“Ahora
 las órdenes son anónimas. Hay números de teléfono y correos 
electrónicos que dan las órdenes a jefes de clica, pero no se sabe bien 
de quién son. Te llega un correo, por ejemplo, con una orden, una foto y
 un pago adelantado de Q. 10,000, y ya está. Así se maneja hoy. (…) A
 veces el mismo guardia de la prisión llega con el marero y le da un 
teléfono, todo bajo de agua, diciéndole que en 5 minutos lo van a 
llamar. Tal vez el mismo guardia ni sabe quién va a llamar, ni para qué.
 Eso denota que ahí hay una estructura muy bien organizada: no va a 
llegar un guardia del aire y te va a dar un teléfono al que luego te 
llaman, y una voz que no conocés te da una indicación y te dice que hay 
Q. 15,000 para eso. Ahí hay algo grueso, por supuesto”. Declaración de un ex pandillero. Tomado de “Vinculación de las “maras” con los poderes ocultos”, IPNUSAC.  
 La corrupción: parte de lo humano
 La corrupción es una conducta socialmente deleznable. ¿Quién en su sano
 juicio podría justificarla, mucho menos aplaudirla? Tal como la 
caracterizó hace algunos años un sínodo de obispos (Ecuador, 1988, 
caracterización que sigue siendo absolutamente válida al día de hoy), la
 corrupción es “un mal que corroe las sociedades y las 
culturas, se vincula con otras formas de injusticia e inmoralidades, 
provoca crímenes y asesinatos, violencia, muerte y toda clase de 
impunidad; genera marginalidad, exclusión y miedo  (…)  mientras 
utiliza ilegítimamente el poder en su provecho. Afecta a la 
administración de justicia, a los procesos electorales, al pago de 
impuestos, a las relaciones económicas y comerciales nacionales e 
internacionales, a la comunicación social.  (…)  Refleja el 
deterioro de los valores y virtudes morales, especialmente de la 
honradez y la justicia. Atenta contra la sociedad, el orden moral, la 
estabilidad democrática y el desarrollo de los pueblos”.
 Sin 
la más mínima sombra de duda, la corrupción es una práctica abominable, 
como tantas otras que realizamos a diario los seres humanos. El 
establecimiento de leyes (es decir: pautas que fijan lo que se puede y 
lo que no se puede hacer en el marco de las sociedades) minimiza su 
puesta en práctica, pero no la elimina.
 Apelando al 
psicoanálisis, puede decirse que la cría humana se humaniza, pudiendo 
llegar a ser un adulto normalmente integrado a su sociedad, en la medida
 que entra en el mundo de las leyes humanas, es decir: en la cultura, en
 el orden social. La ley, cualquier ley, implica siempre una 
prohibición. Algo queda prohibido, por lo que se instaura un orden 
simbólico, un código cultural. La pura naturaleza, el instinto animal no
 rige nuestra vida; por el contrario, todo está “legalizado”. El incesto
 es la primera y más universal prohibición, la primera ley (prohibición)
 que ordena las relaciones humanas. Piense el/la lector/a: ¿por qué no 
se mete con su hermana/o? No hay determinantes biológico-naturales que 
lo establezcan, porque de hecho sucede, y no tan rara vez: el incesto es
 una construcción social, una ley.
 Ni lo sexual (ligado a un 
supuesto “instinto de reproducción”), ni la alimentación están regidos 
por la carga genética. Si así fuera, no se podría explicar la 
interminable (realmente ¡interminable!) lista de problemas y acciones 
conflictivas ligadas a ambos campos: ¿qué determinante biológico 
promueve el voto de castidad? ¿Y qué decir de la homosexualidad: es un 
“pecado degenerado” o un privilegio de aristócratas varones como en la 
Grecia clásica? ¿Qué fuerza natural explicaría la adopción 
administrativo-legal de hijos cuando no se los puede concebir? Y quizá 
lo más importante: ¿qué es la sexualidad normal?
 Del mismo modo 
podríamos quedar atónitos ante la pregunta de por qué, existiendo un 40%
 más de alimentos disponibles en el mundo, el hambre sigue siendo un 
flagelo insoportable y la principal (¡principal!) causa de muerte de los
 seres humanos. ¿Hay algún determinante instintivo en ello? ¿Podríamos 
seguir levantando la teoría de “razas superiores” con más privilegios 
que los “bárbaros y primitivos”, que estarían entonces condenados a 
morir de hambre? ¿Por qué hay comidas “elegantes” y comidas “de pobres”?
 ¿Quién decide eso? Es más que evidente que todo lo “animal” del ser 
humano está marcado por lo cultural, por la Ley. Dicho de otro modo, lo 
instintivo está “pervertido” por lo social.
 Así funcionamos los 
humanos: nos construimos a partir de códigos, de sistemas legales, de 
ordenamientos. La propiedad privada, base fundamental de las sociedades 
clasistas desde hace aproximadamente 10.000 años y pieza clave en la 
dinámica social desde ese entonces, es una construcción histórica, 
“legalizada”, codificada. No hay ningún determinante natural que la 
fije. Y por supuesto, eso tiene un valor determinante, pues las guerras 
–constante radical en nuestra historia como especie– se explican a 
partir de la idea de la propiedad privada: se defiende a muerte lo 
propio y se ataca mortalmente a quien se opone a ello. ¿Para qué se 
invadiría a otro pueblo si no es por puros y egoístas intereses?
