Viento sur
  Confundimos libertad con “libre mercado”. Así desconocíamos nuestra implacable condena como mercancías. (Francisco Pereña, 2014)  
Como anunciaba Joaquín Estefanía en Estos años bárbaros
 (2015) la salida de la Gran Recesión ha convertido en estructural lo 
que durante la gestión de la crisis financiera se vendía como secuelas 
transitorias: el incremento de la desigualdad, la precariedad laboral, 
la desregulación de los mercados, la privatización de los bienes 
públicos, arrasando con los antaño derechos constitucionales en 
educación, sanidad, pensiones, prestaciones sociales. El neoliberalismo 
completa la revolución conservadora iniciada con Reagan y Thatcher en 
los años ochenta del pasado siglo con la conquista del Estado en 
beneficio de unos pocos. Para el fundamentalismo neoliberal, una vez 
dueños del mundo tras la caída del muro de Berlín, las leyes sociales 
surgidas tras la crisis de 1929 y la catástrofe de la Segunda Guerra 
Mundial, son un obstáculo, un residuo a suprimir, como lo son las 
políticas sociales de algunos Estados latinoamericanos (Brasil, Ecuador,
 Bolivia, Venezuela…) iniciadas a contracorriente. 
 Se juega con
 el mito de la mejor eficacia de los mercados y el necesario 
adelgazamiento de las cuentas públicas, cuando la toma de los gobiernos 
nacionales por el capital financiero, por ese 1% de la población 
mundial, no supone el adelgazamiento del gasto público, supone la venta 
de hospitales, pensiones y universidades del erario a los fondos buitres
 internacionales. Supone la acumulación ilimitada del capital, como 
previó Marx, más la también ilimitada invasión de la vida toda. La 
lógica del mercado configura subjetividades, cosifica las relaciones 
humanas, convirtiendo todo en consumo, competencia y, en definitiva, 
mercancía. Estrategia totalizadora, que pretende ir más allá del control
 de la economía, buscando imponer una cultura y un pensamiento único a 
nivel mundial. Un pensamiento que borre en el imaginario colectivo los 
grandes relatos que configuraron el sujeto de ayer, la ilustración, el 
freudismo, el marxismo. Se trata de forjar un sujeto neoliberal cuya 
ideología esté procurada por la publicidad y su el deseo copado por el 
consumo. 
 Los dueños de los medios seducen a la población con el
 ideal privatizador, convirtiendo la precarización del trabajo en un 
aliciente emprendedor, individualismo competitivo del que depende la 
persona y la sitúa siempre en continuo riesgo. Empresario de uno mismo, 
se pierde el vínculo social. El nosotros se convierte en un pronombre 
peligroso, cuando no se reduce a unas pocas personas o a la comunión de 
los estadios de fútbol. La vida se vuelve una competición en la que ya 
están definidos los ganadores, los detentadores del poder patrimonial y 
meritocrático y también los perdedores, los nadie, los desechos poco 
meritorios, los excluidos, el sobrante social del sistema productivo. 
Los determinantes sociales lo atestiguan. Por poner unos ejemplos: la 
renta media de los estudiantes de la Universidad de Harvard corresponde a
 la renta media del 2% de los estadounidenses más ricos. En Francia las 
instituciones educativas más elitistas reclutan a sus miembros en grupos
 sociales apenas más amplios (Piketty, 2015). O las desigualdades en la 
esperanza de vida, entre una clase social y otra; en un barrio u otro de
 la misma ciudad en cualquier parte del mundo. En Barcelona, la 
esperanza de vida en barrios como Torre Baró, en NouBarris, es 11 años 
menor que en Pedralbes. En el barrio de Calton, un barrio pobre de la 
ciudad de Glasgow, la población tiene una esperanza de vida de 54 años, 
una de las más bajas del mundo; a pocos kilómetros, en la rica zona de 
Lenzie, la esperanza de vida es de 82 años, una de las más altas de 
Europa (Maestro, 2017). Según un estudio reciente (The Lancet Planetary 
Health, Usama Bilal y Ana Diez Roux), dependiendo de la zona de Santiago
 de Chile la diferencia de esperanza de vida es de 18 años. El Chile que
 ahora explota en las calles y que ha sido vendido como modelo de 
desarrollo por el neocapitalismo durante las últimas décadas. 
