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lunes, 4 de enero de 2010


Lo que la teoría hegemónica en la ciencia política no quiere ver

Invisibilizando golpes de estado
La Corporación Latinobarómetro, basada en Santiago de Chile, publica todos los años un informe resumiendo sus investigaciones comparativas sobre el estado de la opinión pública en dieciocho países de América Latina y el Caribe.1 Para estupefacción del lector el Informe 2009 se abre, en su página 3, con una cita que dice textualmente lo siguiente: “En el año 2009, América Latina sufre por primera vez un golpe de estado después de 31 años, desde que se inaugurara la democracia en lo que ha sido llamado ‘la tercera ola de democracia’ ”.

¡El primer golpe en 31 años! Esta increíble afirmación no es tan sólo un notable error historiográfico sino un síntoma de algo mucho más profundo, revelador de las insanables limitaciones de la concepción teórica y metodológica hegemónica en las ciencias sociales de nuestros días, de inspiración anglosajona. Las páginas que siguen tienen por objeto traer a la memoria lo que el saber convencional aparta convenientemente a un lado. En este caso, los golpes de estado. A los efectos de corregir tan distorsionada visión de la realidad política regional ofrecemos a continuación un breve racconto sobre los golpes de estado que se perpetraron en América Latina y el Caribe en estos últimos 31 años.

11 de Abril del 2002: golpe de estado en la República Bolivariana de Venezuela.

Luego de que se mintiera a la población anunciando que Chávez había renunciado (cosa que también se hizo en el caso de Mel Zelaya durante el golpe hondureño), siendo que, en verdad, aquél se rehusó valerosamente a firmar la carta de renuncia que los golpistas le habían preparado, se convocó de urgencia a una reunión en el Palacio de Miraflores para ungir como presidente de Venezuela al líder de la organización empresarial Fedecámaras, Pedro Carmona Estanga (alias “Pedro el Breve”). Allí se procedió a dar lectura al Acta de Constitución del Gobierno de Transición Democrática y Unidad Nacional, nombre tan pomposo como mendaz con el que se pretendía disimular al golpe de estado presentándolo como una rutinaria sucesión institucional ante la misteriosa ausencia del primer mandatario. Ese despótico engendro, pergeñado por los inmaculados custodios de la democracia venezolana y aplaudido por Bush, Aznar y compañía, ponía en manos del efímero usurpador amplísimos poderes que no demoró en llevar a la práctica: de un plumazo Carmona derogó la constitución bolivariana, disolvió al Poder Legislativo y destituyó a todos los diputados a la Asamblea Nacional, suspendió a los magistrados del Poder Judicial, al Fiscal General, al Contralor y al Defensor del Pueblo y concentró la suma del poder público en sus manos.

Una vez que fuera leído tan ignominioso documento se invitó a los concurrentes a refrendar el triunfal retorno a la democracia. Entre los firmantes sobresalen los nombres –hundidos para siempre en irredimible deshonor- del Cardenal Ignacio Velasco, santo varón que para desgracia de los cristianos presidía los destinos de la Iglesia Católica en Venezuela; Carlos Fernández, vicepresidente de Fedecámaras; Miguel Angel Capriles, en representación de los medios de comunicación privados (que engañaron a la población desinformando sistemáticamente lo que estaba ocurriendo, con total impunidad); José Curiel, secretario del la democracia cristiana venezolana (COPEI); Manuel Rosales, por ese entonces Alcalde de Maracaibo (prófugo de la justicia acusado de numerosos delitos de fraudes y estafas, amparado y protegido en estos días por el gobierno de Alan García en el Perú); Julio Brazson, presidente de Consecomercio; Ignacio Salvatierra, presidente de la Asociación Bancaria; Luis Henrique Ball, presidente del Consejo Empresarial Venezuela-Estados Unidos; el general retirado Guaicaipuro Lameda, ex presidente de Pdvsa. Luego de la firma se procedió a tomar juramento a Carmona Estanga, dándose así por constituido el nuevo gobierno robustecido por el pleno respaldo de la “sociedad civil”, supuestamente congregada en la sede del gobierno venezolano y representada por ilustres personeros como los arriba nombrados.