 
Sin ley no puede vivirse, pues no nos humanizamos. Según el 
psicoanálisis, al que apelamos una vez más, tres son las formas de 
relacionarnos con ese orden legal: entramos en él y somos uno más de la 
serie (normalidad neurótica), no entramos nunca (psicosis), o entramos a
 medias (psicopatía o perversión). El grueso absoluto de la población 
(98 a 99%) realiza exitosamente el pasaje por los desfiladeros de la Ley
 humanizante, acepta normas y vive “normalmente” en sociedad. El 0.1% no
 lo logra, y vive en su mundo alucinatorio (psicosis), y entre un 1 y 2%
 hace un pasaje a medias: entra con un pie en el mundo de las 
normativas, y con otro se sale (psicopatías: ahí tenemos el amplio y 
complejo abanico de las transgresiones, desde quien evade un impuesto 
hasta quien puede ser un asesino, pasando por un largo listado de 
conductas).
 ¿Es la corrupción una “enfermedad” psicológica 
entonces? Quedarse con esa idea sería limitar demasiado –y 
equivocadamente– la cuestión. Saltarse las normas es, en algún sentido, 
parte de la normalidad. Pero hay niveles. Una cosa es pasar un semáforo 
en rojo, otra es ser un violador sexual en serie. El límite es siempre 
algo impreciso, borroso. Por eso el tema de la humanización es siempre 
algo dificultoso. Dicho de otro modo: ser un “normal” es muy, muy pero 
muy difícil. ¿Existe la normalidad? En toda civilización conocida, en 
cualquier momento de la historia, existen normas sociales, leyes, 
prohibiciones establecidas. Violarlas (en mayor o menor medida), es 
parte de la “normalidad”.  “No desearás la mujer de tu prójimo”, 
reza el noveno mandamiento católico (machismo mediante: ¿no hay 
prohibición para las mujeres? ¿No desean ellas?). Si se instituye la 
norma, es porque se sabe que se puede violar. Y los moteles están 
siempre llenos, cualquier día del año y a cualquier hora. ¿Alguien en el
 mundo puede no mentir?
 La corrupción, por tanto, está instalada 
en lo humano, es parte de nuestra dinámica. La pregunta es: ¿cuándo pasa
 a ser deleznable? ¿Cuándo es un delito?
 Corrupción: ¿principal problema en Guatemala?
 Guatemala, típica “república bananera” de Latinoamérica, es un 
laboratorio ideal para entender lo que se está tratando de decir en el 
presente texto.
 El país presenta una profusa lista de problemas, 
donde la corrupción es uno más. Si se realiza un pormenorizado estudio 
de la situación nacional, histórico para conocer las raíces y coyuntural
 para ver el aquí y ahora, se va a encontrar que la corrupción está 
siempre presente, pero por sí sola no permite explicar ni la estructura 
de fondo ni los problemas que saltan a la vista.
 En Guatemala, 
pese a la riqueza existente, el grueso de su población vive 
considerablemente mal. Está entre los países del mundo con mayor nivel 
de desnutrición infantil (segundo en Latinoamérica, sexto en el mundo) 
pese a ser un productor neto de alimentos, y alrededor de dos terceras 
partes de su población económicamente activa (en buena medida niños y 
jóvenes) o trabaja en condiciones de precariedad (sin prestaciones 
sociales) o se encuentra abiertamente desocupada. El Estado, en tanto 
órgano regulador de la vida social, brilla por su ausencia en la 
provisión de servicios básicos. Por lo pronto, es un Estado raquítico, 
que vive de unos magros impuestos –fundamentalmente impuestos directos, 
pagados por la clase trabajadora– teniendo una de las cargas impositivas
 más bajas de todo el continente (según los Acuerdos de Paz de 1996 se 
debía llegar a un piso mínimo del 12% del producto interno bruto, para 
luego seguir ascendiendo, siendo la realidad actual que apenas si se 
llega a un 10% de lo producido que va a parar al Estado como carga 
tributaria).