 
Las consecuencias en el sufrimiento psíquico son el incremento de los 
problemas mentales y sobre todo un estrés generalizado que se traduce en
 malestar, en infantil desesperanza, frustrado un deseo que nunca fue 
construido, que nunca tuvo el forjado necesario para perdurar. 
Enfermedades del vacío o quiebra de la identidad en la ausencia de un 
útero social. 
 En este presente, ante estas circunstancias, los 
interrogantes se vuelven hacia la asistencia social y el sistema 
sanitario, recolectores de la miseria social, donde la pregunta de 
entrada, parafraseando al sociólogo Jesús Ibáñez, estaría en si es 
posible en un sistema capitalista hacer una política de gobierno no 
capitalista (Ibáñez, 199, p. 223). Llevada a la asistencia 
sanitaria y social, la pregunta es ¿si es posible una sanidad universal y
 equitativa, una salud colectiva en el contexto neoliberal? Su 
viabilidades la apuesta (retórica) de la socialdemocracia una vez que 
aceptó como el menos malo de los sistemas el capitalista. En su 
discurso: la vuelta a un Estado de Bienestar actualizado por la gestión 
privada. Pero la cuestión es ¿cuál es el precio de esta actualización, 
que por lo que sabemos hoy desvirtúa completamente los principios 
comunitarios y salubristas en los procesos llevados a cabo en Europa? 
(Desviat, 2016). 
 En cualquier caso, en esta contradicción se 
encuentra la ambigüedad y la insuficiencia de los Servicios Nacionales 
de Salud, de las propias leyes que los crearon en tiempos del Estado del
 Bienestar, dejando siempre la puerta abierta a la privatización de los 
servicios. En realidad, aún en los años de mayor protección social, la 
sanidad pública estuvo siempre condicionada a una financiación que 
privilegiaba a las grandes empresas farmacéuticas, tecnológicas y 
constructoras. Los gobiernos conservadores, pero también los 
socialdemócratas, mantuvieron la sanidad pública en sus programas, lo 
que además les permitía disminuir costes y acercar los recursos a la 
población atendida con un claro beneficio político electoral, mas al 
tiempo protegieron las infraestructuras de poder de la medicina 
conservadora y empresarial. La reforma sanitaria, y de la salud mental 
comunitaria, en sus logros de mayor cobertura y universalidad, se 
desarrolló siempre a contracorriente del poder económico, fueran 
ministros conservadores o socialistas. 
 De hecho, las ayudas 
económicas del Banco Mundial se acompañaron de la exigencia a los países
 de la reducción de la participación del sector público en la gestión de
 actividades comerciales y la disminución de los servicios sociales, 
convirtiendo en objetivo prioritario la privatización de la sanidad y 
las pensiones, al estilo de EEUU. Algo que queda claro en el informe de 
1989 del Banco Mundial sobre financiación de los servicios sanitarios, 
donde se plantea introducir las fuerzas del mercado y trasladar a los 
usuarios los gastos en el uso de las prestaciones (Akin, 1987). Y en la 
pronta asunción de esta política por los Estados, empezando por el Reino
 Unido, que fue durante tiempo referencia por su aseguramiento público 
universal, como puede verse en documentos recientemente desclasificados 
del Gabinete de Margaret Thatcher, donde en un informe del Banco Mundial
 se dice textualmente que se deberá poner fin a la provisión de atención
 sanitaria por el Estado para la mayoría de la población, haciendo que 
los servicios sanitarios sean de titularidad y gestión privada, y que 
las personas que necesiten atención sanitaria deberán pagar por ello. 
Aquellos que no tengan medios para pagar podrán recibir una ayuda del 
Estado a través de algún sistema de reembolso (Lamata, Oñorbe, 2014). 
 La filosofía es trasparente: la salud es responsabilidad de la persona,
 del cuidado o no cuidado que haga con su vida, por tanto deben pagar 
por los servicios que consume. La sanidad deja de ser un bien público al
 que todas las personas tienen, por tanto, derecho. La ideología 
salubrista basada en el estilo de vida –cuide su comida, su hábitat, 
haga ejercicio, no corra riesgos—ignora los determinantes sociales, las 
condiciones de vida y de trabajo, que la salubridad que propone exige un
 cierto estatus social al que buena parte de la población no tiene 
acceso. 
