Gloria Muñoz Ramirez
Gustavo
 Castro llegó apenas un día antes a La Esperanza, invitado para ofrecer 
un taller sobre alternativas para generar energía en las comunidades. Se
 alojó en la Casa de Sanación y de la Mujer, en el centro del pueblo. 
Descansó un rato. Luego lo recogieron para ir a cenar en el Centro 
Utopía, a las orillas de la ciudad, en el rancho en el que el Consejo 
Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (Copinh), 
ofrece capacitaciones, como a un kilómetro del pueblo. Entre las 7 y las
 7:30 de la noche llegó al lugar la dirigente del Copinh, Berta Cáceres,
 emblema de la lucha contra los megaproyectos en Centroamérica, 
reconocida con el prestigiado Goldam Enviromental Prize, el “nobel” de 
los ecologistas. Gustavo tenía cinco años de no verla. Se saludaron en 
medio de las múltiples ocupaciones de Berta.
Por la noche de ese primero de marzo 
partieron juntos a la casa de Berta. Eran como las 11 con 15 minutos de 
la noche. Gustavo se sorprendió de lo aislada que se encontraba la casa 
de la luchadora lenca, una mujer amenazada en múltiples ocasiones por su
 lucha en defensa del Río Gualcarque. La casa se encontraba en un 
fraccionamiento a orillas de la ciudad, en una brecha de un kilómetro de
 longitud, con una pequeña caseta en la entrada.
“Berta, te están persiguiendo, te están 
amenazando, has tenido atentados y ¿vives aquí sola?”. Berta respondió 
que dos días antes se había ido su hija. Prepararon en media hora el 
taller y después ella se ofreció a llevarlo a su alojamiento. Ya eran 
más de las 12 de la noche. Lo dejó en la Casa de Sanación y le sugirió 
que al día siguiente se quedara en su casa para que pudiera comunicarse 
con su familia y adelantar su trabajo, pues ella tenía señal de 
Internet.
Nadie sabía que al día siguiente se quedaría en su casa. Había sido 
una invitación informal. Gustavo salió el 2 de marzo temprano con su 
mochila de viaje. “Esa fue la gran sorpresa de los sicarios, porque ni 
siquiera Berta sabía que yo me quedaría en su casa, a ella se le ocurrió
 en ese momento. Nadie del Copinh lo sabía. Vaya, ni yo sabía”.
El primer día del taller, la gente del 
Copinh habló claro y contundente sobre la lucha y la resistencia, sobre 
la necesidad de buscar alternativas, de construir autonomía, de defender
 el territorio, de dejar los territorios libres de megaproyectos. 
Terminaron cenando todos juntos y, al final, Berta le dijo a Gustavo que
 se fueran a descansar. Se trasladaron en auto y antes de llegar Berta 
sugirió que pasaran a saludar a su mamá. Doña Berta-madre, una luchadora
 y lideresa de la región, los recibió con gusto. Gustavo tenía muchos 
años de no verla. De ahí salieron como a las nueve y cuarto de la noche y
 se dirigieron a un restaurante del centro para tomar algo. Berta cenó, 
pues ella no había probado bocado.
Partieron rumbo a la casa de Berta y, a 
diferencia del día anterior, había un hombre en la casetita de entrada a
 la casa que daba acceso a los carros. El señor abrió el paso, Berta lo 
saludó y le preguntó por su salud. “Era una noche increíble, con un 
silencio sepulcral, no había nada, ni siquiera salía un perro”. Berta y 
Gustavo decidieron entonces descasar un rato en el porche de la casa, se
 fumaron un cigarro mientras ella terminaba la noche escribiendo un 
mail.
Ya muy cansados entraron a la casa y 
Berta le mostró su habitación. Eran como las 11 de la noche. Ella se 
retiró a su cuarto y Gustavo se recostó y se dispuso a trabajar. Serías 
las once con cuarenta minutos cuando escuchó ruidos. De repente, uno muy
 estruendoso en el portón, muy fuerte, como si se cayera algo. No 
pasaron ni dos segundos cuando empezaron a patear fuertemente la puerta 
de la habitación de Gustavo, quien con miedo la abrió y vió como un 
sujeto corría al cuarto de Berta, mientras el otro lo encañonaba directo
 a la cara, como a dos metros de distancia.
