Carolina Escobar Sarti
Vi el anuncio en una va -lla publicitaria, en la cual se invitaba a quien lo deseara, a asistir el 31 de enero recién pasado a una jornada de salvación que se realizaría en un estadio guatemalteco. Incapaz de cuestionar la fe de nadie porque creer es un derecho, considero que sí deberíamos de reflexionar más sobre las prácticas y mecanismos promovidos desde la burocracia religiosa alrededor del tema de la salvación. Para comenzar, habría que decir que, si el destino ultraterrenal de todo creyente está determinado por un eterno, incuestionable, inescrutable e inalterable designio de Dios, se supone que este creyente no necesitaría de ninguna iglesia para obtener la salvación eterna. Pero bueno, parece que las iglesias son tan nobles que están para servir a los condenados y no a los que son salvos.
Aquí es donde entra en juego el utilísimo mecanismo de la culpa, enseñado desde múltiples púlpitos para ser vivido dogmáticamente, sin ningún dejo de conciencia y responsabilidad; desde allí se ha hecho creer a la humanidad que todos nacemos con el pecado original y que, de allí en adelante, somos inevitablemente pecadores y sujetos dependientes de todo tipo de dioses.
Si las mujeres y hombres primitivos, desde su incipiente conocimiento de los fenómenos del mundo, crearon dioses de la lluvia, del viento, del sol, de la luna, de la fertilidad o de la muerte, hoy —con toda la ciencia a nuestro alcance y siglos de “avance”— hemos creado un Dios a nuestra imagen y semejanza. Tan parecido a nosotros y tan humanizado es ese Dios, que odiamos en su nombre, matamos en su nombre, envidiamos en su nombre y provocamos infelicidad y dolor en su nombre.
Y es a ese “Dios” (casi álter ego) al que recurrimos en los momentos cruciales de nuestras vidas. Además de todo, ese pobre Dios resulta siendo el único y verdadero por sobre cualquier otro de cualquier otra iglesia.
En tiempos de angustia existencial como los actuales, cuando muchos suponen desde la fatalidad y la falta de creatividad, que “se han perdido todos los valores”, desaprovechamos la oportunidad de redefinir los principios esenciales sobre los cuales podríamos levantar la humanidad de los nuevos tiempos y la mayoría le apuesta a buscar la verdad y la seguridad fuera de sí misma, en templos de todas las denominaciones.
Desde Wall Street hasta el Vaticano, pasando por los centros comerciales, los estadios y las múltiples Casas de Dios, todos son lugares posibles donde encontrar tablas de salvación para nuestra zozobra.
Es de suponer que los líderes de todas las iglesias estén muy atentos a la ecuación que se da cíclicamente: tiempos de crisis es igual a más fieles buscando la verdad y ello, a su vez, significa la posibilidad de más ovejas para los respectivos rebaños.
Es entonces cuando el mercadeo de la fe entra en juego y se traduce en una vulgar competencia por llenar templos y estadios.
Tan vulgar es esa competencia y tan vulgarizado está Dios, que a las puertas de algunos templos modernos incluso esperan varios camiones blindados el término del servicio dominical, para llevarse a depositar a algún banco el diezmo ofrecido “voluntariamente” por todos los fieles.
Comprar el cielo ha sido una práctica muy vieja. Los portavoces especializados de Dios, desde las grandes iglesias, se han convertido en expertos comerciantes que intercambian bienes de salvación por bienes materiales; la necesidad honesta de creer de los fieles y la necesidad no tan honesta de sostener un estatus de dominio de los líderes eclesiales, mantiene a flote esta relación secular.
Y lo más obsceno de todo es que estos últimos le llaman a esto un acto de fe. Que le llamen negocio, inversión o industria, pero no acto de fe.
La burocracia religiosa ha vendido el cielo, y para quienes no pagan a tiempo su derecho a entrar en él, hay incluso listados en los templos donde los morosos son señalados con el dedo acusador.
¡Pobres quienes no tienen para pagar por su salvación! ¿O será suerte que el no tener les impida caer en esta trampa de la fe?
cescobarsarti@gmail.com

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