Es decir, allí hubo un golpe “con todas las de la ley” que, tiempo después y con Chávez ya repuesto en el Palacio Miraflores, fue convalidado por el Tribunal Supremo de Justicia en una insólita decisión en la que se señalaba que Carmona Estanga había asumido el cargo debido a que en Venezuela se había producido un “vacío de poder”. Claro que esta curiosa teoría tenía un efecto práctico nada desdeñable: gracias a ella se eximía a los implicados de ser procesados por su participación en el golpe de estado, su impunidad consagrada gracias a una sentencia emitida por el más alto tribunal de justicia del país. Por otra parte, si la palabra “golpe” no apareció en el discurso político de esos días fue por otras dos muy convenientes razones. Primero, porque siempre y en todo lugar los golpistas rehúsan a reconocerse como tales, como violadores de la legalidad institucional y la legitimidad política: prefieren autocalificarse como “gobiernos provisorios” surgidos de la necesidad de restaurar un orden supuestamente destruido (o amenazado) por un líder demagógico o por la movilización popular. En la Argentina de 1955 el golpe de estado que acabó con el gobierno de Juan D. Perón se autoidentificó como “Revolución Libertadora”; por su parte, la dictadura genocida de 1976 se refería a sí misma con el pomposo nombre de “Proceso de Reorganización Nacional.” En otros casos, los golpes se ocultan bajo nobles y patrióticas consignas como “Gobierno de Reconciliación Nacional”, “Gobierno de Salvación Nacional” u otras por el estilo. En segundo lugar, porque si se caracterizaba a lo ocurrido como un golpe se erigía un serio obstáculo para lograr el reconocimiento internacional del nuevo gobierno, debido al repudio generalizado que los golpes de estado suscitan en las nuevas democracias latinoamericanas y, en menor medida, al peso que había adquirido en nuestra región la Carta Democrática Interamericana. O sea, se optó por montar una farsa (como luego se haría en el caso hondureño) al hablar de un “gobierno de transición” o un “interinato”, eufemismos utilizados para no llamar al golpe de estado por su verdadero nombre.

De hecho, esta tergiversación semántica facilitó que el nuevo gobierno fuese inmediatamente reconocido por George W. Bush y José María Aznar, dos personajes que, parafraseando a George Bernard Shaw, tienen tanta relación con la democracia como la música militar con la música. No sólo eso: apenas producido el golpe el vocero de la Casa Blanca, Ari Fleischer, señaló que la causa de la crisis era la polarización política y la conflictividad social inducida por las políticas de Chávez y que en las semanas previas al golpe funcionarios estadounidenses se habían reunido con Pedro Carmona (“el empresario que sucedió a Chávez”, según la tramposa caracterización de Fleischer) y con numerosos conspiradores civiles y militares para conversar sobre este asunto. El colofón de todas estas artimañas se conoció el mismo 12 de Abril, apenas unas horas luego de concretado el golpe, cuando Bush y Aznar dieron a conocer una insólita declaración conjunta en la que sostenían que “los gobiernos de Estados Unidos y de España, en el marco de su diálogo político reforzado, siguen los acontecimientos que se desarrollan en Venezuela con gran interés y preocupación, y en contacto continuo”. Ambos mandatarios además manifestaban “su rechazo a los actos de violencia que han causado una cantidad de víctimas” a la vez que expresaban “su pleno respaldo y solidaridad con el pueblo de Venezuela y su deseo de que la excepcional situación que experimenta ese país conduzca en el plazo más breve a la plena normalización democrática”. Es más, poco antes de que Carmona prestara juramento, la Presidencia española de la Unión Europea -anteponiendo sus afinidades con los golpistas a los principios democráticos de los que la Unión Europea se reclama fiel representante- emitió una declaración oficial en la que “manifiesta su confianza en el gobierno de transición en cuanto al respeto de los valores e instituciones democráticos, con el fin de superar la crisis actual”.2 Este autor, asesor parlamentario de Izquierda Unida en España, también asegura que Madrid y Washington habían reconocido que sus representantes en Caracas mantuvieron contacto continuo y una estrecha coordinación en los días previos y durante el golpe. El 13 de abril, el embajador de España en Caracas, Manuel Viturro de la Torre, junto al embajador de Estados Unidos, Charles S. Schapiro, acudieron juntos para entrevistarse personalmente con el presidente del así llamado “gobierno provisional” después que éste disolviera la Asamblea y avasallara la Constitución. Fueron los únicos diplomáticos que se entrevistaron con Carmona, avalando sin tapujos todo lo actuado por los golpistas.

El golpe ahora desaparecido de la vista de los lectores del Informe Latinobarómetro 2009 no sólo contó con el apoyo de Estados Unidos y España. También obtuvo la aprobación de algunos otros gobiernos: Colombia, presidido entonces por Andrés Pastrana, y El Salvador, por Francisco Flores. El golpe se produjo mientras tenía lugar en San José, Costa Rica, la XVI Cumbre del Grupo de Río. Los presidentes allí reunidos consensuaron una tibia declaración en donde se condenaba la “interrupción del orden constitucional” (falaz argumento que años después utilizaría la Secretaria de Estado Hillary Clinton para referirse a lo ocurrido en Honduras) cuidándose con esmero de emplear la expresión “golpe de estado”.