 Desde hace un buen tiempo, pero recientemente (estos
 últimos meses) en forma exageradamente remarcada, la noción de 
“corrupción” pasó a ligarse en forma casi automática con el 
incumplimiento de deberes de los funcionarios públicos. Ese es un 
aspecto posible de la corrupción, pero por cierto no el único. La 
corrupción funciona desde largo tiempo atrás en toda la sociedad, desde 
las raíces coloniales, como forma de vida, como cultura. Puede 
encontrársela en los más diversos ámbitos, no sólo en los agentes del 
Estado: desde la venta de tareas o la redacción de tesis universitarias 
por un estudiante hasta el cobro doble de viáticos por parte de un 
modesto empleado, desde el “moco” que debe pagarse a un intermediario en
 muchas transacciones comerciales hasta la exacción o chantajes (cobros 
compulsivos) en cualquier de sus formas (la de un médico a un paciente 
exigiendo más honorarios de los que fija el seguro, la reventa de 
boletos para cualquier espectáculo a un precio mayor que el oficial, la 
compra obligatoria de artículos innecesarios en los colegios privados, 
la venta de puestos en cualquier fila o el intento nada infrecuente de 
colarse en la misma por parte de cualquier hijo de vecino, el aumento 
del precio de un producto según la cara del cliente, el cotidiano 
incumplimiento de las normas de tránsito, los cobros ocultos y 
disfrazados de muchas empresas como las telefónicas o las tarjetas de 
créditos, etc., etc.). ¿No son también formas de corrupción el 
sempiterno engaño masculino hacia las mujeres –1 de cada 3 mujeres con 
hijos es madre soltera, producto del abandono del padre biológico–, el 
“cuello” al que se apela para conseguir cualquier favor, el “robo 
hormiga” de muchos empleados en sus empresas (amén del “robo elefante” 
que hacen muchas autoridades, fundamentalmente en el ámbito público, 
pero también en el privado)? ¿Y qué decir del acarreo de “seguidores” en
 las campañas proselitistas o el día de las elecciones, y por el otro 
lado, la aceptación de todos los regalos que ofrecen los candidatos de 
campaña, no importando la bandería política? ¿No es corrupto también el 
declarado celibato violado luego por lo bajo? Los jóvenes de “zonas 
rojas” le temen más a la policía que a los mareros; ¿por qué será? La 
lista de corruptelas es larga, muy larga, y quizá nadie que habita el 
país puede quedar eximido: compra de discos “piratas”, “mordidas” 
varias, infracciones de tránsito como hecho normal (de conductores y 
peatones; ¿cuántos de los que leen esto no han manejado con una copa de 
más encima?). La proverbial llegada tarde (simpáticamente llamada “hora 
chapina”), ¿no es también una forma de corrupción? Los etcéteras son 
numerosos, y nos detenemos aquí porque si no el texto se haría demasiado
 largo.
 Dicho de otro modo: la corrupción es uno más entre tantos
 males que aquejan a Guatemala, quizá no el primero ni el más 
importante. La exclusión y el estado de empobrecimiento crónico de 
grandes masas populares no se deben sólo al enriquecimiento ilícito de 
mafias corruptas enquistadas en el poder político, como ahora pareciera 
denunciarse con fuerza creciente y nada disimulada indignación. Si hay 
pobreza estructural y exclusión histórica, a lo que se suma machismo 
patriarcal casi delirante (se puede tolerar que un civil varón lleve 
ostentosamente una pistola en la cintura, pero no que una mujer profiera
 insultos en público), o un racismo atroz que condena a alguien a ser 
humillado por su pertenencia étnica (“seré pobre pero no indio”, 
puede decir un no-indígena), ello no es sólo por los funcionarios 
venales que hacen del Estado (nacional o local) un botín de guerra. La 
corrupción puede ayudar, pero no es la causa del todo ese desastre. Es 
herencia de un desastre histórico-estructural que lleva ya siglos de 
maduración.
 Si de causas se trata, la situación va por otro lado. Una  investigación  realizada por la empresa consultora Wealth-X, con sede en Singapur, asociada al banco suizo UBS (Union Bank of Switzerland),  estudio  que cita y analiza la página electrónica Nómada, muestra que “hay 260 ultra-ricos guatemaltecos que poseen un capital de US$30 mil millones, lo que representa el 56% del PIB. [Es decir que ]  0.001 por ciento de los 15 millones de guatemaltecos tienen más capital que el resto de la sociedad. (…)  Los $30 mil millones  [de dólares]  son Q231 mil millones  [de quetzales]. Esto equivale a lo que el Estado de Guatemala recauda cada cuatro años.”
 Guatemala, debe quedar claro, no es un país pobre; de hecho, es la 
primera economía de la región centroamericana y la decimoprimera de 
América Latina. En todo caso, es tremendamente inequitativa, asimétrica,
 que no es lo mismo que pobre. Un mínimo porcentaje (unas cuantas 
familias) concentran en forma abrumadora la riqueza nacional, en tanto 
el 53% de la población total vive por debajo de los límites de pobreza 
(2 dólares diarios, según el estándar establecido por Naciones Unidas). 
Casi la mitad de los trabajadores no cobra el salario mínimo –de por sí 
muy escaso–, mientras que en zona rural los trabajadores agrícolas en 
casi 90% no reciben el salario de ley. Por otra parte, ese sueldo mínimo
 apenas cubre la mitad de la cesta básica. Ahí radica el verdadero 
problema que hace del país uno de los más inequitativos del mundo (y por
 tanto explosivo: un barril de pólvora listo para estallar en cualquier 
momento).
 Cabe la pregunta entonces si esas diferencias abismales
 se deben a la corrupción de funcionarios corruptos o es algo más 
complejo, producto de esa exclusión histórica.
 Fortunas lícitas e ilícitas
 En Guatemala, al igual que en el resto de países latinoamericanos, las 
grandes mayorías populares, producto de la sangrienta represión vivida 
durante las pasadas décadas y de las brutales políticas de capitalismo 
salvaje de estos últimos años (neoliberalismo), han quedado asustadas, y
 por tanto desmotivadas, desmovilizadas. El silencio es lo dominante. 
Pero desde abril pasado, cuando se conoció el corrupto y bochornoso caso
 de La Línea por el que ahora guardan prisión el ex presidente Otto 
Pérez Molina y la ex presidenta Roxana Baldetti, junto a otros 
personajes del gobierno, al menos en parte demostraron una reacción. 
