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La lucha contra la corrupción ocupa un lugar 
protagónico en las agendas mediáticas de nuestros países 
latinoamericanos. Y ciertamente acabar o bien disminuir este flagelo no 
solo es un imperativo moral, antes bien significa hacer justicia a los 
sectores mayoritarios que son los que en gran medida sufren las 
consecuencias de que recursos públicos que deberían ir a servicios y 
atenciones para la gente terminen en cuentas privadas. Además de que 
fortalece el estado de derecho y otorga legitimidad a los mandatos 
democráticos. Sin embargo, proponemos una reflexión sobre lo que hay 
detrás de la narrativa anticorrupción que impera mediáticamente. 
Considerando que quienes la impulsan no precisamente responden a los 
mejores intereses. Y que, en el marco de su rol en las relaciones de 
poder de nuestras sociedades, son actores políticos antes que agentes 
noticiosos o luchadores “neutrales”. De igual modo, hablemos de las 
articulaciones geopolíticas en las que también se inscribe la primacía 
de la anticorrupción en la región.
Lo que esconde la narrativa anticorrupción 
Los
 discursos anticorrupción se estructuran, normalmente, desde una matriz 
conservadora lo cual hace que tiendan a configurar imaginarios 
reaccionarios y antipolíticos. Es una matriz que, asimismo, moraliza la 
política presentando las disputas escenificadas por los actores 
políticos como una cuestión de “buenos” contra “malos”. Donde la gente, 
en lugar de ver relaciones de poder y disputas ideológicas, que es lo 
que orienta toda lucha por el poder, termina haciendo juicios morales. 
Esta dinámica, que en las últimas dos décadas se ha fortalecido en 
nuestras sociedades, influyó decisivamente en el actual vaciamiento de 
la política que padecemos. En cuyo marco, por ejemplo, los debates 
ideológicos se dejaron a un lado para abrirle paso a perspectivas 
enmarcadas en lógicas del marketing. Y de ese modo, actualmente importan
 más las imágenes que las ideas. Dando lugar a la primacía del 
candidato-producto que se posiciona en claves publicitarias: vendiendo 
una aspiración que la gente compra para alcanzar cierto ideal de 
realización. Ese vacío, pues, como hemos analizado en otros trabajos, 
fue siendo ocupado por la moral e igualmente por la lógica del 
emprendedurismo.
Todo lo cual conforma, a su vez, imaginarios 
conservadores que se presentan como lo “nuevo” propio de estos tiempos 
de tecnologías e individualismo en los que las ideologías resultan cosas
 del “pasado”. Y la corrupción, en ese contexto, se presenta como lo que
 debe quedar atrás por cuanto es lo concerniente a la “vieja política”. 
Por lo tanto, se requieren gerentes que administren el estado como una 
empresa que genera riqueza. Así, la narrativa anticorrupción se inscribe
 también en la lógica del sujeto gerente de su propia vida que teoriza 
el filósofo Byung Chul-han. Toda vez que es una operación compleja 
puesto que anunciando lo nuevo y superador, realmente, surge lo 
reaccionario y por lo mismo conservador. Esto es, más que al avance 
conduce al pasado. De ahí que, en el marco de esta estructuración que ha
 logrado hegemonizar parte de la discusión pública de nuestros países, 
hayan brotado con tanta fuerza los discursos identitarios de ultra 
derecha y los extremismos religiosos de corte mayormente evangelista. La
 irrupción de los Bolsonaro, Trump y grupos ultras en el debate público,
 a quienes mucha gente ven como la solución frente a los corruptos de la
 “vieja política”, tiene que ver con lo que en el fondo entraña la 
narrativa anticorrupción.
Narrativa cuyas bases se sostienen en 
entendidos morales mediante los que se asume la política. El ciudadano 
promedio que se instala en el imaginario anticorrupción, normalmente, 
desprecia la política porque la ve como algo sucio. De ahí la opinión 
generalizada en nuestras sociedades de “todos los políticos son 
corruptos”. Y, al ser todos igual de “malos”, se requiere cambiarlos por
 algo “nuevo”. No obstante, como eso “nuevo” se define desde una matriz 
conservadora, las opciones que surgen vienen o bien del imaginario moral
 (ultra religiosos, militares de derecha, nacionalistas, etc.) o de la 
lógica del emprendedurismo (multimillonarios, gerentes de empresas y 
personajes vinculados al espectáculo televisivo). Ambos elementos, moral
 y emprendedurismo, se retroalimentan ya que vienen de la misma matriz y
 de ahí la unión de propósitos, tanto táctica como estratégica, que 
terminan casi siempre haciendo los sectores que gravitan alrededor de 
aquello. Nayib Bukele, el actual presidente “milenial” de El Salvador, 
es probablemente el producto más acabado y paradigmático de esto: un 
hombre joven que viste y habla cool como cualquier muchacho, pero al 
mismo tiempo es un personaje ultra religioso y autoritario que apela con
 frecuencia a la estética militar y califica las instituciones 
democráticas como obstáculos que “benefician” a corruptos. Es, así las 
cosas, la máxima expresión del autoritarismo que, barnizado como lo 
“nuevo” y “refrescante”, más bien fortalece viejos paradigmas y sectores
 del poder que siempre nos han dominado. Cabe destacar que, muchos 
salvadoreños, eligieron a Bukele para castigar a los viejos políticos 
corruptos de izquierda y de derecha.