 El hecho es que la quiebra de la universalidad deja 
fuera del sistema sanitario a colectivos vulnerables (desempleados de 
larga duración, inmigrantes sin papeles, discapacitados, ancianos…), al 
tiempo que los recortes presupuestarios deterioran los servicios 
asistenciales públicos, reducen la cesta básica, introducen el 
copago en medicamentos y suprimen prestaciones de apoyo (transporte, 
aparatos ortopédicos…). El Estado desplaza a los mercados la decisión de
 quien tendrá acceso a vivir y a cómo malvivir o morir. El paciente pasa
 a ser un cliente que puede ser rentable o no. 
 Pero hay otro 
fenómeno que hay que considerar al referirnos al sufrimiento singular y 
colectivo. Otro fenómeno al que enfrentar aparte de la falta de soporte 
social de los Estados y de la hegemonía del discurso conservador, la 
sustancial medicalización de la sociedad. La existencia de un Estado 
privatizador, la ausencia de una doctrina de salud y servicios sociales 
orientada al bien común, va a posibilitar el proceso de la 
mercantilización de la medicina, convertida en una importante fuente de 
riqueza, y consecuente medicalización y psiquiatrización de la 
población. Un proceso que tiene tres aspectos básicos, tal como enuncian
 Isabel del Cura y López García: uno, referir como enfermedad cualquier 
situación de la vida que comporte limitación, dolor, pena, 
insatisfacción o frustración (lo que podríamos definir como enfermedades
 inventadas); otra, la equiparación de factor de riesgo con enfermedad; 
y, por último, la ampliación de los márgenes de enfermedades (que sí lo 
son) aumentando así su prevalencia. Todo ello origina intervenciones 
diagnósticas y/o terapéuticas de dudosa eficacia y eficiencia(del Cura, 
Isabel; López García Franco, 2008). Hacer medicamentos para personas 
sanas era un viejo deseo de los laboratorios farmacéuticos, ahora el 
complejo médico-técnico-farmacéutico, aliado con los medios y con el 
poder político va más allá, con la fabricación de enfermedades. Ahora la
 estrategia funciona vendiendo no sólo las excelencias del fármaco sino,
 sobre todo, vendiendo la enfermedad. La depresión es un buen ejemplo, 
convertida en una pandemia mundial gracias a los antidepresivos. La cosa
 es simple, buscamos o creamos un malestar (el síntoma), le otorgamos un
 diagnóstico (precoz) y comercializamos un medicamento o una nueva 
indicación para un medicamento ya en uso (un antidepresivo para la 
timidez o un ansiolítico para circunstancias adversas) o costosas 
pruebas de alta tecnología completamente innecesarias. Robert Whitaker, 
un estudioso del fenómeno del aumento de consumo delos de los 
psicofármacos en EE UU, describe rigurosamente en su libro Anatomía de una epidemia la
 implicación de las instituciones sanitarias, profesionales y de 
usuarios en la elaboración del relato que les ha convertido en el 
tratamiento psiquiátrico dominante tanto de trastornos mentales graves 
como de síntomas comunes de malestar psíquico, cuando no han servido 
para la creación de falsas enfermedades. Preguntándose, y ese es el 
origen de la investigación que da lugar al libro, ¿cómo es posible que 
los problemas mentales se hayan incrementado desde los años 90 del 
pasado siglo, cuando precisamente por esas fechas aparecen lo que se 
propaga por asociaciones científicas y autoridades sanitarias como el 
mejor, sino único, remedio para atenderlos: los nuevos, supuestamente 
más eficientes y mucho más caros, antidepresivos, antipsicóticos, 
estabilizadores del ánimo, estimulantes y ansiolíticos? (Whitaker, 
2015)(Desviat, 2017). 
 La introducción de nuevos medicamentos, 
no necesariamente mejores, pero si mucho más caros en los años ochenta 
del pasado siglo, colonizan el discurso psiquiátrico. El fármaco, 
respaldado por las Clasificaciones y Protocolos Internacionales de las 
Asociaciones científicas (infectadas por la financiación de las empresas
 farmacéuticas), se convierte en la bala de plata, en la panacea de los 
tratamientos del malestar, un atajo acorde con la cultura de la época, 
pragmática, intrascendente y apresurada. La psiquiatría se introduce en 
la gestión biopolítica de la vida por el resquicio de la insatisfacción,
 del vacío, la vida liquida que describe Bauman, ofertando soluciones a 
los problemas de la existencia: del amor, el odio, el miedo, la 
tristeza, la timidez, la culpa. 