Ahora bien: ¿por qué se reacciona contra la corrupción (entendida como 
acto deleznable de los agentes del Estado) y no contra esas injusticias 
históricas que atraviesan la sociedad? Se podría decir que la corrupción
 es una de las tantas facetas de una situación caótica, o más bien: 
injusta, profundamente injusta, que estructura a la sociedad 
guatemalteca. Pero no es la causa última de esa radiografía que presenta
 el estudio citado más arriba, de esas asimetrías escalofriantes, del 
hambre y del analfabetismo, del trabajo infantil extendido ni del 
machismo dominante.
 No caben dudas que dentro del Estado se dan 
vergonzosos casos de corrupción. Eso no es nuevo, en absoluto. Desde la 
colonia es práctica usual, falsificándose los informes que iban para la 
metrópoli o vendiéndose indulgencias eclesiásticas o títulos nobiliarios
 (la aristocracia actual es heredera de los prisioneros españoles que 
llegaban a estas tierras en calidad de conquistadores enviados por la 
Corona en busca de fortuna y de las 60 prostitutas traídas en barcos 
para calmar los deseos sexuales de esos conquistadores peninsulares). La
 corrupción está enquistada en la historia, es parte vital de las 
raíces.
 En el Estado actual, heredero de esa miserable historia, 
la corrupción es un mal endémico que incide grandemente sobre los 
presupuestos nacionales. Para el país, que ya de por sí tiene una de las
 recaudaciones fiscales más bajas de todo el continente –la segunda más 
baja después de Haití– perder 31.000 millones de quetzales del 
presupuesto por desvíos de fondos es un crimen. De hecho, esa cantidad 
–31.000 millones de quetzales (cuatro mil millones de dólares)– es la 
que se fugó por corrupción del presupuesto nacional desde 1998 al 2013. 
Ese monto representa la quinta parte de la suma de las cantidades 
aprobadas en los últimos 15 años en los presupuestos nacionales para la 
inversión en obras públicas (157 mil 699 millones de quetzales), 
calculan el Instituto Centroamericano de Ciencias Fiscales –ICEFI– y la 
organización no gubernamental Acción Ciudadana. Definitivamente el robo 
del erario público que realizan impunemente muchos funcionarios públicos
 es un crimen.
 Hoy por hoy, habiéndose comenzado una persecución 
contra alguno de ellos para terminar (supuestamente) con ese cáncer de 
la corrupción, vemos que se puede hablar abiertamente de la pobreza de 
las grandes mayorías, aunque siempre responsabilizando del actual estado
 de cosas a esos agentes públicos, en tanto ladrones que deterioran la 
vida de la población. Pero, ¿es realmente así? ¿La pobreza de más de la 
mitad de la población se debe a los vueltos con que se quedan alcaldes y
 diputados?
 Estos funcionarios venales que ahora se ven en la 
picota, algunos de ellos entre rejas, están directa o indirectamente 
ligados a las fuerzas armadas que algunas décadas atrás defendían a 
sangre y fuego la propiedad privada de los multimillonarios de siempre. 
Ahora, por vericuetos de la historia, también muchos de ellos (los 
militares corruptos y sus adláteres) devinieron millonarios. “Nuevos 
ricos”, podría decírseles. Y es ahí donde se pretende introducir la 
presente consideración crítica.
 Sus fortunas, hechas en forma 
ilícita (mansiones lujosas, vehículos despampanantes, helicópteros, 
joyas, ropa muy fina, perfumes a la moda, caballos de carrera, festines 
pantagruélicos), en términos descriptivos no son distintas a las de los 
“viejos ricos”. ¿En qué difieren? Los dineros con que se amasaron esas 
fortunas provienen de un descarado robo a los fondos públicos. “Refleja
 el deterioro de los valores y virtudes morales, especialmente de la 
honradez y la justicia. Atenta contra la sociedad, el orden moral, la 
estabilidad democrática y el desarrollo de los pueblos”, decían los 
prelados en la arriba citada declaración. En otros términos: son unos 
vulgares ladrones. Sus pequeñas fortunas (no tan pequeñas en algunos 
casos), son ilícitas. Pero… ¿cómo se hacen las fortunas lícitas, 
aquellas del listado de escasos multimillonarios que manejan más de la 
mitad de la riqueza nacional?
 Permítasenos el presente ejemplo. 
El actual alcalde de Mixco, Otto Pérez Leal, hijo del ex presidente, se 
pasea orondo en un automóvil de lujo de 250.000 dólares de valor. 
Alguien, indignado por esa muestra de descaro y desfachatez, dijo con 
honestidad: “parece el hijo de un petrolero árabe” . Pregunto: el
 hijo de un jeque dueño de toda esa riqueza (que, por supuesto, no amasa
 con sus propias manos sino con el trabajo de otros), ¿tiene legítimo 
derecho a tener un Ferrari de un cuarto de millón de dólares?
 El 
mundo se construye así: son códigos predeterminados los que nos fijan lo
 normal y lo que no lo es, lo correcto y lo incorrecto, lo lícito y lo 
ilícito. ¿No es eso la ideología acaso? Y como pasa siempre cuando 
hablamos de ideología: el esclavo piensa con la cabeza del amo, “la ideología dominante de una época es la ideología de la clase dominante”, enseñó un pensador decimonónico supuestamente pasado de moda hoy.