La anticorrupción, en tanto 
se inscribe en la desideologización, presenta igualmente un escenario 
donde la corrupción no es “ni de derecha ni de izquierda”. Todos son 
corruptos por igual. De tal suerte que se debe desbancar a todos los 
políticos pertenecientes a lo mismo”, e ir tras opciones “nuevas” fuera 
de la política. Los medios de comunicación hegemónicos se benefician 
ampliamente de la difusión de estos imaginarios. Puesto que, como vimos,
 en el fondo lo que hacen es fortalecer lo que hay en nombre de lo 
“nuevo”. Es decir, legitiman relaciones de poder vigentes en las que 
sectores del capital concentrado y clases adineradas latinoamericanas se
 juegan lo que para ellas es importante: conservar el poder real que es 
tanto económico como cultural. Esto último resulta central pues la 
condición de posibilidad del dominio de minorías propietarias sobre las 
mayorías, está en que estas últimas asuman como propios los intereses de
 las primeras. Y así, determinadas élites se reproducen socialmente por 
medio del control de las mentes y aspiraciones de los sectores 
mayoritarios. Los discursos anticorrupción, en ese marco, constituyen un
 instrumento de incalculable valor para estas élites que si no es 
dominando y controlando no se entienden a sí mismas.
Los discursos
 anticorrupción son, por tanto, una trampa. Que, antes que hacernos 
avanzar, nos mantienen en lo viejo (que no es otra cosa que las 
relaciones de poder donde las mismas minorías de siempre dominan en 
detrimento de las mayorías). La anticorrupción así entendida no conduce a
 la justicia, puesto que vacía la política de contenido lo cual implica 
que no se discuta lo fundamental en los términos y enfoques debidos. 
Evitando, por consiguiente, que los problemas sociales se vean en su 
justa dimensión, y, por tanto, se propongan y construyan las soluciones 
necesarias. Las cuales parten, necesariamente, por desmontar las bases 
de la desigualdad económica, social y cultural que es el principal 
escollo de nuestras sociedades profundamente excluyentes y atrasadas. 
Por otro lado, este imaginario de la anticorrupción crea condiciones 
para el surgimiento de falsos “justicieros” y profetas de la moral que, 
en nombre de combatir lo existente, nos retroceden a paradigmas 
moralistas e identitarios donde priman la intolerancia y violencia. O 
que, cual Bukele, bajo el paraguas de lo “nuevo”, instalan lo “viejo” 
recurriendo al autoritarismo que sólo brinda imágenes de eficiencia 
cuando en la realidad concreta no da resultados tangibles en favor de 
los más necesitados.
Los progresismos frente al imaginario anticorrupción 
¿Cómo
 plantear alternativas progresistas realmente nuevas en sociedades tan 
penetradas por la matriz conservadora que hay detrás de la 
anticorrupción? A partir de la década de los 90 del siglo pasado, Think 
Tanks vinculados a agencias del gobierno estadounidenses como USAID y 
organismos como el Banco Mundial comenzaron a difundir el discurso 
anticorrupción en Latinoamérica. El consenso que buscaban instalar entre
 nuestras clases dirigentes y opinión pública era el siguiente: los 
latinoamericanos somos “pobres” por culpa de nuestros políticos 
“corruptos”. ¿Y cuál era la solución? Pues la receta neoliberal: 
reducción del Estado al mínimo y eficiencia gerencial en el manejo de lo
 público. Una articulación muy bien estructurada que, acorde a lo que es
 el neoliberalismo centralmente, esto es, una matriz de sentido antes 
que modelo de gestión del capitalismo, vino a formatear mentalidades en 
la región. Y, en ese contexto, configurar nuevos imaginarios que 
buscaran soluciones a nuestros problemas en otros lados; lejos de la 
politización y disputas ideológicas de décadas anteriores. De modo que, 
si el problema era la corrupción pública, había que reducir lo público 
-para que haya menos de donde robar- y “eficientizar” el Estado para que
 genere riqueza en lugar de burocracia. Ese fue, en términos generales, 
el consenso que quedó instalado.