 Se medicaliza el sufrimiento 
social —desahucios, desempleo, pobreza— y se psiquiatriza el mal; así 
cuando leemos en la prensa un caso criminal, vandálico, y se atribuyen 
sus actos a un trastorno mental, experimentamos cierta tranquilidad al 
imputar como una cuestión médica lo que es un mal social. Convertido en 
una cuestión genética o de anómala personalidad, no existe la 
responsabilidad de la sociedad en la que convivimos de una manera u 
otra, sostenemos. Al fin al cabo, no hace tanto que se vinculaba 
científicamente la criminalidad a la degeneración orgánica, hereditaria e
 inscrita en el cuerpo y en la mente. 
 El escándalo del 
trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH) es ilustrativo
 de la fabricación de una enfermedad que ha multiplicado por cientos de 
miles la venta de estimulantes en pocos años para tratar, en la 
inmensa mayoría de lo casos, comportamientos habituales en la infancia y
 adolescencia: distraerse fácilmente y olvidarse cosas con frecuencia; 
cambiar frecuentemente de actividad; soñar despiertos/fantasear 
demasiado, corretear mucho; tocar y jugar con todo lo que ven; decir 
comentarios inadecuados, pueden ser diagnosticados de TDH con el aval 
técnico Instituto Nacional de Salud de los Estados Unidos (NIMH). 
Estimaciones recogidas por Sami Timimi (Timimi, 2015)sugieren que a 
aproximadamente el 10 % de los niños en las escuelas de Estados Unidos 
se les ha pautado o tienen pautado un estimulante. En el Reino Unido la 
prescripción ha aumentado de 6000 recetas al año en 1994 hasta más de 
450.000 en 2004; un asombroso aumento del 7000 % en solo una década 
(Department of Health, 2005). 
 La medicina se ha convertido en 
una gran generadora de riqueza, en cuanto la salud y el cuerpo se 
convierten en un objeto de consumo. En manos de la publicidad, es decir 
de los mercados, la medicina es una herramienta de normalización. 
Entendiendo por normal aquello que dictan los intereses del capital. Qué
 comer, qué vestir, qué tomar, como o con quien juntarnos. Las normas 
estandarizadas se multiplican al tiempo que avanza el proceso que 
Foucault denominó de “medicalización indefinida”. La medicina se impone 
al individuo, enfermo o no, como acto de autoridad, y ya no hay aspecto 
de la vida que quede fuera de su campo de actuación. El cuerpo se 
convierte en un espacio de intervención política. Este tiempo donde los 
poderes económico-políticos se inmiscuyen y regulan cada ámbito de 
nuestra vida, donde la vida es cualquier cosa menos algo espontáneo. 
 La atención de la Salud Mental al sufrimiento psíquico 
 Los cambios las formas de gestión y en el pensar de la época van a 
repercutir en las respuestas técnicas de la comunidad psi profesional. 
Hay una vuelta a la enfermedad como contingencia, que reduce a lo 
biológico el malestar. El sujeto, su biografía, queda fuera. Protocolos y
 vademécums sustituyen a una clínica de la escucha, qué se pregunte por 
el por qué subjetivo, afectivo, social del sufrimiento psíquico; una 
clínica que busque en las propias defensas de la persona formas de 
superar el padecer. Al tiempo, la medicalización produce cambios 
profundos en la demanda de prestaciones, que no tienen porque 
corresponder con las necesidades de la población, sino a los intereses 
de la clase hegemónica. 
 En el esfuerzo por reducir la 
psiquiatría al hecho físico, a la medicina del signo, se establecen 
criterios diagnósticos con unos signos-hechos-datos escogidos por 
consenso o por votación de un pocos que reducen la complejidad de la 
persona. Uno ya no delira con lo relacionado con su propia biografía. El
 contenido del delirio es ruido producido por la falla neuronal. 
No hay lenguaje, sujeto ni deseo. Solo cuerpo, enjambre químico 
neuronal. Mas, y he aquí la insustancialidad de la propuesta, es que los
 datos por si solos, como bien saben los propios publicistas de los 
mercados, poco valen, hay que interpretarlos. 
 La estrategia es 
obvia, se trata de homogeneizar, en torno a unos cuantos criterios, una 
propedéutica y un vademécum común para diagnosticar y tratar a las 
personas aquejadas de problemas de salud mental, en beneficio de las 
empresas farmacológicas y tecnológicas. Un único sentido para el mundo. 