 Es normal que los “ricos de siempre” tengan mansiones lujosas, 
vehículos despampanantes, helicópteros, joyas, ropa muy fina, perfumes a
 la moda, caballos de carrera, festines pantagruélicos y que su voz de 
mando sea obedecida. Si preguntamos cómo hicieron su fortuna, hoy 
lícita, sin dudas aparecerán cuestionamientos. ¿Trabajando quizá?
 Dijo Bernal Díaz del Castillo, uno de los primeros conquistadores 
españoles llegados a estas tierras del Nuevo Mundo a principios del 
siglo XVI, que aquí venían “a traer la fe católica, a servir a Su Majestad… y a hacerse ricos”.
 Hasta donde se sabe, nadie, absolutamente nadie logró hacerse rico (es 
decir: tener mansiones lujosas, vehículos despampanantes, helicópteros, 
joyas, ropa muy fina, perfumes a la moda, caballos de carrera, festines 
pantagruélicos) con el esfuerzo de su trabajo. Lo ¿ilícito? de ayer se 
legaliza y se convierte en lo lícito de hoy. Dicho sea de paso, muchos 
de los asesinos y escoria social de España que venían a las tierras 
americanas a “hacerse ricos”, lo lograron. Después vino la alcurnia, el 
abolengo, el refinamiento, se compraron títulos nobiliarios y se 
transformaron en “lícitos”, pasando a ser las familias patricias que hoy
 se jactan de su linaje aristocrático. A la base de cualquier fortuna 
–en Guatemala y en cualquier parte del mundo– hay siempre, 
inexorablemente, un crimen. “La propiedad privada [de los medios de producción] es el primer robo de la historia”, dijo el citado pensador.
 Lucha contra la corrupción: ¿por qué?
 Desde el 16 de abril del presente año en Guatemala parece haberse 
desatado una cruzada anti-corrupción. Notorio, sin dudas. Un país 
marcado de cabo a rabo por la corrupción, a la que se une 
indisolublemente la impunidad en el marco de una ancestral cultura de 
violencia, aparece hoy –mediáticamente al menos– como un adalid mundial 
en la lucha contra este flagelo. Para muestra de esa cultura corrupta: 
la declarada “Capital Iberoamericana de la Cultura 2015”, que iba a ser 
la ciudad de Guatemala, no pudo serlo porque… no pagó los derechos de 
propiedad a la empresa que organiza el circuito. Por eso simplemente 
quedó con “Capital de la Cultura”. La corrupción sigue estando debajo de
 cada piedra. ¿Podemos tomar en serio que empezó una lucha a muerte 
contra ella?
 Más que creerlo acríticamente y seguir saliendo a 
protestar en la plaza (protesta que a veces se parecía más a una 
celebración que otra cosa), conviene formularse algunas preguntas con 
sentido crítico.
 ¿Por qué, de buenas a primeras, la Comisión 
contra la Impunidad en Guatemala –CICIG–, de perfil bastante bajo años 
pasados, junto al hasta entonces ineficaz y corrupto Ministerio Público,
 pasan a tener ese papel preponderante como defensores de esta lucha, 
dando golpes certeros? ¿Por qué caen presos presidente y vicepresidenta 
desarticulándose algunas bandas delincuenciales que ellos lideraban? 
¿Por qué inmediatamente luego de la segunda vuelta electoral, ganada por
 Jimmy Morales, cesan las protestas anti-corrupción? Más aún: ¿por qué 
gana el candidato Morales con una actitud pretendidamente apolitizada? “No soy corrupto ni ladrón”, sentenciaba en su campaña.
 Gana Jimmy Morales porque desde hace meses se viene gestando un 
discurso contra la corrupción –comunicacionalmente bien estudiado, 
presentado en forma entradora y agresiva– sobre el que pudo/supo 
montarse actoralmente el comediante profesional (¿nuevo personaje de su show?).
 No hay, la experiencia comienza a demostrarlo, ninguna intención 
positiva en los reales factores de poder, de acometer una lucha franca 
contra esta lacra que es la corrupción. Ni por parte del futuro 
presidente (quien se está rodeando de personajes ligados a la vieja 
estrategia contrainsurgente, acusados de violaciones a derechos humanos y
 hechos corruptos) ni del empresariado que se encargó de encarcelar a 
Pérez Molina y Baldetti (que reaccionaron airados cuando el titular de 
la CICIG habló de un nuevo impuesto para desarrollar con posibilidad de 
éxito el ataque a la impunidad y la corrupción) existe una voluntad 
efectiva de entrar seriamente al tema.
 Por el contrario, con un 
manejo artero de las circunstancias, cada vez se insiste más en que el 
estado calamitoso de las poblaciones se debe no a determinantes 
estructurales sino a “malas prácticas” de los funcionarios de turno. El 
presidente del Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, 
Comerciales, Industriales y Financieras – CACIF –, Jorge Briz, declaró 
recientemente que 1 de cada 5 quetzales del presupuesto público va a 
parar a la corrupción, dato desmentido por una investigación 
periodística del portal  Plaza Pública,
 que pone en evidencia que lo único que busca el sector empresarial es 
seguir no pagando impuestos. Dato elocuente: algunos años atrás, 
impulsado por la derecha empresarial, se llevó adelante una campaña a 
nivel nacional con el lema “No más impuestos. No más corrupción”.
