Fuentes: El Salto        
El 20 de enero de 2017 Donald Trump juró su cargo como el
 45º presidente de Estados Unidos. Tres años después, el pasado 20 de 
enero de 2020, se iniciaba en el Senado el proceso de impeachment en su 
contra, el tercero en la historia de EE UU. Pero él no estaba ahí, sino a
 […]
El 20 de enero de 2017 Donald Trump juró su cargo como el
 45º presidente de Estados Unidos. Tres años después, el pasado 20 de 
enero de 2020, se iniciaba en el Senado el proceso de impeachment en su contra, el tercero en la historia de EE UU.
Pero él no estaba ahí, sino a miles de kilómetros de distancia; 
entraba por la puerta grande del Foro de Davos, cual estrella de 
Hollywood. El capitalismo mundial estaba pendiente de él tratando de 
prever qué nuevas sorpresas prepara para este año en que se juega su 
reelección.
De su errática política exterior en este, el último año de su primer 
(¿y único?) mandato, depende en gran medida el futuro de la economía, el
 comercio, el éxito de la lucha contra el cambio climático, el curso de 
la mayoría de las guerras abiertas -y que se abran o no otras-, la 
carrera armamentística o la amenaza nuclear.
Trump consideró desde el primer momento una «farsa» el impeachment
 y confió en que el juicio político se estrellara contra el muro de 
impunidad del Senado -controlado por los republicanos- y terminará en 
absolución, como sucedió finalmente.
Las encuestas demostraron que los electores republicanos, lejos de 
preocuparse por las revelaciones del chantaje al que el presidente 
sometió al primer ministro ucranio para que este investigara los turbios
 negocios del precandidato demócrata Joe Biden y su hijo en Ucrania, lo 
consideraron normal y lógico en un mandatario. En vez de bajar, Trump 
subió en popularidad en las encuestas.
Trump se muestra convencido de que su partido y sus electores 
cerrarán filas con él y que su reelección en las presidenciales del 
próximo 3 de noviembre está asegurada.
El presidente más poderoso del planeta reivindica con orgullo ante 
los suyos el haber cumplido en solo tres años sus promesas de retirar a 
EE UU de la Unesco, del Consejo de Derechos Humanos de la ONU o de la 
Agencia de la ONU para los Refugiados Palestinos.
Trump también hace gala de haber retirado a su país de pactos 
multilaterales como el Acuerdo de París contra el Cambio Climático, 
ratificado ya por 185 países; de haberse salido del Acuerdo 
Transpacífico de Cooperación Económica (TPP), suscrito con once países 
de Asia y América, representando a un tercio del comercio mundial y con 
el que se pretendía contrarrestar el poderío económico de China; del 
Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio (INF), firmado por
 Ronald Reagan y Mijail Gorbachov en 1987; o del Pacto Mundial de la ONU
 sobre Migración y Refugiados. Su última perla ha sido retirarse del 
Acuerdo Nuclear con Irán, firmado también por China, Rusia, Reino Unido,
 Alemania y Francia.
Sin embargo, al igual que Barack Obama, no ha podido cumplir con su 
promesa de retirar a las tropas estadounidenses de guerras crónicas en 
las que EE UU se ha empantanado como Afganistán -más de 18 años-; Iraq 
-casi 17 años-, Siria, Yemen o Libia.
Así como George W. Bush contribuyó decisivamente a partir de 2001 a 
hacer del mundo un lugar más inestable e inseguro con su mal llamada 
Guerra contra el Terror, Donald Trump, con su agresiva política 
exterior, amenaza con incendiar aún más el ya de por sí convulso Medio 
Oriente y tensar las relaciones con China, Rusia, Corea del Norte y con 
la propia Unión Europea.
Trump no se cansa de decir que «América ya está volviendo a ser 
grande como antes». En Davos reivindicó, falseando descaradamente los 
propios datos del FMI: «Me enorgullece decir aquí que Estados Unidos se 
encuentra en medio de un boom económico como nunca antes había 
conocido el mundo». El mandatario aseguró que en los últimos tres años 
se habían creado siete millones de nuevos empleos en Estados Unidos, una
 cifra que contradice todas las estadísticas.
Son solo parte de esas más de 14.000 mentiras que Fact Checkers, el contador de mentiras de The Washinton Post, va escrutando diariamente.
En un año electoral en el que tiene que presentar algún logro importante en política exterior, el presidente del America First
 ha decidido cambiar su beligerante estrategia comercial hacia China 
firmando una tregua en la guerra arancelaria y tecnológica con Pekín. 
Una tregua que, previsiblemente romperá rápidamente si es reelegido 
presidente en noviembre.
Trump también intenta vender la idea de que ha logrado mejorar la 
relación con Corea del Norte, a pesar de que en estos tres años ha 
pasado constantemente de la amenaza apocalíptica al diálogo una y otra 
vez.
El asesinato de Soleimani
En la mayor cumbre mundial del capitalismo todo lo que dijera Trump 
importaba. Máxime cuando la cita tenía lugar pocos días después de que 
el presidente ordenara nada menos que el asesinato del general Qassem 
Soleimani, jefe máximo de Al Quds, la fuerza de élite de la Guardia 
Revolucionaria, comandante clave de las operaciones de Irán en el 
exterior. Fue una acción que hizo temer a muchos que fuera parte de una 
operación mucho mayor de EE UU, Israel y otros países para derrocar al 
régimen de los ayatolás tras cuatro décadas de hostilidades, y que la 
reacción de Teherán y sus aliados pudiera provocar la siempre temida III
 Guerra Mundial. Pero provocar una gran guerra con Irán nunca estuvo en 
los planes de Trump. Fue una operación acotada, planificada para que no 
se fuera de control.
