Está demostrado  que 
los desastres naturales, inevitables en sí mismos, se convierten en 
catástrofes sociales debido a las grandes desigualdades sociales y al 
desmantelamiento de la capacidad de respuesta del Estado, ambos 
fenómenos resultado directo de la lógica con que opera el sistema 
económico vigente. Así, fenómenos como sismos, huracanes, inundaciones o
 sequías, tienen efectos particularmente devastadores sobre los sectores
 de la población que ya se encontraban en una situación de 
vulnerabilidad, y no es distinto lo que ocurre durante la crisis 
sanitaria causada por la enfermedad Covid-19.
En este sentido, la pandemia en curso se ha vuelto catastrófica para 
uno de los grupos de mayor vulnerabilidad: el de los migrantes 
indocumentados que se encuentran en Estados Unidos. Como es sabido, los 
entre 10 y 12 millones de personas que viven en territorio estadunidense
 –sin los papeles necesarios para acreditar su residencia legal– han 
experimentado unas condiciones tan difíciles como paradójicas, pues, al 
mismo tiempo que pagan impuestos y contribuyen al desarrollo de sus 
comunidades, sufren abusos laborales sistemáticos, se ven impedidas de 
usar servicios de salud, obligadas a llevar existencias semiclandestinas
 por temor a la deportación, y se encuentran expuestas a padecer todo 
tipo de arbitrariedades por parte de agencias gubernamentales. Todos 
estos males que se han exacerbado de manera tan deliberada como inhumana
 desde que Donald Trump llegó a la Casa Blanca hace poco más de tres 
años.
En este contexto tan adverso, los migrantes sufren los estragos de la
 pandemia en, al menos, cuatro maneras específicas. En primer lugar, 
como ya se dijo, porque su estatus les impide acceder a los servicios 
médicos por la doble vía de la falta de cobertura y del miedo a ser 
detectados y arrestados al solicitar asistencia. Segundo, porque los 
alrededor de 40 mil migrantes que se encuentran en los centros de 
detención del Servicio de Inmigración (ICE, por sus siglas en inglés) 
están expuestos al contagio debido a las condiciones de hacinamiento 
imperantes en dichas instalaciones, muchas de las cuales carecen de la 
infraestructura mínima para detectar de manera oportuna los casos 
probables y para tratar a los pacientes. A mediados de la semana pasada 
ya había 32 casos confirmados entre los internos, y 11 entre el personal
 que labora en las prisiones.
Además, la administración de Trump ha usado la emergencia como 
pretexto para acelerar su política de deportaciones masivas, las cuales 
ya se realizaban en flagrante violación al derecho internacional, y que 
hoy tienen lugar ignorando también cualquier protocolo sanitario para la
 contención de la pandemia. Sólo entre el 21 de marzo y el 9 de abril, 
la oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP) estadunidense 
deportó 
de manera sumariaa más de 10 mil personas que ingresaron a su territorio, sin tomar medida alguna de prevención epidemiológica. Para colmo, los trabajadores indocumentados enfrentan una aguda precariedad laboral que los convierte en las primeras víctimas de la ola de despidos causada por la parálisis económica que es efecto indeseable, pero ineludible, de las medidas de aislamiento para frenar la propagación del coronavirus SARS-Cov-2.
En tanto, resulta casi impensable un gesto de empatía por parte del 
gobierno de Trump para aliviar la situación de los migrantes en esta 
coyuntura, entonces cabe llamar a que las autoridades mexicanas se 
movilicen para defender los derechos de los paisanos que, debe 
recordarse, conforman casi la mitad de la población estadunidense 
indocumentada, así como para recibir en las mejores condiciones posibles
 a quienes son retornados de manera forzosa a este lado de la frontera.
 

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