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viernes, 20 de marzo de 2020

Al socialismo por la tos




La historia podría dar un giro de guion inesperado para quienes derrota tras derrota esperábamos la victoria final. Quizá hay algo en nuestras cabezas que construye tramas irremediablemente hegelianas, una especie de tentación irresistible del sentido que nos llevaba a ver, a querer ver, que tras cualquier esquina o páramo de la historia, a pesar del desmentido de los hechos, encontraríamos el paraíso de una humanidad reconciliada consigo misma. Así nos pareció entender que lo que entraba en Berlín en abril de 1945 era el Espíritu Absoluto a lomos de un T-34. Y así una tras otra. Sería en efecto un extraño giro de guion que tras cientos de años de lucha y océanos de sufrimiento anónimo, al final (o cerca del final), una gripe chunga consiguiera el advenimiento del socialismo como la única forma –ni épica ni dramática, sino humildemente razonable– de poner un poco de orden al continuo estado de excepción en que se ha convertido eso que llamamos “vida” bajo el capitalismo.
Como decía el picoleto aquel devoto de Faulkner, el cabo Gutiérrez, interpretado por José Sazatornil en Amanece, que no es poco, encabronado pistola en mano porque el sol no salía por su sitio, “¡yo no aguanto este sindiós!”. ¡Todo está mal! Todo son malas noticias, presagios de derrumbe. Cambio climático, humanidad excedente, auge de la ultraderecha, cretinismo digital, posible desabastecimiento de cerveza…
Por decirlo brevemente, la capilarización tecnológica y las redes de transporte han convertido a la población mundial en un solo cuerpo y una sola mente, pero retorciendo la utopía espinociana. Cuantas más conexiones más vulnerabilidad, más riesgo. El mercado mundial es el escenario de la expansión de la bicha y, como aquel, parece tener algo de mítico e incontrolable, a pesar de los esfuerzos de la inteligencia, de la comunidad científica, por contenerlo. Seguramente lo peor será lo que viene, el devastado paisaje productivo y el caos financiero que acontecerá.
Y todo (bueno, casi todo, tampoco nos pasemos) porque hay demasiada riqueza, porque tiene que haber mucha más riqueza. Demasiada riqueza en sus formas antagónicas capitalistas [1]. Como soy medio devoto de Steinbeck, al punto me resuenan las palabras finales de Las uvas de la ira, aquellas en las que se da cuenta del inmenso escándalo que es la crisis de subconsumo en mitad de la más increíble sobreproducción, cuando se da cuenta de la destrucción de riqueza, del café y el maíz quemados, de las naranjas rociadas con queroseno y los cerdos enterrados vivos por no poder sacar de todo ello un solo céntimo de ganancia (“y niños agonizando de pelagra deben morir por no poderse obtener un beneficio de una naranja”). Hoy vemos cómo toda esa riqueza muerta en forma de hospitales privados contempla la escena con la misma frialdad que la mirada de una estatua (al menos al momento de escribir estas líneas).
El artículo 135 de la Constitución hace referencia, tras aquello de que se debe anteponer el pago de la deuda a cualesquiera otras cuestiones, a que dicha deuda y los límites del déficit estructural pueden superarse en casos de catástrofes naturales, recesión económica o situaciones de emergencia extraordinaria que escapen al control del Estado y amenacen la situación financiera o la sostenibilidad económica o social del Estado. Pues bien, el capitalismo es una catástrofe continua y excepcional –aun normalizada– que escapa al control de las instituciones públicas. Agotadas sus posibilidades civilizatorias y secuestradas sus posibilidades tecnológicas, asistimos, perplejos y con estupor dada la contumacia de sus defensores, al momento de verdad del sistema: se esfuma el fetichismo de la mercancía, el encantamiento del que éramos víctimas, se apartan los velos y se ve lo que hay: los cuerpos, la vulnerabilidad, el esfuerzo diario por sobrevivir, el chantaje cotidiano que sufren quienes dependen a vida o muerte de un salario, de aquellos a quienes se cuestiona el derecho a la existencia. Vemos también la confrontación entre las furias del interés privado y los héroes y heroínas de la modernidad, que no son hercúleos titanes del proletariado, sino más bien, como muestra Marx en varios pasajes de El capital, esforzados funcionarios cumplidores de la ley. Allí son inspectores fabriles y de salud pública; aquí, hoy, es el personal sanitario y administrativo que contiene la enfermedad, que, como muchos trabajadores y trabajadoras, contienen el desastre y hacen que todas las mañanas el sol salga por donde debe.