El trastorno mental sería el mismo en China que en Costa Rica, en 
Noruega que en Mali, lo que facilitaría el mismo tratamiento. Algo tan 
disparatado, premeditadamente ignorante de la antropología, de la 
idiosincrasia de los pueblos, que seria irrelevante sino fuera porque la
 credibilidad de un hecho o de una visión determinada de los hechos está
 condicionada al aval de universidades, centros de investigación y a 
publicaciones de gran impacto que suelen depender directa o 
indirectamente de la financiación de los mercados. 
 Muy 
alejadas, por otra parte, de la realidad de la práctica asistencial. Lo 
que hace decir a autores como Richard Smith y Ian Roberts: que “la forma
 en que las revistas médicas publican los ensayos clínicos se ha 
convertido en una seria amenaza para la salud pública (Smith and 
Roberts, 2006). 
 Entre la aceptación y la resistencia 
 La acumulación irrefrenable descrita por Marx se aceleró con el fin del
 capitalismo industrial y no se sabe cual va a ser el acontecimiento que
 precipitará el choque final pronosticado por el autor de El capital,
 el momento en el que las fuerzas productivas entrarían en contradicción
 con las relaciones de producción, ni si ese acontecimiento tendrá 
lugar. El derrumbe disruptivo del fracasado socialismo de Estado en 1989
 parecería haber agotado, como dice Enzo Traverso(2019), la trayectoria 
histórica del propio socialismo, de los movimientos que lucharon por 
cambiar el mundo con el principio de la igualdad como programa al 
reducir la historia toda del comunismo al hundimiento del totalitario 
régimen soviético. Una caída a la que se unía además los cambios 
profundos en las formas de producción que estaban acabando con el 
capitalismo industrial, en el que la izquierda forjo su identidad. Las 
grandes fábricas que concentraban a la clase obrera donde surgieron los 
sindicatos y los partidos políticos de izquierdas estaban siendo 
sustituidas por los nuevos modos de producción del neoliberalismo, la 
deslocalización, la precarización, la fragmentación y robotización de la
 producción. El sistema de partidos políticos surgidos con la 
industrialización en la confrontación obreros empresarios perdió su 
esencia política, convirtiéndose en aparatos electorales. En el caso de 
la derecha, los empresarios, sobre todo la empresa familiar y localizada
 territorialmente, fueron sustituidos por los lobbies financieros, sin 
perder la esencia de su identidad: la defensa de sus intereses de clase.
 En el caso de la izquierda revolucionaria, el resultado fue la perdida 
de un escenario que constituía su campo de batalla y su conexión con la 
izquierda civil. Por otra parte, el fracaso del socialismo autoritario 
no supuso la construcción de un socialismo democrático, como en un 
principio algunos imaginaron, sino que la caída de la URSS supuso la 
rápida transición a regímenes de un capitalismo salvaje, con el 
nacionalismo como identidad y en muchas ocasiones, infiltrado por 
criminales mafias. Algunos de los logros sociales del socialismo de 
Estado, como la sanidad universal y el pleno empleo, se derrumbaron, lo 
que llevó en pocos años a la reducción de la esperanza de vida y la 
precariedad o la indigencia para buena parte de la población. En la otra
 orilla, un capitalismo sin trabas, desalojadas las narraciones y 
utopías del siglo que acababa, afianzaba un presente que se quería sin 
pasado y sin futuro. No es el fin de la historia como preconizaba 
Fukuyama, sino el fin de la política. El mercado va a sustituirla, en un
 presentismo, donde no cabe la utopía, y por tanto, el futuro; ni cabe 
el pasado, perdida la memoria, en una historia huera, vacía de sentido. 
