La reacción exagerada frente al atentado podría
provocar una acumulación de poder aún mayor en ciertos organismos y
usarse para perseguir a las personas equivocadas
The Independent
Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo |
Desde
el punto de vista de sus autores, el éxito o el fracaso de un atentado
como el del maratón de Boston depende de la reacción de aquellos contra
quienes va dirigido. Los ataques del 11-S consiguieron su objetivo de
terror porque llevaron a Estados Unidos a sendas guerras desastrosas en
Afganistán e Iraq y sirvieron para sancionar el uso de la tortura y el
encarcelamiento sin juicio. Convirtieron a Estados Unidos en un Estado
más autoritario en el que se restringen o se reducen las libertades
civiles y produjeron un mastodóntico y costoso aparato de seguridad.
Me pareció deprimente ver a los grupos de operaciones especiales de la
policía (Swat) fuertemente armados con fusiles de asalto, chalecos
antibalas y protecciones corporales saltar de vehículos blindados como
solían hacer en Belfast. De repente, los toques de queda a los que
acostumbraron los habitantes de Bagdad o Faluya resultan aceptables en
Massachusetts, aunque en este caso, al revés que en Irlanda del Norte o
Iraq, con el aplauso de la población local. Podemos entender las
razones de la actuación de los Swat o del toque de queda, pero este
tipo de medidas hace que la gente termine acostumbrándose poco a poco a
las medidas de un gobierno autoritario hasta aceptarlas sin asomo de
protesta.
Gran parte del impacto inicial del
atentado de Boston y de la persecución de sus autores, Tamerlan y
Dzhokar Tsarnaev, se disipará. Muchas noticias de portada como ésta
pasan en pocas horas de tener una cobertura excesiva a la casi
desaparición. Los periodistas conocen la sensación de alivio y
frustración que se siente cuando los editores que están en casa deciden
que la historia que han estado cubriendo de forma absorbente se ha
convertido en una noticia vieja.
Desgraciadamente,
esto suele ocurrir en el momento en que se empiezan a desvelar las
implicaciones a largo plazo de lo ocurrido. Los expertos que habían
estado realizando comentarios vergonzosamente prematuros sobre la base
de pruebas muy limitadas podrían tener al fin algo interesante que
revelar. Sin embargo, la caravana mediática ya se ha trasladado a otra
historia y ha perdido el interés por sus opiniones.
Como consecuencia de los atentados aumentará la sensación de
inseguridad pública, lo que ganará apoyos para quienes dicen estar
haciendo algo al respecto. Antes de las bombas de Boston, en EE.UU.
había signos de malestar ante el excesivo volumen que había adquirido
la burocracia de la seguridad tras el 11-S, en una época de recortes
presupuestarios. El FBI, a quien el presidente Bush encargó la tarea de
investigar el terrorismo interno, tiene 103 grupos de trabajo
antiterroristas, que supuestamente conectan a la policía local y
estatal con los investigadores antiterroristas federales. Como
consecuencia del 11-S, el país cuenta con los servicios de un Centro
Antiterrorista Nacional (National Counterterrorism Center) que analiza
y confronta información de inteligencia para la oficina del director
nacional de inteligencia. Se supone que éste, a su vez, coordina y
supervisa el trabajo de los 17 organismos de inteligencia
estadounidenses. Y, además, está el excelente trabajo del ministerio de
seguridad nacional (Department of Homeland Security) que reúne a los 22
departamentos federales y a organismos que emplean a un total de
240.000 personas.
Da la impresión de que la
existencia de un Leviatán burocrático como éste debe ser un obstáculo y
no una ayuda en la búsqueda y análisis de inteligencia. Hay demasiadas
personas que no saben lo que están haciendo y demasiados niveles de
responsabilidad. Estas inmensas organizaciones viven una cruzada
permanente para justificar y ampliar su esfera de influencia y
protegerse de rivales. Raras veces se recupera el poder que se les
delega para investigar un crimen determinado.
El
atentado de las Torres Gemelas el 11-S es el ejemplo obvio de un
acontecimiento utilizado para justificar la ampliación y el aumento de
los organismos de seguridad. Pero si le interesan este tipo de
historias, vale la pena leer The Annals of Unsolved Crime (Crónicas de
crímenes no resueltos), libro recién publicado por uno de los mejores
periodistas de investigación, Edward Jay Epstein, un relato bien
documentado e irresistible sobre las conexiones entre el crimen y las
necesidades del poder y la política.
Epstein
recuerda que el secuestro del hijo del aviador Charles Lindbergh en
1932 permitió a J. Edgar Hoover "ampliar el FBI, que había dirigido
desde su creación, al ámbito de policía nacional". La policía detuvo a
un carpintero llamado Bruno Hauptman, que tenía parte del dinero del
rescate pagado por Lindbergh en su garaje. Se le declaró culpable de
secuestro y asesinato. Lo que parece probable es que formara parte de
una banda de estafadores que se aprovechó de un crimen que no habían
cometido. No se encontraron huellas dactilares, ni fibras textiles, ni
pisadas que pudieran demostrar que Hauptman hubiera estado en casa de
Lindbergh, tampoco le vio testigo alguno. A pesar de ello, fue
ejecutado en 1936, tras rechazar una oferta de 50.000 dólares de la
cadena de periódicos del Sr. Hearst, y otra del gobernador de Nueva
Jersey, que se ofreció a conmutar su condena de muerte a cambio de una
confesión.
Las investigaciones criminales se han
sofisticado mucho desde entonces. Pero la narración que hace Epstein de
la búsqueda del FBI del responsable de los ataques con ántrax en 2001
sugiere que esta investigación aún estuvo más distorsionada por la
necesidad de alcanzar resultados. El ántrax, de una cepa
particularmente maligna, fue enviado por carta y causó la muerte a
cinco personas. El FBI decidió de antemano que el remitente era un
científico estadounidense que actuaba como un "lobo solitario" e
investigó a algunos que parecían ajustarse a dicho perfil. El Dr.
Steven Hatfill perdió su empleo, sus contratos y a muchos de sus
colaboradores tras ser acosado por el FBI(cuyas sospechas se filtraron
a la prensa). Finalmente, puso una demanda al gobierno y un juez
federal dictaminó indignado que el FBI le había perseguido durante 5
años "sin una mínima prueba", por lo que le indemnizó con 5,8 millones
de dólares en compensación.
Impávido, el FBI se
lanzó contra otro científico, el Dr. Bruce Ivins, y ofreció 2,5
millones de dólares a sus hijos mellizos si testificaban contra su
padre. Sometido a una extraordinaria presión y en bancarrota por los
gastos legales de su defensa, empezó a beber en exceso y, tras una
crisis nerviosa, se suicidó en 2008, justo antes del juicio. Una semana
después, el FBI le declaró único autor de los ataques con ántrax,
aunque su gigantesca investigación no llegó a encontrar ninguna prueba
concluyente en su contra y su supuesta culpabilidad se basaba en
dudosas pruebas científicas.
El caso sigue siendo un
ejemplo revelador del modo en que los organismos de inteligencia parten
de conceptos erróneos, que al ser asumidos por la institución no pueden
desecharse sin riesgo de perder la credibilidad y el prestigio. El
mayor perjuicio que se puede derivar del atentado de Boston es que el
monstruo de seguridad creado o ampliado tras el 11-S, cuya eficacia es
más que dudosa, rejuvenezca y aumente su tamaño.
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