La Jornada
Todos los procesos de 
juicio político, impedimentos o destituciones son traumáticos. Dejan 
heridas a las instituciones de los países y, muchas veces, la 
cicatrización es dolorosa y lenta, cuando se alcanzan a cicatrizar y no 
se infectan las sociedades de odios irreversibles. En ocasiones, cuando 
se trata de la destitución de un dictador, de un violador de derechos 
humanos, de alguien evidentemente involucrado en actos de corrupción, se
 puede argumentar que el juicio político es saludable; es un mecanismo 
que tiene la democracia para purificarse, para oxigenarse. Es una 
evidencia de que los sistemas tienen fórmulas que autorregulan sus 
horrores o excesos. Generalmente, cuando estas circunstancias existen, 
hay unanimidad en la sociedad, ninguna duda ensombrece el proceso legal y
 la opinión internacional tiene un consenso generalizado.
No es el caso de lo que está sucediendo actualmente en Brasil.
En varias ocasiones se ha pretendido equiparar el proceso de impeachment
 que vive la presidenta Rousseff con el del ex presidente Collor de 
Melo. Nada más alejado de la realidad. El ex presidente Collor, después 
de severas acusaciones de corrupción, una vez iniciado el proceso de impeachment, decidió renunciar.
Las paradojas de la vida política brasileña le permitieron, años después, ser electo senador.
La presidenta Rousseff ha declarado enfáticamente que ella 
no va a renunciary que se está cometiendo una injusticia, pues la acusación que sustenta el proceso de impeachment, las llamadas
pedaladas fiscales, no son, según su argumentación, un
crimen de responsabilidad, como establece la Constitución Política de la Republica Federativa de Brasil para que se determine que amerita la aplicación del impeachment. De la legalidad se ocuparán el Supremo Tribunal de Justicia de Brasil, el Senado brasileño y la historia, pues el costo histórico de una decisión injustificada en un caso de esta magnitud sacudiría a Brasil por mucho tiempo.
La preocupación se profundiza después de haber presenciado la sesión 
de la Cámara de Diputados que dio pie al inicio del proceso de 
destitución.
El rostro oscuro del fascismo asomó por momentos en las expresiones 
de algunos diputados; el discurso trivializado, emocional, campeó en la 
sesión, sin entrar en materia ni mucho menos corroborar la pertinencia 
de las famosas 
pedaladascomo razón legal para proceder; las referencias –inimaginables para la tradición laica mexicana– al Creador y a cuestiones teológicas fueron innumerables. Si fue una decisión táctica parlamentaria para que la audiencia de millones de brasileños que siguió el debate por televisión, el día de la votación, no profundizara en la verdadera litis y se dejara influenciar por valores comunes–el valor de la familia, el amor a hijos y nietos– es una táctica comprensible –no sé si útil–, pero si esa es la verdadera argumentación que sustenta las decisiones dejará mucho que desear.
Según el portal EBC, de la plataforma de Projecto Excelencias
 de la ONG Transparencia Brasil, más de 55 por ciento de los diputados 
que participan en esta legislatura están involucrados en algún 
cuestionamiento jurídico y varios enfrentan acusaciones mayores. Resulta
 difícil acreditar que la principal preocupación de los diputados sea la
 honradez y la anticorrupción, cuando el diputado Eduardo Cunha, que 
presidió la sesión, esta siendo acusado por el procurador general de la 
Republica de corrupción pasiva y lavado de dinero, y en diciembre de 
2015 el procurador pidió su separación del cargo acusándolo de delitos 
como uso del cargo en su favor, organización delictuosa y obstrucción de
 la justicia. En colaboración con las autoridades suizas se descubrieron
 cuentas en ese país que pertenecían a sociedades a su nombre, de su 
esposa o hija, con montos de alrededor de 5 millones de dólares, entre 
otras denuncias y acusaciones en su contra.
Y el Consejo de Ética de la Cámara de Diputados no ha logrado destituirlo.
Con estos personajes encabezando el impeachment, se pone en duda su legitimidad.
Es evidente que el mandato de la presidenta Rousseff es impopular. 
Las encuestas así lo reflejan, como reflejan la impopularidad de los 
presidentes en la mayoría de los países de América Latina.
La situación económica de Brasil es delicada y se resiente mucho más 
al venir de una época de bonanza derivada del precio de las commodities brasileñas y el contexto internacional. Época en que, por cierto, también gobernaba el PT.
Los escándalos de corrupción revelados por la operación Lavajato,
 en relación con Petrobras son muy graves, causan indignación en la 
sociedad y merecen castigarse con imparcialidad y pleno derecho. Si 
existe corrupción sistemática, tendrán que tomarse las medidas que 
garanticen su erradicación, que suponen transformaciones estructurales 
del modus operandi en varios aspectos de Brasil. El clamor contra la corrupción tiene que encontrar respuestas estructurales, no sólo punitivas.
Lo cierto es que no hay evidencias ni acusaciones en este juicio de impeachment en que se demuestre que Dilma Rousseff se encuentra personalmente involucrada en actos de corrupción.
Se podrá decir que ella tenía que conocer lo que sucedía en Petrobras. No han podido demostrarlo.
Lo cierto es que la presencia del diputado Cunha encabezando la Cámara de Diputados en el juicio de impeachment
 desdibuja la supuesta motivación moralizadora del proceso, la lucha 
contra la corrupción como elemento verdaderamente originario, y pone 
sobre la mesa como lo que verdaderamente es:
Una disputa descarnada por el poder. Un enfrentamiento feroz entre el
 PT y las fuerzas tradicionalmente contrarias a ese partido, y aquellos 
que habiendo sido aliados del gobierno hasta hace unas semanas 
decidieron cambiar de divisa y alimentar la crisis.
Los adversarios de siempre encontraron una coyuntura favorable y decidieron apostar por todo.
Como lo dijeron algunos diputados en ese 12 de abril fatídico: se 
trata de que el PT no resurja en el escenario político brasileño. Es un 
pensamiento simple e irrealizable: los millones de trabajadores, los 
pobres y marginados brasileños deben tener un espacio. Lo reclamarán de 
cualquier manera.
Ese es el marco en que el Senado brasileño analizará la solicitud de impeachment contra la presidenta Rousseff.
Por el bien de Brasil, es deseable que impere el criterio jurídico, la legalidad, la serenidad.
Cuando la confrontación política se vale de todos los instrumentos, 
incluso los ilegítimos, las heridas al sistema político y al cuerpo 
social son difíciles de cicatrizar. Y a veces sangran.
 

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