Todo en menos de un minuto. Se escuchó 
el forcejeo en el cuarto de Berta. Tres tiros. Gustavo le dice 
“tranquilo” al hombre que le apuntaba con una pistola plateada. Alcanzó a
 aventarse a la cama y el hombre lo siguió con la pistola. Le apuntaba 
nervioso. Disparó. Por una millonésima de segundo Gustavo movió la 
cabeza. “Si lo hubiera hecho un segundo antes, él se hubiera dado cuenta
 de que me estoy ciscando. Y si me hubiera movido una millonésima de 
segundo después, no la libro”.
“Iban directo a matarla. Estoy seguro de
 que no sabían que yo iba a estar ahí, no se la esperaban. Por eso no me
 asesinan inmediatamente como hacen Berta. El hombre que me apuntaba se 
esperó a que el otro hiciera el trabajo, a que la matara, y después ver 
qué hacían conmigo”.
Era casi imposible que el matón errara 
el tiro. De hecho, para él, le dio. El movimiento de Gustavo logró 
salvar la cabeza y la bala dio en la oreja, de donde de inmediato brotó 
la sangre. Gustavo se quedó tirado e inmóvil. El sujeto salió corriendo,
 dándolo por muerto. “Fue un milagro”.
Berta alcanzó a gritar “Gustavo, 
Gustavo” y él se dirigió hacia su cuarto, hasta el final del pasillo. 
Estaba tirada en el suelo. Le dijo “Bertita no te vayas, quédate 
conmigo, quédate conmigo…”. La veía cómo se iba yendo, con los ojos 
blancos. “Alcanzó a decirme que buscara el celular, que le llamara a 
Salvador”, su ex esposo.
Berta dejó de respirar en cuestión de un
 minuto. Gustavo regresó a su cuarto y empezó a marcar y marcar desde su
 celular a los amigos que conocía, para que llegaran a rescatarlo. 
“Tenía un pinche miedo, pero tenía que tranquilizarme, respirar, porque 
estaba solo. No había casas, no había nada. Pensé que estaba ya muerto. 
Aquello era una conejera donde estás a merced”.
Pasaron dos horas y media antes de que 
llegara la primera persona. En todo ese tiempo estuvo solo en el cuarto,
 en alerta, no sabía si regresarían los sicarios a rematarlo. Como no le
 contestaba nadie en Honduras, pensó en contactar a alguien en México. 
Vio la hora. Las , once con cuarenta y cinco. Podría encontrar a alguien
 despierto. Empezó a marcar a todos sus amigos, mensaje por mensaje. 
“Asesinaron a Berta, corran, estoy herido, avisen”. No contestó nadie.
Hasta las dos de la mañana empezó todo 
el mundo a conectarse. “Gus, Gus, no te apures, ya vamos contigo”, le 
dijo una amiga mientras él pensaba “éstos regresan, éstos regresan”. 
Fueron las dos horas más angustiantes.
Sus compañeros del Copinh fueron los 
primeros en llegar y lo sacaron “en friega”. Acarrearon a la gente que 
iba caminando a casa de Berta, todo en veinte minutos. “Nos quedamos 
frente a la casa. Yo dentro de una camioneta vieja de vidrios 
polarizados. Ya habían llegado también algunos policías. No sé quién les
 avisó”.
Empezaron a llegar militares, policías, 
prensa. Hasta las seis y media de la mañana Gustavo permaneció sentando 
en el sillón del copiloto de la camioneta. Nadie se percató de su 
presencia. Escuchaba que decían “parece que hay un testigo mexicano”, 
pues encontraron su maleta con la etiqueta de Aeroméxico con su 
dirección y nombre, todo. A esa hora sus compañeros del Copinh lo 
llevaron a una casa para curarlo.
A las siete de la mañana, sin saber 
quién les avisó que estaba en esa casa, llegaron un montón de policías. 