 Los medios de comunicación comerciales (los que tienen la abrumadora 
mayoría de llegada en la población) han entronizado la corrupción como 
un nuevo monstruo que nos ataca, encargándose de remarcar a cada 
instante que los problemas nacionales se deben a esos “forajidos 
funcionarios públicos que se llenan los bolsillos a costa del pueblo.” 
El mensaje –sensiblero, impactante– no deja de mover pasiones. De esa 
manera el sistema en su conjunto queda libre de cuestionamientos, y se 
encuentra un adecuado chivo expiatorio, una salida decorosa: “estamos 
mal porque los políticos son corruptos y se roban todo”.
 El 
mensaje no es nuevo, sin dudas. En muy buena medida ese imaginario 
recorre la cultura política de todos los países latinoamericanos. Lo 
destacable ahora es la forma en que se lo está implementando. Todo 
indica que es la estrategia de la Casa Blanca quien la impulsa.
 
Hay nuevos “monstruos mediático-ideológicos” a combatir, siempre ideados
 por la fuerza dominante en la región: ayer el “comunismo internacional”
 y sus cabezas de playa pagadas por “el oro de Moscú”. Hoy: el 
narcotráfico, la violencia ciudadana (pandillas, barras bravas). Y 
ahora, más recientemente y con una fuerza nada despreciable: la 
corrupción. ¿Por qué decir que esto obedece a una estrategia? Pues 
porque la realidad lo demuestra.
 Desde hace un tiempo la 
geoestrategia de Washington ha venido reemplazando los golpes de Estado 
sangrientos, capitaneados por militares, por lo que llaman “golpes 
suaves”, “procesos de reversión” (roll back), o también: 
“revoluciones de colores”, en alusión a lo desplegado en Europa del Este
 recientemente. Como mínimo, podríamos apuntar tres referentes: 1) las 
“revoluciones de color” que surgieron en estos últimos años en las ex 
repúblicas soviéticas, 2) lo que se llamó la Primavera Árabe en Medio 
Oriente y el Magreb, y 3) los movimientos de estudiantes democráticos en
 Venezuela.
 Existen más movimientos de estos, siempre en esa 
línea de supuesta “defensa de la democracia” y rechazo a lo que suene a 
“dictadura populista”; así, podrían mencionarse las Damas de blanco de 
Cuba por ejemplo o, en Guatemala, los “estudiantes” que apoyaron las 
protestas anti Colom cuando el caso Rosenberg en el 2009, los llamados 
“camisas blancas” (que pasaron sin pena ni gloria en su momento, pero 
que definitivamente fueron un globo de ensayo).
 ¿Qué representan,
 en realidad, estos movimientos? No son, en sentido estricto, 
movimientos populares. Con las diferencias del caso, todos tienen líneas
 comunes. Las llamadas revoluciones de colores (revolución de las rosas 
en Georgia, revolución naranja en Ucrania, revolución de los tulipanes 
en Kirguistán, revolución blanca en Bielorrusia, revolución verde en 
Irán, revolución azafrán en Birmania, revolución de los jazmines en 
Túnez, así como los “movimientos de estudiantes democráticos 
antichavistas” en la República Bolivariana de Venezuela) son fuerzas 
aparentemente espontáneas, que tienen siempre como objeto principal 
oponerse a un gobierno o proyecto contrario a los intereses 
geoestratégicos de Estados Unidos.
 Son notas distintivas también 
de estos movimientos a) su gran impacto mediático, siempre de nivel 
mundial (llamativamente amplio, por cierto, que no tienen los 
movimientos populares como, por ejemplo, los campesinos que en Guatemala
 luchan por la defensa de sus territorios –viejas luchas bastante 
invisibilizadas por la prensa comercial–), b) la participación de grupos
 juveniles, en la gran mayoría de los casos estudiantes universitarios. 
c) El hecho de recibir, directa o indirectamente, fondos de agencias 
estadounidenses, tales como la USAID o sus ramas, la NED, la CIA o la 
Fundación Soros, apoyo en general negado o escondido.
 En esta 
línea podría inscribirse mucho de lo que sucedió con la Primavera Árabe,
 que puede haber iniciado como una auténtica protesta popular, 
espontánea y con gran energía transformadora, o al menos de denuncia 
crítica, pero que rápidamente degeneró (o fue cooptada) por esta 
ideología “democrática” –y probablemente manipulada desde este proyecto 
de dominación ligado a las tristemente célebres agencias mencionadas–.
 Dicho rápidamente, estas supuestas movilizaciones tienen una agenda 
clara: servir a los intereses desestabilizadores favorables a la Casa 
Blanca y boicoteadores de proyectos con un tinte socializante o popular 
o, como en el caso de Guatemala, que representan un obstáculo para 
Washington. En ese sentido, están muy lejos de poder ser equiparados a 
los movimientos populares antisistémicos como las marchas campesinas, o 
las protestas por mejoras salariales, o cualquier manifestación 
contestataria al orden constituido. Estas “demostraciones de civismo”, 
estas “protestas democráticas” son, ante todo, no violentas, y no tocan 
nada de lo fundamental del sistema. Atacar la corrupción es 
perfectamente funcional: cambiar algo para que no cambie nada. Se canta 
el himno nacional, se hace bastante ruido con tambores y trompetas…, y 
se vuelve a la casa satisfechos de la “participación ciudadana” tenida.
