de la
preeminencia de los militares y de la oligarquía rural que, con los ojos
dirigidos a las bolsas de valores de Londres, comandaría el país,
frustrando su desarrollo, hasta la revolución de 1930. A este
movimiento cívico-militar le tocó fracturar la alianza entre paulistas y
mineiros, productores de café y ganado, defensores de la
economía agroexportadora, alejada de los intereses del país y,
principalmente, de su pueblo.
La República tutelada
El
trasfondo de los problemas sociales y estructurales que acompañan a la
historia brasileña desde la Colonia es el carácter foráneo de su clase
dominante, cuyos intereses y ganancias jamás estuvieron vinculados al
desarrollo nacional.
En las primeras décadas del siglo
pasado, la población era predominantemente rural, y la economía dependía
del rentismo y de los precios internacionales del café, con 'élites'
económicas adversas a la industrialización y resistentes a cualquier
desarrollo que pudiera amenazar las estructuras económico-políticas que
garantizaban su poder. Es sobre ese escenario que comienza a
configurarse lo que se podría llamar la clase media urbana: funcionarios
públicos, pequeños y medianos comerciantes, intelectualidad emergente,
etc. y los jóvenes militares.
En 1922, año de la Semana de
Arte Moderna, los sentimientos moralistas de la clase media se
encuentran con la inquietud de la joven oficialidad, simbolizada en el
Levantamiento del Fuerte de Copacabana, la primera de una serie de
irrupciones militares que se producen hasta el golpe del 1 de abril de
1964, vestíbulo de la dictadura militar que sólo llegaría a término en
1984. Con el Levantamiento, surge el ‘tenientismo’[1] del cual nace la Columna Prestes (1924)[2] e incluso la revolución de 1930 que se desdobla (1937) en el Estado Nuevo, la dictadura que sobrevivirá hasta 1945.
La
preeminencia de los militares, garantes de los gobiernos oligárquicos,
se establece institucionalmente a partir del golpe de Estado del 15 de
noviembre de 1889, conocido como Proclamación de la República: un
acontecimiento de ellos, y sólo de ellos, es decir, sin pueblo y sin
republicanos, que, al derribar la decadente Monarquía, instauró la
República de los grandes terratenientes.
La República
tutelada, apoyada en un proceso electoral restringido y corrupto,
buscaba legitimidad en un padrón que no abarcaba ni a las capas medias
de la población. En 1894, en la primera elección directa para
presidente de la República, el candidato victorioso, Prudente de Morais,
se eligió con cerca de 270 mil votos, lo que representaba menos del 2%
de la población brasileña.
Esa democracia sin pueblo y sin
voto sobreviviría hasta 1930, año de la revolución varguista que se
transformará en dictadura en 1937 y se extenderá hasta 1945, cuando
Getúlio Vargas, el dictador, es depuesto por un golpe militar.
Ruptura constitucional
Esta
pequeña introducción tiene el propósito de poner de manifiesto el
encuentro del combate despolitizado a la corrupción con los golpes de
Estado, de base militar o no, como el de 2016. Uno de los temas
centrales del levantamiento de 1922 era la denuncia de la corrupción
electoral y la demanda de un sistema electoral 'justo', es decir, sin
fraude. Se establece entre los militares, mayoritariamente, la creencia
de que los males del país residían en la corrupción (un crimen civil),
tema que luego fue absorbido por las corrientes políticas de derecha,
que dominaban el debate político, y pasarían a frecuentar los cuarteles
militares. Así, el combate a la corrupción se transforma en instrumento
político de apelación a la ruptura constitucional, invocada como
necesaria para combatir la corrupción, cuando su objetivo ha sido el de
impedir la continuidad de gobiernos, llamados 'populistas', por haber
dado lugar a la emergencia de las masas.