Tocaron la puerta y le dijeron al dueño de la casa que lo estaban 
buscando, pero “yo no me pensaba mover de ahí hasta que llegara la 
fiscal, que ya me había advertido: no se vaya con ningún policía. No 
declare usted absolutamente nada´”.
“Me estuvieron buscando por los hospitales, porque había dejado un 
montón de sangre en el cuarto. Al final me quedé en esa casa. Mientras 
tanto, en el Ministerio Público estaba toda la gente del Copinh y el 
cuerpo de Berta en una camioneta, en una bolsa, lleno de cobijas y 
alfombras”.
En esa casa los policías le solicitaron a
 Gustavo el retrato hablado de los asesinos. Le preguntaron cómo eran. 
Nada formal, le dijeron, como si fuera una plática. Y ahí empezaron las 
irregularidades.
“Esa madrugada todo el mundo entró a la 
casa de Berta, no resguardaron nunca el lugar. Entró medio mundo, el 
Copinh, reporteros, los policías que pisaron la sangre con sus botas, 
movieron el cuerpo. Todos sabían que habían alterado la escena del 
crimen. La gente estaba en el patio, ya las huellas no existían pues 
todo el mundo había pisado”.
Inició el calvario. Sin dormir desde el 
día anterior, sin comer nada, haciendo el retrato hablado, a las dos de 
la tarde llegó la fiscal a la casa y lo subieron a una patrulla 
escoltado rumbo al Ministerio Público, a donde llegó una abogada de la 
CONADEH, que es como la CNDH de Honduras.
El cónsul de México llegó a las ocho de 
la noche al Ministerio, pero ya se había comunicado con él desde las 
diez de la mañana. “La abogada CONADEH me dijo que ya había detenido a 
la policía, que no me iban a llevar, que yo tenía mis derechos. Afuera 
estaba lleno de policías. Tenía mucho miedo porque yo era testigo 
protegido y sabía que me andaban buscando para terminar de hacer el 
trabajo. El Ministerio Público era como todos los demás, “un cuartucho, 
un baño que se estaba cayendo, dos o tres sillas para que la gente se 
sentara”. Seguía Gustavo sin comer, sin dormir, con la ropa llena de 
sangre.
Pasaron muchas horas antes de que le 
tomaran su declaración ministerial. “¿Qué hicieron todo ese tiempo? ¿Por
 qué se tardaron tanto? Quién sabe”. Una de las principales 
irregularidades fue que lo empezaron a interrogar fuera de la 
declaración ministerial. La otra es que solicitó copia de su declaración
 ministerial y del video de la declaración y no se las dieron. Una más 
es que se robaron su maleta en el MP y no se la entregaron hasta 
veinticuatro horas después, para que pudiera cambiarse. La ropa 
ensangrentada la resguardaron para pruebas de ADN.
La maleta de Gustavo nunca fue 
custodiada. Pasó de mano en mano sin que nadie dijera nada, En esos 
momentos se temía que pudieran introducirle objetos que no traía. “Era 
como un rehén. Pusimos demanda, pusimos recursos, yo se lo dije al 
fiscal personalmente y a los fiscales especializados, pero nada”. 
Finalmente los abogados pusieron un recurso legal de cada una de estas 
anomalías.
Siendo testigo protegido, le pusieron a Gustavo algo que se conoce 
como “chacal”, una especie de sotana y capucha negra que cubre todo el 
cuerpo para que no pueda ser identificado. Pero su fotografía ya estaba 
en todos lados.
Cuando salió al Ministerio Público a rendir su declaración ante la juez, casi no podía ni ver.
“Todo el tiempo me sentí muy vulnerable y amenazado por los sicarios. En cualquier momento, mientras yo estuviera en Honduras, iban a intentar matarme. Y hasta hoy. Por eso no regreso”.
“Todo el tiempo me sentí muy vulnerable y amenazado por los sicarios. En cualquier momento, mientras yo estuviera en Honduras, iban a intentar matarme. Y hasta hoy. Por eso no regreso”.
