La historia podría dar un giro de guion inesperado para quienes 
derrota tras derrota esperábamos la victoria final. Quizá hay algo en 
nuestras cabezas que construye tramas irremediablemente hegelianas, una 
especie de tentación irresistible del sentido que nos llevaba a ver, a 
querer ver, que tras cualquier esquina o páramo de la historia, a pesar 
del desmentido de los hechos, encontraríamos el paraíso de una humanidad
 reconciliada consigo misma. Así nos pareció entender que lo que entraba
 en Berlín en abril de 1945 era el Espíritu Absoluto a lomos de un T-34.
 Y así una tras otra. Sería en efecto un extraño giro de guion que tras 
cientos de años de lucha y océanos de sufrimiento anónimo, al final (o 
cerca del final), una gripe chunga consiguiera el advenimiento del 
socialismo como la única forma –ni épica ni dramática, sino humildemente
 razonable– de poner un poco de orden al continuo estado de excepción en
 que se ha convertido eso que llamamos “vida” bajo el capitalismo.
Como decía el picoleto aquel devoto de Faulkner, el cabo Gutiérrez, interpretado por José Sazatornil en Amanece, que no es poco,
 encabronado pistola en mano porque el sol no salía por su sitio, “¡yo 
no aguanto este sindiós!”. ¡Todo está mal! Todo son malas noticias, 
presagios de derrumbe. Cambio climático, humanidad excedente, auge de la
 ultraderecha, cretinismo digital, posible desabastecimiento de cerveza…
Por decirlo brevemente, la capilarización tecnológica y las redes de 
transporte han convertido a la población mundial en un solo cuerpo y una
 sola mente, pero retorciendo la utopía espinociana. Cuantas más 
conexiones más vulnerabilidad, más riesgo. El mercado mundial es el 
escenario de la expansión de la bicha y, como aquel, parece tener algo 
de mítico e incontrolable, a pesar de los esfuerzos de la inteligencia, 
de la comunidad científica, por contenerlo. Seguramente lo peor
 será lo que viene, el devastado paisaje productivo y el caos financiero
 que acontecerá.
Y todo (bueno, casi todo, tampoco nos pasemos) porque hay demasiada 
riqueza, porque tiene que haber mucha más riqueza. Demasiada riqueza en 
sus formas antagónicas capitalistas [1]. Como soy medio devoto de 
Steinbeck, al punto me resuenan las palabras finales de Las uvas de la ira,
 aquellas en las que se da cuenta del inmenso escándalo que es la crisis
 de subconsumo en mitad de la más increíble sobreproducción, cuando se 
da cuenta de la destrucción de riqueza, del café y el maíz quemados, de 
las naranjas rociadas con queroseno y los cerdos enterrados vivos por no
 poder sacar de todo ello un solo céntimo de ganancia (“y niños 
agonizando de pelagra deben morir por no poderse obtener un beneficio de
 una naranja”). Hoy vemos cómo toda esa riqueza muerta en forma de 
hospitales privados contempla la escena con la misma frialdad que la 
mirada de una estatua (al menos al momento de escribir estas líneas).
El artículo 135 de la Constitución hace referencia, tras aquello de 
que se debe anteponer el pago de la deuda a cualesquiera otras 
cuestiones, a que dicha deuda y los límites del déficit estructural 
pueden superarse en casos de catástrofes naturales, recesión económica o
 situaciones de emergencia extraordinaria que escapen al control del 
Estado y amenacen la situación financiera o la sostenibilidad económica o
 social del Estado. Pues bien, el capitalismo es una catástrofe continua
 y excepcional –aun normalizada– que escapa al control de las 
instituciones públicas. Agotadas sus posibilidades civilizatorias y 
secuestradas sus posibilidades tecnológicas, asistimos, perplejos y con 
estupor dada la contumacia de sus defensores, al momento de verdad del 
sistema: se esfuma el fetichismo de la mercancía, el encantamiento del 
que éramos víctimas, se apartan los velos y se ve lo que hay: los 
cuerpos, la vulnerabilidad, el esfuerzo diario por sobrevivir, el 
chantaje cotidiano que sufren quienes dependen a vida o muerte de un 
salario, de aquellos a quienes se cuestiona el derecho a la existencia. 