Si no se esperaba otra cosa de Bush y Aznar, la desagradable sorpresa la produjo la reacción del gobierno chileno ante los acontecimientos que estaban teniendo lugar en Venezuela. El presidente Ricardo Lagos declaró en San José que “lamentamos profundamente los hechos de violencia y la pérdida de vidas humanas. Instamos también a la normalización de la institucionalidad democrática, pero al no tener el cuadro completo de situación le pedimos a la OEA que sea la encargada de hacer una evaluación del asunto”, al paso que agregaba que “tal como se ven las cosas hasta el momento "sería apresurado hacer declaraciones concluyentes”. 3 Pero la Canciller chilena, Soledad Alvear, de rancia prosapia demócrata cristiana, vio las cosas de otra manera y atolondradamente emitió un venenoso comunicado que, siguiendo puntualmente la línea establecida por la Casa Blanca, acusaba de los hechos de violencia y alteración de la institucionalidad al depuesto presidente Hugo Chávez. De este modo, el supuesto “gobierno modelo” de las transiciones democráticas de América Latina reprendía a la víctima y se alineaba claramente con el victimario. El vergonzoso mensaje de Alvear –¡jamás repudiado o desautorizado por Lagos!- decía textualmente que “el gobierno de Chile lamenta que la conducción del gobierno venezolano haya llevado a la alteración de la institucionalidad democrática con un alto costo de vidas humanas y de heridos, violentando la Carta Democrática Interamericana a través de esta crisis de gobernabilidad”.

En otras palabras, la cancillería chilena culpaba al gobierno de Chávez de violar la institucionalidad democrática y cargaba las tintas sobre un pasaje de la declaración del Grupo de Río que condenaba la “interrupción del orden institucional en Venezuela generada por un proceso de polarización”, proceso que se atribuía exclusivamente al gobierno bolivariano. El propio Lagos declaró, todavía en San José, que “se condena el hecho porque hubo una interrupción del orden constitucional. Ese es un hecho. Pero, por otra parte, nos parece muy importante la capacidad que tengamos de colaborar con las nuevas autoridades para salir adelante”, una manera muy sutil de reconocer a los golpistas. Y ese era el otro hecho: el golpe de estado. Pero de ese hecho Lagos no habló. Obediente a ese llamado a la colaboración formulado por su presidente, el embajador de Chile en Venezuela, Marcos Álvarez, no se demoró en hacer explícito su respaldo a los golpistas destacando que “el nuevo Presidente tiene una excelente relación con Chile”. En línea con las declaraciones de sus superiores se negó a calificar a la destitución de Chávez como un golpe de estado. Apenas unas horas después del arresto de Chávez dijo textualmente a varios medios de su país que “aquí no se ha hablado de golpe de estado. No lo ha habido (...) Hoy me asombra la tranquilidad y civilidad de este pueblo empapado de democracia durante 40 años. Las democracias, sabemos, también son imperfectas, pero son democracias al fin y al cabo”. Tiempo después Santiago procuraba despegarse de los dichos de su embajador y le solicitaría a Álvarez su renuncia al cargo. Pero el daño ya estaba hecho. 4

Cabe preguntarse: ¿por qué los redactores de Latinobarómetro pasaron por alto un golpe de estado como el que efímeramente triunfara en Venezuela? No tenemos elementos para dar una respuesta definitiva aunque sí podemos arriesgar una conjetura, que es la siguiente: porque en la visión ofuscada e ideológicamente sesgada del pensamiento convencional de las ciencias sociales, pensamiento al cual adhieren los redactores del Informe, en Venezuela no hubo un golpe de estado sino una breve escaramuza institucional que fue resuelta en 48 horas. Claro que esta opción no es inocente porque al interpretar las cosas de esta manera se vela el accionar de la derecha, los golpistas, y la coalición reaccionaria que no vaciló en engañar al pueblo, asesinar a inocentes en la masacre de Puente Llaguno y quedar a un paso de producir un magnicidio, con las imprevisibles consecuencias que esto podría haber acarreado para la sociedad venezolana. Se oculta también un hecho que la historia confirma una y otra vez: que si la democracia logró consolidarse fue siempre y en todas partes a pesar de la oposición –a veces pacífica pero en muchos casos violenta- de la burguesía y la derecha política. Y que cuando aquella amenaza desbordar los muy estrechos límites de la democracia burguesa aún la derecha “más institucional y legalista” -caracterización que con harta ingenuidad se le atribuía a la derecha chilena a comienzos de los años setentas- no vacila en arrojar por la borda todos sus escrúpulos y apuesta todas sus cartas a la recomposición violenta del orden amenazado. Tal como Marx lo apuntara en un célebre pasaje de El 18 Brumario de Luis Bonaparte , la burguesía siempre preferirá “un final con terror al terror sin fin” materializado en el constante avance de los plebeyos y la amenaza a sus riquezas y privilegios. Esa fue la opción de la derecha chilena (incluyendo, obviamente, a la hipócritamente centrista y legalista Democracia Cristiana) el 11 de Septiembre de 1973 y esa fue también la opción de la derecha venezolana el 11 de Abril del 2002. Sólo que en este último caso la reacción popular le quebró la mano a los golpistas. Cosas como estas no pueden ser dejadas de lado en ningún análisis riguroso sobre la vida política de nuestros países. En estos casos, el silencio tiene un insoportable olor a complicidad.

La larga saga del golpismo latinoamericano

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