Para ese momento ya se sabía que el 
único testigo del asesinato se llamaba Gustavo Castro, que era el 
coordinador de la organización Otros Mundos Chiapas, que vivía en San 
Cristóbal de las Casas. Su fotografía circulaba ya en todo el mundo.
Y también para ese momento el Copinh y 
los familiares de Berta responsabilizaban del asesinato a la empresa 
DESA, encargada de la construcción de la represa Agua Zarca sobre el río
 Gualcarque. “Berta me contó de las amenazas que tenía y de las 
denuncias que había hecho. Para la gente estaba claro la ubicación de la
 empresa, sus matones, sus sicarios y las confrontaciones que habían 
tenido Berta, apenas unas semanas antes de su asesinato, con el dueño y 
los abogados”. El Copinh incluso denunció que el coordinador de fiscales
 es parte del despacho de abogados defensores de la empresa DESA.
En todo el proceso “lo que sientes, 
además de la amenaza física, es una indefensión total,. No hay una ley 
de víctimas en un país donde más de cien ambientalistas han sido 
asesinados y de ellos al menos una veintena contaban con todas las 
medidas cautelares de la Comisión Interamericana de los Derechos 
Humanos. Obviamente no le van a dar el derecho a las víctimas”.
Tampoco hay en Honduras un reglamento 
para testigos protegidos. “Yo estaba a merced de cualquier 
arbitrariedad, sin una abogada que me defendiera, a merced del capricho 
político. No había poder humano ni andamiaje que pusiera orden. Después 
de cinco días y de no dormir, de diligencia tras diligencia, empiezan a 
cambiar las condiciones. De ser testigo protegido, paso a ser tratado 
como posible sospechoso”.
En la madrugada del día 3, el cónsul 
buscó un hotel para quedarse. Llegaron a un lugar inseguro, como a las 
dos o tres de la mañana. Al día siguiente tenían que ir en patrullas 
hasta Tegucigalpa. “Sólo tenía tres horas para dormir, pero no podía con
 tres policías pegados a la puerta. No podía cerrar los ojos a pesar del
 cansancio y con el dolor de la herida, pensando que iban a entrar otra 
vez los sicarios por la puerta”.
Al día siguiente, cuando creía que ya se
 iría, le informaron que había una diligencia para mostrarle unas 
fotografías, “por si reconocía a alguien”. Otra irregularidad. No hubo 
una diligencia adecuada. “Me mostraron puras fotos de gente del Copinh. 
Dije que ahí no estaba al que yo vi el día del asesinato y se fueron”.
Poco después llegó personal de la 
fiscalía de Tegucigalpa y le pidieron que se quedara para otra 
diligencia: la reconstrucción de los hechos. “Yo nunca había estado en 
eso, ni sabía qué implicaba. Accedí con la condición de que me dejaran 
despedirme de mamá Berta, darle un abrazo. Fui yo quien había visto a su
 hija morir unas horas después de haber estado con ella”.
Era el día 4. “No había dormido nada 
desde el día dos. No sabía que la reconstrucción de los hechos es más o 
menos a la misma hora que pasan las cosas, para ver condiciones de 
clima, luz y eso. A las diez de la noche me dijeron que íbamos a 
empezar. Yo ya estaba cayéndome, ya me iba a dormir. Me llevaron el 
“chacal” otra vez, patrullas y demás para irnos a la casa de Berta. Fue 
muy difícil”.
Ya había entrado mucha gente a la casa 
de Berta. Todo estaba mal. “Inició la reconstrucción y no sabía qué 
hacer. Nadie me decía nada. Por iniciativa empecé a narrar todo y a 
caminar, todos me perseguían con una grabadora. Lo volví a repetir todo,
 me acosté sobre la cama tal como lo hice ese día. Les di la trayectoria
 de la bala. Todo”.
“Ahora sí me voy, pensé, al terminar. A 
las siete de la mañana teníamos que estar en un campo de fútbol para que
 pudiera bajar el helicóptero que nos llevaría a Tegucigalpa. Nuevamente
 no dormí nada, tenía miedo”.