 Una nueva estrategia de control social
 En Guatemala, como parte de un plan bien urdido, desde principios del 
año 2015 el Ejecutivo estadounidense comenzó un ataque sistemático: la 
corrupción fue posicionándose como principal problema nacional, y el 
vicepresidente de la Casa Blanca, Joseph Biden, llegó al país a “poner 
las cosas en orden”: dejando en claro muy enfáticamente que no se vería 
ni siquiera en una recepción oficial con la entonces vicepresidenta 
Roxana Baldetti, ícono por antonomasia de la degradada y deshonrosa 
corrupción dominante. De hecho, trajo un mensaje claro para el 
presidente Pérez Molina: a Guatemala y a los otros dos países del 
Triángulo Norte de Centroamérica (Honduras y El Salvador) no se le 
podría conceder el Plan para la Prosperidad (cuantiosos fondos 
destinados a “mejorar” la situación socioeconómica interna) si no se 
iniciaba un combate frontal contra esa corrupción. El mecanismo obligado
 para ello fue la permanencia de la Comisión Internacional contra la 
Impunidad en Guatemala –CICIG–. El mensaje fue claro y terminante: no 
más corrupción gubernamental, porque eso es la causa de las penurias de 
la población.
 Para ratificarlo, el embajador estadounidense en el
 país, Todd Robinson, viajó a una retirada comunidad del departamento de
 Izabal, y en una precaria y deteriorada escuela primaria –montaje muy 
efectista, muy sentimental– declaró que el estado calamitoso de ese 
centro educativo se debía a la corrupción existente. El mensaje del 
embajador en la escuela Salvador Efraín Vides Lemus, ubicada en Santo 
Tomás de Castilla, Puerto Barrios, fue más que elocuente:  “Podemos 
ver los resultados de la corrupción aquí en esta escuela: no tienen 
suficientes aulas para la gente, para los estudiantes”  (…)  “Toca al gobierno y a la gente de Guatemala luchar cada día contra la corrupción”.
 Ponderando a la CICIG y su gran cruzada anticorrupción, el mismo 
diplomático anticipó que la gente en Honduras y en El Salvador también 
está molesta contra este “cáncer”, y que también allí se implementarían 
comisiones internacionales para luchar contra “tamaño flagelo”.
 
Todo indicaría que entre las nuevas armas del imperio, junto a las 
bombas inteligentes y los misiles nucleares que, por supuesto, no ha 
abandonado, se encuentran estas novedosas estrategias soft . Las 
desarrolla porque les son muy útiles, y les resultan baratas. Las 
dictaduras sangrientas –de las que apoyó por docenas a lo largo del 
siglo XX– son hoy día impresentables, traen aparejados demasiados 
problemas (la población puede reaccionar y se forman movimientos 
guerrilleros) y tienen costos políticos y financieros que Washington ya 
no quiere (o no puede) asumir. Las “revoluciones democráticas” son mucho
 más “civilizadas” y presentables, y por tanto se recomiendan para 
seguir manteniendo la hegemonía.
 Hegemonía, por cierto, que está 
empezando a ser discutida por nuevos actores, como la ascendente 
República Popular China, que está construyendo un monumental canal 
interoceánico en la tradicional zona de influencia de Estados Unidos: 
Nicaragua. O por la recompuesta Rusia, ahora gran potencia capitalista, 
que llega a Centroamérica financiando proyectos mineros en abierta 
provocación al “dueño histórico” de la región.
 Definitivamente el
 poder hegemónico de Washington no es similar al que tuvo ni bien 
terminó la Segunda Guerra Mundial y en las décadas subsiguientes cuando 
era la superpotencia dominante; pero muy lejos está de caer en 
bancarrota, de abandonar su natural patio trasero y de necesitar pedir 
oxígeno. El Plan para la Prosperidad del Triángulo Norte muestra quién 
sigue mandando aquí todavía. La aristocracia nacional, esa que aparece 
en el estudio más arriba citado exhibiendo riquezas cuantiosas, funciona
 como socio político menor, como segundo violín en las decisiones 
geoestratégicas para la región, que se siguen tomando en oficinas de 
Estados Unidos y se operativizan desde su Embajada en la Avenida Reforma
 de la ciudad de Guatemala.
 La declarada lucha contra la 
corrupción que parece estar poniendo en marcha Estados Unidos, tiene en 
Guatemala y la CICIG un laboratorio ideal para estudiar/desarrollar la 
estrategia. En diversos países de Latinoamérica, “molestos” para la 
lógica de la Casa Blanca, ese mecanismo ya está puesto a funcionar. Así,
 los gobiernos de Argentina, Brasil, Venezuela, Ecuador, Nicaragua 
(todos con un talante “socializante” y algo de antiimperialista) reciben
 continuamente denuncias de hechos corruptos. Hechos que, sin duda, se 
comenten, porque la corrupción es un mal endémico que estos gobiernos de
 tibia pseudo-izquierda no quieren ni pueden combatir. Más aún: hasta en
 la Cuba socialista se da, por lo que vemos que hay mucho por trabajar 
en la cuestión. Y también la institución de la cual algunos de sus 
representantes hacían esa enérgica condena en Quito con la que abríamos 
el escrito, también pueden ser parte de ella.