Según Asia Times, inmediatamente después del asesinato del 
general Soleimani la Administración Trump envió a Teherán un 
mensaje-advertencia vía el emir de Qatar garantizando que la ejecución 
no era parte de una ofensiva y que no habría más ataques siempre que 
Irán no diera una respuesta «desproporcionada».
Esto explicaría, según sostenía Juan José Torres Núñez en infoLibre,
 el sentido del tuit que publicó el ministro de Asuntos Exteriores de 
Irán, Javad Zarif, tras la represalia tan controlada que hizo su país 
contra bases estadounidenses en Iraq: «Irán tomó y concluyó medidas 
proporcionales en defensa propia según el Artículo 51 de la Carta de las
 Naciones Unidas». Ni a EE UU ni a Irán les conviene en este momento 
entrar en guerra.
EE UU, criticado por seguir en Oriente Medio la estrategia que marca 
Israel, necesitaba aclarar quién manda en la zona. Para Trump también 
era relevante en un año electoral tan importante para él hacer un guiño 
al lobby sionista más reaccionario, que sigue siendo para él un apoyo de gran importancia política y económica.
El presidente estadounidense saca pecho por haber dado muerte a 
Soleimani, como Obama hizo con la muerte de Bin Laden. Sin embargo, y a 
pesar de la importancia que tenía el general iraní para las operaciones 
de Irán en el exterior, es dudoso que EE UU pueda rentabilizar política y
 electoralmente ese asesinato.
EE UU y sus aliados europeos intentan utilizar las protestas que 
tienen lugar en Irán desde noviembre -continuidad de las de 2017 y 2018-
 contra la corrupción del régimen de los ayatolás, contra las grandes 
desigualdades y contra la represión, que se han saldado con numerosos 
muertos y miles de detenidos.
La hipocresía europea
Reino Unido, Alemania y Francia -los tres países europeos del Acuerdo
 Nuclear suscrito en 2015 con Irán- EE UU, China y Rusia han criticado a
 Donald Trump cuando, en 2018, decidió salirse del tratado a pesar de 
que este país lo estaba cumpliendo a rajatabla.
Esos países presionaron a Irán para que siguiera respetando el 
acuerdo a pesar de la salida de EE UU pero la reanudación a partir de 
2018 de las sanciones por parte de EE UU -que han supuesto para Irán 
reducir la venta de petróleo de 2,3 millones de barriles al día a 
300.000- y ahora el asesinato de Soleimani han radicalizado la postura 
de Teherán. Irán ha anunciado el fin de los compromisos asumidos para no
 enriquecer uranio por encima del límite del 3,67% pactado.
¿A quién ven los tres países europeos firmantes del acuerdo como 
culpable? ¿A EE UU? No, a Irán, y por ello han decidido activar el 
llamado Mecanismo de Resolución de Disputas que podría desembocar en la
 reanudación del total de las sanciones internacionales a Irán.
La falta de una política exterior soberana permite así a Trump 
conseguir lo que buscaba: forzar la ruptura definitiva del Acuerdo y con
 ello desestabilizar aún más la paz mundial.
La decadencia de EE UU
El Irán de 2020 no es el mismo de 1980, cuando la joven república 
islámica, aislada, tuvo que hacer frente a la guerra con el Iraq de 
Sadam Husein, apoyado por EE UU y varios países europeos. Hoy Irán 
ejerce una gran influencia política, religiosa y militar en Iraq, juega 
un papel vital en la guerra de Siria y Yemen, así como en Líbano y en la
 Franja de Gaza. Nunca antes Irán había realizado tampoco maniobras 
navales conjuntas con China y Rusia en el Golfo de Omán. Irán no puede 
hacer frente a una guerra convencional con EE UU pero sí tiene gran 
capacidad para llevar a cabo una guerra asimétrica para hostigar y 
forzar la retirada de las tropas estadounidenses de Iraq, Siria, Yemen, 
Libia y otros países a través de las numerosas y bien armadas milicias 
chiíes proiraníes en la región.
La paradoja de la intervención de Estados Unidos en Oriente Medio y 
zonas de Asia es que al derrocar a Sadam Husein ha acabado con un 
enemigo histórico de Irán y ha ayudado a enquistar en el poder a un 
gobierno chií que mantiene una estrecha alianza política, económica y 
militar con Teherán.
Trump trata de salvar los muebles en Iraq intentando, como en Irán, 
montarse sobre las multitudinarias protestas callejeras que vienen 
teniendo lugar contra la ineficacia, corrupción y autoritarismo del 
gobierno iraquí, que se han cobrado ya cientos de víctimas.
Iraq se ha convertido en un Estado fallido 17 años después de la 
invasión, desarticulación y destrucción del país por parte de EE UU y 
sus aliados. Un estado fallido como Afganistán, como Libia, como Yemen. 
Trump creyó encontrar la fórmula mágica para reconfigurar Oriente Medio 
sobre la base de afianzar la alianza con Israel y Arabia Saudí, pero son
 otras potencias, externas a la región, las que empiezan a tener cada 
vez más protagonismo y rentabilizan la devastación que ellos dejan a su 
paso.
Es China, que invierte en reconstrucción en Iraq, Afganistán y 
Pakistán, a cambio de petróleo; es Rusia, quien intensifica las 
inversiones y las relaciones comerciales y militares con Irán, con Iraq,
 con Siria, y empieza a pesar cada vez más, junto con Turquía, en el 
Mediterráneo central, como mostró su mediación en la crisis libia.
Por este camino Trump terminará su mandato sin poder cumplir con su principal promesa: hacer América grande otra vez.
 
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