Una larga fila de   
comentaristas europeos han embestido en contra de dos textos de Giorgio 
Agamben que reflexionan sobre el estado actual de la diseminación del 
coronavirus. Los dos escritos son: L’invenzione di una epidemia ( Quadliber, marzo 2020) y Contagio ( Una voce, 11 de marzo, 2020). Disponibles en español, respectivamente, en ficciondelarazon.org y Artilleria Inmanente,
 el prolífico blog que Alan Cruz coordina diligentemente. La polémica es
 indicativa de las posiciones que hoy se dirimen en la crisis viral que 
afecta a gran parte del planeta. Crisis viral en un doble sentido: la 
aparición de un nuevo virus de rápida diseminación que ha tomado por 
sorpresa a los epidemiólogos y, a la vez, el carácter viral y súbito de 
la detención de la maquinaria social debido al temor del contagio.
El texto sobre la epidemia sostiene que si bien la disemenación del 
Covid-19 representa sin duda una amenaza, comparada con otras pandemias 
del siglo XX (influenza, virus aviar, ébola, HIV, gripe española…) sus 
proporciones parecen ser menores. Hasta hoy, después de un mes, los 
decesos en todo el planeta no alcanzan la cifra de 9 mil (¡En una 
población mundial de 7 mil 500 millones!) Argumento, por supuesto, que 
no alivia el terrible sufrimiento en cada caso de amigos y familiares 
causados por las muertes. Sin embargo, las medidas de control y coersión
 adoptadas por los estados han alcanzado dimensiones inimaginables o, al
 menos, nunca vistas hasta ahora: cancelación de libertades civiles, 
restricción del contacto personal (hoy se habla ya de una 
distancia sanade 4.5 metros) –en Austria e Italia la fuerza pública puede detener a gente que tose en la calle o se suena
sospechosamente–, supresión de la libertad de movimiento, etcétera. En suma, el estado de excepción perfecto, ahora puesto en operación no por las fuerzas del orden, sino por la propia ciudadanía, casi como su demanda. Es decir, auto-impuesto. Me detengo en esta reflexión que resulta simplemente ubicua: hay un virus mucho más peligroso que el Covid-19, el que cercena los cerebros no para evitar el contagio, sino para anunciar una forma nueva de vida, ni siquiera imaginada por la literatura: el individuo autoaislado frente su dispositivo digital como último fragmento de lo que resta de la
sociedad.
Que el peligro de la pandemia existe, está fuera de duda. La pregunta
 es: ¿cómo han reaccionado las diversas franjas de la sociedad política 
actual para situarse en la ola de shock que ha provocado?
“Primero, el origen“. Un virus de procedencia chino-murciélago o de 
los chinos que devoran murciélagos crudos. Cualquier semejanza con la 
teoría en el Medioevo de que la peste provenía del aliento de los 
dragones alados no es fortuita. En el imaginario occidental, China ha 
representado siempre un mítico lugar de la infección. Que China esté 
siendo en la actualidad convertida en el nuevo enemigo global obra 
evidentemente en el subsuelo de esta leyenda. Pero la figura del 
murciélago es singular. Un animal que succiona sangre, el gran parásito 
alado. El nuevo antiespecismo ha mostrado hasta el cansancio que la 
transformación de la figura del animal en una amenaza no es más que la 
antesala de la transformación de los seres que se encuentran en su 
inmediación en cuerpos amenazantes, que urge eliminar.
El otro rumor es que su confección se debe a un laboratorio militar 
estadunidense. Aunque invertida un poco, esta versión puede resultar 
estrepitosa. Supongamos que fue un laboratorio chino el encargado de 
confeccionar el virus; entonces sólo ellos tendrían el control. Nunca se
 sabe hasta dónde llega la viralidad simbólica y mitológica. Sin 
embargo, es esencial. Sin mito no hay miedo. La gente siempre cree en 
algo, incluso en el origen inaudito de su destrucción.
“Segundo, la lógica social que entrecruza a la diseminación de las 
imágenes pandémicas“. Las medidas inmediatas se han traducido en una 
asombrosa capacidad de restaurar disciplinamientos sociales. En unos 
cuantos días, el impresionante movimiento feminista, las rebeliones 
sociales de Francia y Chile, la revuelta de Hong Kong, el movimiento 
social antisistémico en Estados Unidos, por mencionar algunos, se han 
esfumado de las pantallas, es decir, del lugar central donde hoy se 
produce el principio de realidad. El Estado parece haber recuperado los 
dominios perdidos en los pasados 10 años. Basado en su instrumento 
central: el miedo que paraliza la acción.
“Por último, las ruedas de la economía (política“). Entre paréntesis.
 Esta disciplina que se extraña desde finales del siglo XX. La mayor 
parte de la prensa ha consagrado su atención a 
las repercuciones económicas de la epidemia. Pero casi nadie se pregunta si la recesión que comenzó de manera global el año pasado (con avisos de asemejarse a 2008) no ha encontardo en la pandemitis que padecemos el instrumento subjetivo para legitimar gravísimas medidas. Por lo pronto, si la detención de la maquinaria social se prolonga 60 días, habrá quebrado 10 por ciento del capital hoy existente. El desempleo será desesperante. En la primera mitad del siglo XX, esto se lograba con guerras. Hoy basta al parecer con un virus eficiente. Un virus que, por cierto, ataca en particular a los países centrales. En la actualidad, son los ricos los que están muriendo. Sin embargo, hay un dilema real. Si las acciones globales cruzan el límite de 20 por ciento a la baja, serán los pocos ahorradores que quedan quienes compren. China, por ejemplo.
 

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