 En definitiva: la 
corrupción es un buen instrumento para presionar al enemigo. Obsérvese 
cómo en la actual recomposición de poderes a escala planetaria Estados 
Unidos ahora la emprende contra la FIFA, donde aparecen enormes hechos 
corruptos, con los que se puede llegar a quitarle la sede del próximo 
Campeonato Mundial de Fútbol a Rusia. ¿Será que ahora preocupa tanto lo 
que pasa en ese ente, del que desde hace décadas se conocen turbios y 
gansteriles procedimientos?
Dado que la corrupción es un mal tan 
extendido (¿se la podrá extirpar alguna vez?; si no hubiera noción de 
propiedad privada, ¿tendría el mismo peso que tiene en la actualidad?), 
dado que cala tan hondo en todos y cada uno de nosotros (¿quién podría 
declararse absolutamente libre de ella?), es muy fácil atacarla. De ahí 
que en esta nueva estrategia de control político-social los ideólogos y 
formuladores de políticas de Washington han encontrado un buen aliado. 
En nombre de la transparencia se pueden montar furiosas campañas 
anti-corrupción para sacar de en medio políticos díscolos (díscolos a 
los intereses imperiales, se entiende).
 ¿Por qué sacaron de en 
medio a Pérez Molina, alguien absolutamente funcional al sistema y a la 
política hegemónica de Estados Unidos? Porque al general se le fue la 
mano en la rapiña, y eso puede ser peligroso para el sistema, porque 
puede hacer subir demasiado la presión social. Porque el grupo que él 
representaba (las mafias del Estado contrainsurgente, las mismas que 
parece podrían acompañar al futuro presidente Jimmy Morales) entró en 
contradicción con la aristocracia tradicional y el CACIF; porque tuvo el
 descaro de abrirle las puertas a los capitales rusos para la industria 
extractiva. Y porque Washington no quiere seguir recibiendo chorros 
imparables de inmigrantes ilegales, para lo que trata de poner algunos 
paños de agua fría en la región centroamericana (se reedita la Alianza 
para el Progreso de 1960, que fue también un paño de agua fría, un 
colchón para mitigar tanta pobreza después de la Revolución cubana de 
1959). Pero, esto es muy importante, no quiere colocar algunos dineros 
en la región sin la seguridad que una mafia demasiado glotona no les 
robará buena parte de ellos en calidad de corrupción.
 En otros 
términos: a ningún factor real de poder le interesa atacar seriamente la
 corrupción. El sistema en su conjunto es corrupto. Si no, no se podrían
 pagar los sueldos de hambre que se pagan, y en una inmensa mayoría de 
casos ni siquiera cancelando lo fijado por la ley. Si se quisiera atacar
 realmente la corrupción como gran mal que corroe la sociedad, no 
vendrían capitales multinacionales a instalarse en estas tierras 
“salvajes” donde se pagan salarios 4, 5 o 6 veces menores que en los 
países centrales, donde están exonerados de impuestos y donde no existe 
el más mínimo control medioambiental (¡por todo eso y nada más que por 
eso es que vienen!)
 Si se quisiera trabajar de verdad contra la 
corrupción habría que replantear totalmente los modelos de desarrollo 
vigentes, en sí mismos tremendamente corruptos. ¿Por qué Cristina 
Fernández, en Argentina, o Dilma Roussef, en Brasil, son corruptas y 
pueden ser atacadas en nombre de la transparencia y la sana democracia, y
 no lo son Juan Manuel Santos en Colombia, o no lo era Álvaro Uribe (o 
no se quería que lo fuera, más allá de figurar en las listas de 
narcotraficantes de la DEA? ¿Por qué no lo era Manuel Antonio Noriega en
 Panamá cuando era agente de la CIA, y sí lo fue cuando cayó en 
desgracia con la política estadounidense? En Guatemala: ¿por qué era un 
corrupto el ex presidente Alfonso Portillo –que intentó fijar impuestos a
 los monopolios nacionales– y no lo es el ex presidente y ahora alcalde 
Álvaro Arzú, que dio luz verde a la venta leonina de empresas públicas? 
En otras latitudes: ¿por qué son “monstruos impresentables y los peores 
corruptos del mundo” Mohamed Khadaffi o Saddam Hussein, o el actual 
presidente de Siria Bashar al-Asad y no lo son los medievales y 
poligámicos monarcas de Arabia Saudita? El epígrafe con que abrimos el 
presente escrito permite ver el doble discurso en juego.
 En 
nombre de la lucha contra ese flagelo terrible, esa nueva “plaga 
bíblica” que pareciera ser la corrupción, puede hacerse cualquier cosa. 
Hablar del combate contra ella es “democrático”, “civilizado”, 
“modernizador”; hablar de las injusticias estructurales que la 
propician: un atentado, un discurso trasnochado.
 En Guatemala, 
producto de la manipulación en parte, pero porque hay un enorme 
descontento de la población también, esa mecha prendió y llegó a sacar 
más de 100.000 personas a la calle, protestando con fuerza. Quizá es 
imposible decir que esa movilización sacó de la presidencia a Pérez 
Molina. Más parece que había allí un guión preparado. La cuestión es que
 se ve que existe un gran descontento, una gran frustración en la 
población. Sin quedarnos en la ingenua protesta contra la corrupción, 
¿cómo ir más allá de esa protesta y empezar a plantearnos cambios más 
sustanciales? 
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