Se nubló el día y el helicóptero no pudo
 despegar de Tegucigalpa. A las once de la mañana deciden que lo 
trasladarán por tierra. Se disponen patrullas para acompañarlo. El 
sábado 5, entre las dos y tres de la tarde llegaron por fin a la 
embajada mexicana.
“Ni siquiera había tenido tiempo de 
llorar. Se trataba de estar vivo, despierto. Ese mismo día, el cónsul me
 dijo que había un vuelo a México vía Estados Unidos. Pero dije que no, 
prefería dormir y salir en vuelo directo”. A las nueve de la noche llamó
 la fiscal de La Esperanza para informarle que querían una ampliación de
 la declaración, “que no era nada para preocuparse… Los esperamos, pensé
 que en una hora terminaría todo”. Pero pasaron las horas y nadie llegó.
Gustavo tenía que estar a las cuatro de 
la mañana camino al aeropuerto. A las tres de la mañana la embajadora le
 dijo que se fuera a dormir un rato y a las cuatro lo despertaría. Lo 
hizo. Nadie de la fiscalía se presentó, “por lo que agarré mis cosas y 
nos fuimos para el aeropuerto”.
El cónsul bajó del auto y se dirigió al 
mostrador por el pase de abordar. Con él en la mano se encamino a tomar 
el avión. Pero antes, no por una entrada normal sino por una puertita, 
“salieron como moscas los policías, estaban escondidos. Me dijeron que 
no me podía ir, que eran de la fiscalía, que tenía que regresarme”.
“Yo estaba a punto de llorar. Traía 
tanto cansancio, días sin dormir. No me daban ninguna explicación y no 
entregaron ningún requerimiento. Con los días entendí que ellos querían 
convencerme de que me quedara, por eso me hablaban tan amables. Pensé en
 un secuestro, todo era totalmente irregular. La embajadora dijo que 
quería hablar con la fiscal y con derechos humanos, pero sólo 
contestaron que no me podía ir. Empezó la discusión con la embajadora y 
hasta entonces leen el documento con el requerimiento de la juez. Le 
dijeron a la embajadora que me podía acompañar, que ya estaba la 
patrulla. Ella pidió una copia del papel pero no se lo quisieron dar. 
Totalmente ilegal. Sacaron un segundo papel. Dijeron que tenía orden de 
aprehensión preventiva. En ese momento la embajadora me envolvió en sus 
brazos junto con el cónsul y dijo “de aquí no se mueve”. Dijeron que no 
había problema en que me acompañaran, pero que yo estaba detenido. La 
embajadora se la jugó. Y siguió la discusión. Cuando el fiscal se dio 
cuenta de lo que está pasando, le dijo a los policías que procedieron al
 arresto, pero la embajadora no me soltó. Había mucha gente de testigos,
 empezaba a amanecer. No se atrevieron a tocarme ni a esposarme”.
“Después se dio paso a la alerta 
migratoria. No sabía ahora qué hacer. Me dijeron que había que regresar a
 La Esperanza. Finalmente la embajadora y el cónsul me subieron a la 
camioneta y nos regresamos en friega. Era domingo seis”,
La Comisión de Derechos Humanos de 
Honduras llegó después a tomarle su testimonio por lo grave que había 
sido todo. Iban a disculparse. “Se disculparon con la embajadora, que 
iban a investigar todo lo que había pasado, que qué vergüenza. 
Hipócritas todos”.
“Apoyé la ampliación de la diligencia, 
sin saber bien lo que querían, pues ya les había dicho todo lo que 
sabía. Les dije que necesitaba más seguridad. Pedí chaleco antibalas y 
toda la protección. Me lo trajeron en patrullas y un montón de gente, 
incluso nos escoltó un grupo de inteligencia militar”.
Arreció entonces la crítica al gobierno 
de Honduras, que respondió que Gustavo quería escaparse. “Les estaba 
haciendo el favor de colaborar con sus propias irregularidades y se 
limpiaban conmigo diciendo que yo me quería fugar”.
