Editorial La Jornada
El jueves pasado,  108
 médicos cubanos arribaron a la ciudad de Veracruz con la finalidad de 
apoyar a las autoridades locales en la atención de pacientes contagiados
 del coronavirus SARS-CoV-2 en la entidad, sexta a escala nacional en 
número de fallecimientos a causa del Covid-19. El grupo recién llegado 
se suma al contingente de al menos 590 profesionales de la salud que 
desde abril ayudan al personal sanitario de la capital del país, gracias
 a un convenio entre el Instituto de Salud para el Bienestar (Insabi), 
la Secretaría de Salud de la CDMX y el gobierno cubano.
México no es el primer país que se ha visto beneficiado con la 
presencia de médicos cubanos en sus esfuerzos para combatir la 
emergencia sanitaria en curso, pues La Habana ha destinado mil 238 
profesionales de la salud a 21 naciones de América Latina, el Caribe, 
África, Asia y, por primera vez, Europa, donde las brigadas cubanas 
jugaron un papel fundamental durante los momentos álgidos de la pandemia
 en Italia. Tampoco es la primera vez que los médicos cubanos acuden en 
auxilio de la población mexicana durante trances difíciles: como ejemplo
 cabe recordar el inestimable apoyo que prestaron en el istmo de 
Tehuantepec después de que el sismo del 19 de septiembre de 2017 causara
 el colapso de los servicios de salud en esta región oaxaqueña.
La ayuda en materia sanitaria que Cuba ha prestado al mundo durante 
la crisis actual no se limita al envío de médicos, sino que incluye 
también uno de los fármacos más prometedores en la atención de los 
pacientes con cuadros graves de la enfermedad, el Interferón alfa 2B 
recombinante. Desde inicios de febrero pasado, en este espacio se 
consignó el éxito que dicho medicamento, desarrollado por la 
biotecnológica de la isla, tuvo en el combate contra el coronavirus en 
China, donde se produce gracias a la colaboración binacional. Como se 
dijo entonces, la Comisión Nacional de Salud de China eligió este 
antiviral debido a su potencial curativo, probado con éxito en el 
tratamiento de VIH, las hepatitis de tipo B y C, la papilomatosis 
respiratoria recurrente, el condiloma acuminado, además de distintos 
tipos de cáncer.
Hay una aparente paradoja en que un país asediado por el más brutal 
bloqueo económico y político a lo largo de seis décadas sea un ejemplo 
no sólo de éxito en su propio combate contra la pandemia –hasta ayer, 
Cuba registraba apenas mil 908 contagios y 80 fallecimientos–, sino de 
la solidaridad y la cooperación globales de cuya ausencia han hecho gala
 muchos de los estados que se presentan a sí mismos como líderes de la 
comunidad internacional. Sin embargo, tal paradoja no es tal si se 
considera, en primer lugar, que desde sus inicios la Revolución cubana 
apostó su futuro al desarrollo del más valioso de los bienes con los que
 cuenta cualquier nación: las capacidades intelectuales y humanas de sus
 ciudadanos. En segunda instancia, el rol de la isla en la coyuntura 
actual debe explicarse por el espíritu de fraternidad que la Revolución 
promueve como antídoto a la competencia salvaje en la cual se basan las 
sociedades capitalistas de las que el pueblo cubano busca diferenciarse.
Esta doble apuesta por el conocimiento y la solidaridad le ha 
permitido a Cuba cosechar éxitos significativos en el campo de la salud,
 como ser el primer país en eliminar la transmisión de la sífilis y el 
VIH de madre a hijo, aplicar terapias con células madre, tener una de 
las tasas de mortalidad infantil más ba-jas del mundo, contar con una 
esperanza de vida comparable a la de las naciones más ricas y, en 
conjunto, haber desarrollado un sistema de salud reconocido como un 
modelo a seguir a escala mundial. Todo ello, mientras enfrenta el cerco 
inhumano con que Washington se empeña en forzar un cambio en el sistema 
político bajo el que los cubanos han decidido regirse.
 
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