Por huevos hay que parar; hay que pensar en hacer de forma planificada lo que el bichito ese nos va a obligar a hacer: redistribuir; decrecer; acortar la jornada laboral; poner en marcha formas de teletrabajo que reduzcan la dictadura del automóvil y fomenten la descarbonización de la economía (y que, como corolario, bien podrían echar una manica en la lucha contra la “España vaciada”); repartir los cuidados; limitar los viajes aéreos y el turismo (obligándonos a estarnos un poco quietos); revitalizar la industria nacional y el campo español para acortar las largas cadenas de distribución, que guardan una evidente relación con el cambio climático; reducir las posibilidades de contaminación zoonótica al reducir el consumo de proteína animal; huir de las densidades amenazadoras de las grandes ciudades y reequilibrar los asentamientos en la relación campo-ciudad. Todavía nos va a venir hasta bien (venga, va, hagamos un último esfuerzo de resignificación…). Como diría Víctor Jara, a ruralizar, despatriarcalizar, socializar y veganizar o vegetarianizar. [2] Recuerdo un pasaje de Safran Foer, en Comer animales, que dice: “no existe la menor diferencia ética entre comer carne y arrojar grandes cantidades de comida a la basura, ya que los animales que comemos solo pueden convertir en carne una pequeña parte de la comida que se les da: hacen falta de 6 a 26 calorías para que un animal produzca una sola caloría de carne.” Hasta la ONU pide reducir el consumo de carne para frenar el cambio climático.
Vale, seguro que suena cursi y poco sofisticado pero, más allá de las secreciones pavlovianas del imaginario de cada cual, creo que es razonable pensar que el socialismo es la gramática económica de los derechos humanos, y aún más, la gramática económica del amor. Acostumbrados a esa especie de socialismo para ricos que consiste en la privatización de beneficios y socialización de pérdidas, en el uso del Estado como plataforma indispensable para sus negocios, tampoco veo el escándalo, la verdad. Realmente no se trata de traer el socialismo; bastaría con que cambiase de dirección.
De Hegel no te libras ni pa Dios. La cosa está mal. Hagamos un último esfuerzo de imaginación. Imaginemos que la pandemia abre, como diría aquel, “una ventana de oportunidad” al socialismo, aunque sea cabalgando a lomos del coronavirus.

[1] En el libro III de El capital, cap. 15, aparecen estas líneas: “(…) periódicamente se producen demasiados medios de trabajo y de subsistencia como para hacerlos actuar en calidad de medios de explotación de los obreros a determinada tasa de ganancia. Se producen demasiadas mercancías para poder realizar el valor y el plusvalor contenidos o encerrados en ellas, bajo las condiciones de distribución y consumo dadas por la producción capitalista y reconvertirlo en nuevo capital, es decir para llevar a cabo este proceso sin explosiones constantemente recurrentes.
No se produce demasiada riqueza. Pero periódicamente se produce demasiada riqueza en sus formas capitalistas antagónicas.”
[2]Yo me apunto a la alegoría del Monte Santo (Isaías 11, 6-9); que sea imposible me da igual: “Habitará el lobo con el cordero, y el leopardo se acostará con el cabrito, y comerán juntos el becerro y el león, y un niño pequeño los pastoreará. La vaca pacerá con la osa, y las crías de ambas se echarán juntas, y el león, como el buey, comerá paja. El niño de teta jugará junto a la hura del áspid, y el recién destetado meterá la mano en la caverna del basilisco. No habrá ya más daño ni destrucción en todo mi monte santo”.

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