El horizonte que
unifica las fuerzas conservadoras (auto-denominadas 'liberales') es la
'moralización de las costumbres políticas' (cortina de humo para el
golpismo) que, a partir principalmente de los años 50 del siglo pasado,
pasa a contar con la acción de los grandes medios de información. Su
papel, desde siempre, pero que se acentúa principalmente luego de la
redemocratización de 1946 (primeras elecciones tras la caída de la
dictadura del Estado Nuevo), es la construcción del discurso ideológico
unificador del pensamiento conservador-reaccionario, fundado en el
combate a la corrupción, en la manipulación de los conceptos de ética,
libertad y democracia. Les corresponde: 1) crear las condiciones
subjetivas para el golpe (al que la derecha recurre cada vez que se ve
amenazada en sus intereses) y 2) legitimarlo mediante la construcción
autónoma de la narrativa. En el año 2016 (contra el lulismo), como en
1954 (contra Vargas, el hombre y lo que él representaba), como contra
Juscelino Kubitscheck en los años del desarrollismo (1956-1961), como en
la preparación de 1964, contra João Goulart y lo que representaba como
promesa de desarrollo nacional autónomo, distribución del ingreso y
emergencia de las masas, el eterno fantasma que provoca las pesadillas
de las clases dominantes.
A partir del gobierno
constitucional y democrático de Vargas (1951-1954) y hasta el
derrocamiento del lulismo (2003-2016), se registra el avance del
pensamiento de centro-izquierda, caracterizado por la emergencia de las
masas asociada a un proyecto de desarrollo nacional autónomo. Tesis
inaceptables para la derecha brasileña. Se repiten los golpes con la
misma justificación de la lucha contra la corrupción.
La
victoria de la campaña contra Vargas, en 1954, se centraba en la
denuncia de un 'mar de lodo’ que correría en los inexistentes 'poros'
del Palacio del Catete, sede del gobierno. Lo que en realidad se
combatía era el proyecto de desarrollo nacional autónomo y de protección
de las clases trabajadoras.
El gobierno de Juscelino fue
atacado, como corrupto, desde el primer día, y volvió a ser objeto de
investigaciones bajo la dictadura. Igual que en el caso de Vargas y
João Goulart, nada sería comprobado, pero el presidente tuvo que
enfrentarse a dos levantamientos militares y cerca de 10 pedidos de impeachment.
Su sucesor, el candidato de la derecha Jânio Quadros, el efímero,
tenía como símbolo de campaña una escoba y como lema "acabar con el
robo".
João Goulart (1961-1964) ya era combatido desde su
tiempo de Ministro de Trabajo (1953) y desde siempre acusado de
‘populista’ y corrupto. En su gobierno avanzaron los esfuerzos hacia la
emergencia de las masas y la efectividad de una política exterior
independiente, proyectos fatales en la contingencia brasileña. La larga
campaña para su deposición (1964) acusaba a su gobierno de subversivo y
corrupto.
La Historia no se repite, sino como farsa o
tragedia, pero al menos ella es recurrente. Maquiavelo decía que a los
hombres les gusta rehacer caminos ya recorridos.
La
denuncia de corrupción fue el arma de la derecha brasileña para
justificar la destitución de Rousseff en 2016, pero esta vez sus
objetivos son más profundos. Con la cantaleta de siempre, se trata de
destruir el símbolo de la emergencia de las masas, el ex presidente Luiz
Inácio da Silva, a quien se trata de destruirlo difamándolo como
corrupto, es la imagen que de él intenta dibujar la conspiración del
sistema empresarial en alianza con los medios y el poder judicial.
En
el caso de la destitución de Rousseff y del intento, en marcha, de
destruir la imagen del ex presidente Lula y de lo que representa, hay un
hecho inusitado: fueron las fuerzas de la corrupción, simbolizadas en
la figura de Michel Temer y de la cuadrilla que tomó por asalto el poder
que, en nombre del combate a la corrupción, comandaron el golpe y ahora
maniobran la condena moral de Lula. (Traducción: ALAI)
Roberto Amaral es escritor, politólogo, ministro de Ciencia y Tecnología en el primer gobierno de Lula.
[1]
Nombre dado al movimiento político-militar y a la serie de rebeliones
de jóvenes oficiales (en la mayoría, tenientes) del Ejército Brasileño
en el inicio de la década de 1920. https://es.wikipedia.org/wiki/Tenentismo
[2]
Movimiento político militar cuyo máximo exponente fue el capitán Luiz
Carlos Prestes, que alcanza una tremenda popularidad y que
posteriormente ingresa en el Partido Comunista Brasileño y llega a ser
su Secretario General. https://es.wikipedia.org/wiki/Columna_Prestes
Artículo publicado en la Revista América Latina en Movimiento: La corrupción: Más allá de la moralina 06/03/2018 |
https://www.alainet.org/es/articulo/191810
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