Vemos también la confrontación entre las furias del interés privado y 
los héroes y heroínas de la modernidad, que no son hercúleos titanes del
 proletariado, sino más bien, como muestra Marx en varios pasajes de El capital,
 esforzados funcionarios cumplidores de la ley. Allí son inspectores 
fabriles y de salud pública; aquí, hoy, es el personal sanitario y 
administrativo que contiene la enfermedad, que, como muchos trabajadores
 y trabajadoras, contienen el desastre y hacen que todas las mañanas el 
sol salga por donde debe.
Por huevos hay que parar; hay que pensar en hacer de forma 
planificada lo que el bichito ese nos va a obligar a hacer: 
redistribuir; decrecer; acortar la jornada laboral; poner en marcha 
formas de teletrabajo que reduzcan la dictadura del automóvil y fomenten
 la descarbonización de la economía (y que, como corolario, bien podrían
 echar una manica en la lucha contra la “España vaciada”); repartir los 
cuidados; limitar los viajes aéreos y el turismo (obligándonos a 
estarnos un poco quietos); revitalizar la industria nacional y el campo 
español para acortar las largas cadenas de distribución, que guardan una
 evidente relación con el cambio climático; reducir las posibilidades de
 contaminación zoonótica al reducir el consumo de proteína animal; huir 
de las densidades amenazadoras de las grandes ciudades y reequilibrar 
los asentamientos en la relación campo-ciudad. Todavía nos va a venir 
hasta bien (venga, va, hagamos un último esfuerzo de resignificación…). 
Como diría Víctor Jara, a ruralizar, despatriarcalizar, socializar y 
veganizar o vegetarianizar. [2] Recuerdo un pasaje de Safran Foer, en Comer animales,
 que dice: “no existe la menor diferencia ética entre comer carne y 
arrojar grandes cantidades de comida a la basura, ya que los animales 
que comemos solo pueden convertir en carne una pequeña parte de la 
comida que se les da: hacen falta de 6 a 26 calorías para que un animal 
produzca una sola caloría de carne.” Hasta la ONU pide reducir el 
consumo de carne para frenar el cambio climático.
Vale, seguro que suena cursi y poco sofisticado pero, más allá de las
 secreciones pavlovianas del imaginario de cada cual, creo que es 
razonable pensar que el socialismo es la gramática económica de los 
derechos humanos, y aún más, la gramática económica del amor. 
Acostumbrados a esa especie de socialismo para ricos que consiste en la 
privatización de beneficios y socialización de pérdidas, en el uso del 
Estado como plataforma indispensable para sus negocios, tampoco veo el 
escándalo, la verdad. Realmente no se trata de traer el socialismo; 
bastaría con que cambiase de dirección.
De Hegel no te libras ni pa Dios. La cosa está mal. Hagamos un último
 esfuerzo de imaginación. Imaginemos que la pandemia abre, como diría 
aquel, “una ventana de oportunidad” al socialismo, aunque sea cabalgando
 a lomos del coronavirus.
[1] En el libro III de El capital, cap. 15, aparecen estas 
líneas: “(…) periódicamente se producen demasiados medios de trabajo y 
de subsistencia como para hacerlos actuar en calidad de medios de 
explotación de los obreros a determinada tasa de ganancia. Se producen 
demasiadas mercancías para poder realizar el valor y el plusvalor 
contenidos o encerrados en ellas, bajo las condiciones de distribución y
 consumo dadas por la producción capitalista y reconvertirlo en nuevo 
capital, es decir para llevar a cabo este proceso sin explosiones 
constantemente recurrentes.
No se produce demasiada riqueza. Pero periódicamente se produce demasiada riqueza en sus formas capitalistas antagónicas.”
[2]Yo me apunto a la alegoría del Monte Santo (Isaías 11, 6-9); que 
sea imposible me da igual: “Habitará el lobo con el cordero, y el 
leopardo se acostará con el cabrito, y comerán juntos el becerro y el 
león, y un niño pequeño los pastoreará. La vaca pacerá con la osa, y las
 crías de ambas se echarán juntas, y el león, como el buey, comerá paja.
 El niño de teta jugará junto a la hura del áspid, y el recién destetado
 meterá la mano en la caverna del basilisco. No habrá ya más daño ni 
destrucción en todo mi monte santo”.
 
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