“La fiscal me dijo que quería pedirme 
disculpas por lo que había pasado, que se sentía plenamente avergonzada,
 peor públicamente estaban filtrando otro tipo de versión. Esa noche no 
volví a dormir nada a pesar del cansancio, porque pensé que iban a 
llegar a asaltar a la embajada. Al otro día vamos otra vez a la 
diligencia. Llegamos como a las dos de la mañana y los abogados indican 
que antes de que suba al juzgado van a investigar qué tipo de diligencia
 quieren, pues no nos habían dicho nada, ni de qué se trataba ni en 
calidad de qué. Nos dijeron que no sería una ampliación de la 
declaración, sino un careo. Me pusieron otra vez la sotana negra y ahí 
vamos. Me metieron a un cuartito, pasaron horas. Entraban y salían el 
abogado, el fiscal. Era un careo con el viejito de la casetita de la 
casa de Berta, quien dijo otra versión y ahí lo tenían. Nos pusieron a 
la distancia, viéndonos de frente, la jueza por un lado, la parte 
acusadora, la defensa, atrás el cónsul. El pobre viejito se contradecía 
en todo. Al final dijo `bueno, quizás me equivoqué, quizá me confundí. 
Había tantas contradicciones que era obvio que estaba mintiendo. Decía 
que yo no era el que iba con quien me había rescatado, sino uno del 
Copinh. Pero de dónde iba a sacar eso si los vidrios de la camioneta 
estaban polarizados, no se podía ver nada, mucho menos a esa hora.
Todo iba encaminado a incriminar al Copinh”.
Todo iba encaminado a incriminar al Copinh”.
Después continuó el careo con Tomás, el 
compañero del Copinh que lo había rescatado. Sus versiones coincidieron 
en todo. Eran las once o doce de la noche. Al otro día lo citaron 
temprano para ver otro montón de fotografías. Nuevamente Gustavo no 
reconoció a nadie. “Era el momento de marcharme. Ya no había nada que 
pudiera hacer”.
Terminando el careo lo llevaron a la 
sala contigua, con la secretaria de la juez, donde le informaron que 
tendría que permanecer en Honduras 30 días más. “Los abogados pidieron 
copia de la argumentación y se las negaron. Así de ilegal. Al día 
siguiente regresaron a reclamar que estaba mal la fecha y mal escritos 
otros datos, y la jueza dijo que quitaba a mi abogada del ejercicio 
profesional. Metimos otro recurso y un amparo contra eso. Era ilegalidad
 tras ilegalidad”.
Esta es “la realidad que viven todos los días los hondureños, es la 
inseguridad jurídica, la impunidad absoluta y un miedo impresionante. Te
 sientes totalmente indefenso porque no hay nadie, ni la CIDH. Estás a 
merced de cualquier capricho político, una indefensión brutal”.
En los siguientes días se generó una red
 muy grande que exigió el traslado inmediato de Gustavo a México. Fue la
 presión lo que lo trajo de regreso. Pero allá se quedaron tantos.
Por eso el análisis, dice Gustavo, tiene que ser más amplio. “Detrás 
de todo esto está el capitalismo voraz que va por todo. Las 
transnacionales están adquiriendo un poder muy fuerte, de manera que en 
los tratados de libre comercio, las empresas buscan seguros de 
inversión. Que si violaron derechos humanos, les da igual, está 
asegurada su inversión, igual que si la gente se está muriendo de cáncer
 por la mina, que si deforestaron o construyeron una represa que mata un
 río como el Gualcarque.
“En toda América Latina hay mucha gente 
en defensa de sus territorios, su lucha no es por ellos, es por el 
beneficio de todos. Por eso la solidaridad debe ser general para todos, 
porque al final de cuentas es un beneficio común, aunque sólo algunos 
pongan el pellejo. La gente está defendiendo la salud, el agua, los 
territorios, la vida. La responsabilidad es pareja. Tiene que ser 
global, ya no tenemos tiempo, como decía Berta. No podemos hacer como 
que no pasa nada, ocultar la realidad, hacernos de los ojos que no ven. 
La lucha es de todos”.
Por lo pronto, hay un antes y un después
 para Gustavo. No hay lugar seguro para él. Ni en México, por supuesto, 
por eso anda “del tingo al tango”.
 

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