Rosa Miriam Elizalde
Las cifras, sin importar cuáles sean, son trágicas, pero las 
comparaciones alimentan la perplejidad: ¿cómo son tan dispares las 
estadísticas entre el país más rico del mundo y la nación víctima de 
la tentativa de genocidio más larga de la historia?, como llamó Gabriel García Márquez al bloqueo económico de Estados Unidos. ¿Tendrá que ver con que el presidente Miguel Díaz-Canel no juega golf en plena epidemia mortal, ni ha sugerido que la lejía es un
medicamento revolucionario?
Los muertos se cuentan de uno en uno, no importa el peso, el 
resultado final es siempre el mismo. Un individuo es la medida exacta 
del universo y que se haya ido duele a sus familiares y amigos en Cuba, 
igual que en Pensilvania. Ahora bien, conocer la diferencia entre hechos
 tan diametralmente opuestos ayuda a orientarnos en un entorno 
informativo altamente contaminado, donde la isla se reduce a una 
nación de pobres y mantenidos, como diría un entusiasta de Trump en Miami. Mientras, los muertos en Estados Unidos van y vienen sin ir a fondo de las historias de hospitales saturados, médicos urgidos a trabajar sin descanso, escasez de pruebas y multitudes que desafían la pandemia en playas y balnearios.
Para los cubanos, lo más esperanzador es saber que, si te enfermas, 
tienes muchas posibilidades de sobrevivir. En Estados Unidos, donde hay 6
 mil 146 hospitales y sólo 965 son operados por gobiernos estatales y 
municipales, y 209, por el gobierno federal, la salud es un negocio 
privado. De ahí que, aunque la respuesta demorada, luego ignorante, 
luego contradictoria y, a esta altura, incoherente del gobierno federal 
pueda atribuirse en parte al presidente, la realidad es que la 
mercantilización de los servicios médicos no comenzó con Donald Trump. 
El sistema de salud no está configurado para ayudar a los pacientes. Ha estado estructurado sólo para ganar dinero, manifestó recientemente al Washington Post el doctor Nick Sawyer, del Departamento de Medicina de Emergencia de la Universidad de California.
Trump empeoró la situación cuando eliminó los fondos para las 
organizaciones encargadas de las catástrofes. Luego designó como 
responsable del gabinete de la crisis del coronavirus al vicepresidente 
Mike Pence, culpable de muertes en los tiempos de la epidemia del 
VIH/sida por haber votado contra la financiación de las pruebas y por 
recomendar como alternativa la plegaria a Dios.
En consecuencia, la sociedad ha comenzado a adaptarse a las cifras de
 muertes, tal como se ha resignado a que cualquiera se pueda comprar un 
fusil de asalto y disparar en escuelas, iglesias, cines y hasta 
embajadas, y que ese sea el precio de la 
libertadde portar armas o hacer lo que venga en gana, incluso despreciar la vida de los demás.
El escenario del coronavirus en el que no puedo dejar de pensar es en el que simplemente nos acostumbramos a todas las muertes, escribió hace unos días Charlie Warzel, columnista del New York Times.
Llegado a este punto, la principal diferencia entre Cuba y Estados 
Unidos no estriba en sus diametralmente opuestos sistemas de salud. Ni 
siquiera tiene que ver con las diferencias políticas, sino con la escala
 de valores en ambas sociedades. En la isla los sentimientos de 
cooperación y solidaridad vienen desde los tiempos de la Colonia, en 
tensión con las pretensiones estadunidenses de anexarse el país. No 
comenzaron con la revolución de 1959, aunque ésta los haya consagrado en
 las condiciones más adversas.
El individualismo de la sociedad estadunidense tampoco comenzó con 
Donald Trump, ni con la peste que nos asola. Se ha hecho acompañar 
históricamente con una idea perversa de la libertad, que retrató José 
Martí en un discurso memorable pronunciado en Tampa, en 1891. El héroe 
nacional cubano, que vivió la mayor parte de su vida adulta en Estados 
Unidos y que llegó a conocer el alma de ese país como ninguno de sus 
contemporáneos, advirtió cuál sería el límite de la libertad que 
consagraría la República en Cuba, como 
ejercicio íntegro de sí:
el respeto, como honor de familia, al ejercicio íntegro de los demás. La libertad individual que reclamaba para los cubanos no sería aquello que caracterizaba al imperio naciente: egoísmo, individualismo amoral, capricho, abuso de unos sobre otros. Sería justicia colectiva, a lo que él llamó
la pasión, en fin, por el decoro del hombre.
 
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