Las estructuras mediáticas 
cumplieron su rol construyendo verdad y formateando mentalidades desde 
sus aparatos comunicacionales. No es, pues, casualidad (en política no 
existen las casualidades) que la principal arma con la que se atacó a 
los gobiernos progresistas de la década pasada que gobernaron por fuera 
del consenso mediático imperante, fue la anticorrupción. “Se robaron un 
PIB”, repitieron en Argentina -sin ofrecer pruebas ni datos- los 
emporios mediáticos que de 2002 a 2015 tuvieron que enfrentar un 
gobierno popular que no gobernó en función de los intereses de sus 
dueños. Sucedió lo mismo en el resto de la región donde hubo gobiernos 
progresistas. El imaginario anticorrupción, así como la matriz 
conservadora en la que se inscribe, son hegemónicos en nuestros países 
de forma que puede haber gobierno progresista pero los términos de la 
discusión los siguen definiendo medios que responden a intereses 
conservadores. De ahí, en buena medida, el hecho de que una cosa es 
llegar al gobierno y otra tener el poder. El poder real implica, en 
buena medida, gozar de la capacidad de controlar mentalidades y hacer 
que las mayorías asuman intereses de ciertas élites como propios. Los 
progresismos están lejos de ese poder aún.
La anticorrupción, por 
tanto, es una trampa muy peligrosa para los progresismos. Del tipo que 
sean estos últimos: más a la izquierda o más hacia el centro. Todo 
partido, figura o grupo que apele a lo popular y asuma la representación
 de los verdaderos intereses de las mayorías, es decir, la lucha contra 
la desigualdad, se verá frente al muro de la anticorrupción. De esa 
matriz conservadora que despolitiza y moraliza y, así, hace que la gente
 opte por falsas soluciones a sus problemas de fondo. De suerte que, 
posicionar ideas progresistas se hace difícil dado que los ciudadanos lo
 asumen como algo dudoso o, en cualquier caso, lo inscriben en la lógica
 de “todos los políticos son iguales”. Y luego votan en las elecciones 
por multimillonarios y “emprendedores” como Mauricio Macri o Sebastián 
Piñera que los empobrecen. Porque los de arriba sí saben que siempre 
está vigente la lucha de clases y, por ello, gobiernan para los suyos. 
La mayoría de las élites latinoamericanas, que aún no superan 
concepciones coloniales de “superioridad” y “legitimidad” para mandar, 
así piensan y operan sus intereses.
Por tanto, desde el 
progresismo se debe tomar con mucho cuidado y perspicacia política los 
discursos anticorrupción. Porque los intereses que hay detrás de ellos 
no buscan justicia esencialmente. Más bien, persiguen preservar 
privilegios y que nada cambie. Esto es, son lo realmente viejo. Asumir 
esos discursos, desde el progresismo, resulta contraproducente 
generalmente pues coloca en un marco de discusión donde los que 
representan lo popular casi siempre llevan las de perder. Porque es un 
entramado que se sostiene, como vimos, en una matriz conservadora que, 
asimismo, reproduce imaginarios reaccionarios y antipolíticos que van 
contra los intereses populares. El progresismo es, antes bien, una 
reivindicación de la política entendida como mecanismo de hacer justicia
 y dignificar a los que nunca han tenido privilegios. La anticorrupción 
hegemónica mediáticamente busca lo contrario.
Desde el 
progresismo, hay que tomar distancia de esos discursos para hablar y 
posicionar lo realmente fundamental. Toda vez que, si de luchar contra 
la corrupción se trata, se debe develar que existe tanto la corrupción 
pública como la privada; y que no hay corrupto en lo público sin 
cómplices y/o sobornadores que actúen desde lo privado. Asimismo, que 
corrupción también es evadir impuestos siendo multimillonario y usar el 
poder del dinero para imponer agendas particulares a toda la sociedad. 
También es corrupción que actores políticos disfrazados de “periodistas 
imparciales” mientan en un canal televisivo o radiodifusora en nombre de
 la “libertad de prensa”. Igualmente, corrupción es el ciudadano común 
que no sigue las normas y se aprovecha de ciertas ventajas para obtener 
beneficios. Es decir, la corrupción no sólo está en la política y sin 
esta última ninguna sociedad puede avanzar civilizadamente. Por último, 
el progresismo debe combatir la narrativa anticorrupción asumiendo lo 
que Andrés Manuel López Obrador en México llama “austeridad republicana”
 para tener autoridad moral frente a mayorías que nunca han tenido 
privilegios. Luchar contra la corrupción, cuando se hace de verdad, es, 
en el fondo, impedir que recursos que deberían servir para brindar 
servicios y oportunidades dignas a las mayorías terminen engrosando 
cuentas particulares de políticos y actores privados. Es decir, la 
auténtica anticorrupción politiza y nos hace avanzar en lugar de 
retroceder.
 
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