David Brooks
¿Quién pensaría que uno
 de los grandes temas nacionales a debate en la última superpotencia, 
ante los urgentísimos asuntos de cambio climático, guerra, refugiados, 
violencia con armas de fuego y más, serían… los baños?
Durante los últimos días la disputa sobre si las personas transgénero
 tienen el derecho o no de ir al baño que prefieran en lugares públicos 
ha llegado a incluir declaraciones del propio presidente en defensa de 
ese derecho, frente una oposición férrea de legisladores y gobernadores 
conservadores histéricos que insisten en que es obligatorio ir al baño 
correspondiente al sexo con el que uno nació. Tal vez se tendrá que 
presentar un acta de nacimiento para comprobar que uno puede usar el de 
damas o el de caballeros. La disputa es importante, sí, por un principio
 de derechos civiles, pero mientras se debate habrá mucha gente que en 
estados como Carolina del Sur o Texas tendrá que aguantarse o enfrentar 
al pobre representante de alguna autoridad que aparentemente tendrá que 
ser asignada en cada baño público, o de los restaurantes (ojalá no 
armado), para determinar quién puede o no pasar.
Por otro lado, el acceso a los baños sí es asunto clave, si uno 
reporta las maniobras de los más ricos y sus títeres políticos en la 
pugna electoral en este país, sólo para poder ir a lavarse las manos 
después de estar tan cerca de la mugre de tanta corrupción (si no es 
para vomitar después de escuchar tantas salvajadas contra seres humanos,
 amenazas de crímenes de guerra, mentiras, engaños e insultos entre 
buena parte del elenco político).
La corrupción del sistema político y económico se documenta 
diariamente con el enorme traslado de riqueza a los más ricos, al famoso
 1 por ciento, que define en gran medida a este país en este momento. 
Todo esto no es resultado de una fuerza de la naturaleza, ni mucho menos
 de la 
mano invisibledel mercado libre, sino de una serie de políticas y leyes formuladas por una clase política patrocinada en gran medida (con importantes excepciones) por ese 1 por ciento. Tal como se ha repetido por todo observador honesto, incluidos los economistas Premio Nobel Joseph Stiglitz y Paul Krugman y el ex presidente Jimmy Carter, entre otras figuras destacadas: con la masiva acumulación de riqueza por los más ricos, hay una acumulación de poder político para asegurar –contra el interés y la opinión pública mayoritaria– que las cosas sigan exactamente así. Algunos lo llaman plutocracia.
En el fondo, la elección de 2016 gira sobre este tema, aunque a veces
 se pierde de vista en la noticia cotidiana sobre quién va ganando, qué 
mentiras dijeron, o qué nueva barbaridad ofreció alguno de los 
precandidatos y sus aliados.
Esta es la elección más cara de la historia, y los dos favoritos para
 coronarse como candidatos de los dos partidos nacionales, Hillary 
Clinton y Donald Trump, ya han expresado que buscarán recaudar cada uno,
 por lo menos, mil millones de dólares más para la batalla de la 
elección general.
¿Y quién está dando la gran mayoría de esos fondos? Para los 
precandidatos presidenciales –con una excepción– provienen del club del 1
 por ciento más rico.
En esta coyuntura electoral, hasta la fecha, Clinton ha 
recaudado más de 300 millones, y Trump financia su campaña, por ahora, 
con su propia fortuna multimillonaria. Ambos han establecido Comités de 
Acción Política (PAC, por sus siglas en inglés) que son entidades 
creadas para canalizar y gastar fondos para promover las candidaturas de
 políticos, de manera individual, o de un partido; algo que técnicamente
 se tiene que hacer de manera independiente de las campañas. Por ley las
 campañas no aceptan más de un total de 2 mil 700 dólares en 
contribuciones de un solo donante, pero los PAC pueden aceptar –en 
algunos casos– hasta 449 mil 400 de un individuo, mientras los llamados 
Súper PAC pueden recibir donaciones ilimitadas de individuos, empresas y
 sindicatos, y no están obligados a identificar a sus donantes.
Los ricos, todos lo saben, no dan lana a cambio de nada. El precio de
 su generosidad se ve claramente en políticas que generalmente son 
opuestas justo a lo que favorecen las grandes mayorías. O sea, lo que 
está frente a todos en esta elección es la corrupción masiva, y legal, 
de la que se define como la mayor democracia del mundo.
Las insurgencias dentro de cada partido son, en gran medida, la 
expresión de un repudio masivo a esta corrupción. Trump ha logrado 
capturar esta ira al presentarse como el único entre los precandidatos 
republicanos no corruptible, porque es su propio amo, ya que es 
multimillonario. Más aún, acusó a los demás –con toda razón– de ser 
servidores, si no es que títeres, de los ricos, y que él lo ha 
comprobado personalmente, ya que les había dado dinero anteriormente, y 
eso incluye a la pareja Clinton.
En la disputa por la nominación del Partido Demócrata, Bernie Sanders
 desde un inicio atacó a Clinton por su cercanía politica y personal a 
Wall Street. Esta última semana retó a la cúpula del partido, y declaró 
que era tiempo de definirse: 
¿estamos del lado de la gente trabajadora o de los intereses del gran dinero? No se puede estar de lado de Wall Street y de la gente trabajadora de este país
La campaña de Sanders ha recaudado 212 millones, casi lo mismo que 
Clinton, pero de 2.4 millones de ciudadanos comunes que han hecho 7.6 
millones de contribuciones en promedio de sólo 27 dólares. Eso ha 
establecido un nuevo récord para un candidato presidencial a estas 
alturas de una elección y demostrado que el 1 por ciento no es necesario
 para una campaña. Más aún, Sanders es el único precandidato sin un PAC.
 Rompió las reglas.
Mientras los ricos deciden qué harán con estas insurgencias –una con 
filo fascista y otra más socialdemócrata– y se reúnen, literalmente, 
para pensar en cómo manipular estas elecciones presidenciales y 
legislativas de aquí a noviembre, hay señales de que esta manera de 
expresar la voluntad democrática ya no convence, y que podría caer por 
su propio peso.
Mientras tanto, con permiso, voy al baño.
 

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