 Planteaba en Cohabitar la diferencia (Desviat,
 2016) que la Reforma Psiquiátrica, cuyo primer objetivo fue sacar a los
 pacientes mentales de los hospitales psiquiátricos, de los manicomios, y
 situar servicios de atención en la comunidad, creó en su devenir nuevas
 situaciones, nuevos sujetos, nuevos sujetos de derechos. La locura se 
hizo visible y con ella la intolerancia, el estigma, la exclusión de la 
diferencia. Hizo ver que el proceso desinstitucionalizador atravesaba 
toda la formación social, desvelando prejuicios y representaciones 
sociales que iban mucho más allá del trastorno psíquico, una 
reordenación asistencial, y que situaban a los alienados juntos con 
otros de la exclusión social. Destapó la parte oculta en nuestra 
sociedad por la dictadura de la Razón, de la podredumbre de la razón en 
palabras de Antonin Artaud, en la que los locos son las víctimas por 
excelencia (Artaud, 1959), un imaginario colectivo poblado de los mitos,
 las leyendas y los sueños que nos constituyen. Nos acerca a lo que en 
verdad teje el síntoma singular y social, pues el síntoma se forja en la
 historia colectiva, en los deseos y miedos ubicados en la trastienda de
 nuestra cultura. Un proceso desinstitucionalizador que enfrenta a la 
Reforma de la Salud Mental con la miseria social y subjetiva, en un 
escenario en el que no se puede ser un simple observador, un impotente 
teórico de la marginación, la alienación y el sufrimiento. Donde el 
hacer comunitario hace del profesional un militante de la resistencia al
 orden social que instituye la enajenación en la miseria, donde la 
acción terapéutica, necesariamente experta en los entresijos técnicos de
 la terapia y el cuidado, se colorea políticamente. 
 Este estar 
en lo común por el que se define la salud mental comunitaria supone 
considerar a la población no solo como potenciales usuarias de los 
servicios, implica adentrarse en los deseos y frustraciones de sus 
barrios, hacerles cómplices de la gestión de su malestar. El fracaso de 
la medicina social es semejante al de la política gobernante que 
padecemos, y la razón de este fracaso está en la ausencia de comunidad, 
de los intereses, anhelos, frustraciones y ensueños, de las poblaciones 
que se atiende o se representa. Es frecuente la existencia de políticos 
que no han estado nunca en las circunscripciones que representan más 
allá de los días de la campaña electoral y es igualmente frecuente 
planificaciones, programas y actividad profesional de salud mental 
hechos sin haber pisado el barro o las aceras de los barrios que 
comunitariamente se atiende. 
 En salud y más concretamente en 
salud mental hablamos de participación, de la necesidad de contar con 
los ciudadanos, con las comunidades y los propios usuarios a la hora de 
la planificación y programación, mas, sin embargo, la participación se 
reduce, si existe, a encuentro a nivel directivo con sindicatos para 
temas laborales y el trabajo comunitario a situar centros de consulta 
fuera de los hospitales. Luego puede extrañarnos que la población no 
defienda los modelos que más podrían beneficiarles, de confundir las 
necesidades reales en sus demandas, de dejarse llevar por engañifas 
electorales que propician la privatización como modelo sanitario, en 
contra de una salud colectiva que puedan hacer suya. 
 
Concluyendo. El hecho es que hoy, como nunca hasta ahora en la historia 
parece que no hay un afuera del sistema neoliberal, donde el fascismo 
hace presente el planteamiento de George Kennan, en un informe secreto, 
hoy accesible, cuando aconsejaba que había “que dejar de hablar de 
objetivos vagos e irreales, como los derechos humanos, el aumento de los
 niveles de vida y la democratización, y operar con genuinos conceptos 
fuerza que no estuviesen entorpecidos por eslóganes idealistas sobre 
altruismo y beneficencia universal, aunque estos eslóganes queden bien, y
 de hecho sean obligatorios, en el discurso político” (Chomsky, 2000). 
Una situación que puede conducirnos al “esto es lo que hay” y al “todo 
vale”. Un esto es lo que hay y en esta situación todo vale al que se 
suma la desgana por falta de perspectivas profesionales y ciudadanos, el
 queme o la renuncia o la aceptación de la derrota. Un es lo que hay y 
todo vale que nos lleva a una permanente insensibilidad, nos lleva a 
eludir nuestra parte de responsabilidad, nuestra ciega complicidad en el
 trascurrir de los hechos, nuestra parte de culpa. Algo que según 
Cornelius Castoriadis, nos ha convertido en cínicos profesional, social y
 políticamente, pues encerrados en un nosotros, en un mundo personal 
privatizado, hemos perdido la capacidad de actuar críticamente 
(Castoriadis C, 2011). Quizás lo más frecuente, como escribía en el 
libro antes citado (Desviat: p. 17) es el considerar que lo que sucede 
es lo natural de la sociedad humana, que ha sido siempre, la iniquidad, 
la desigualdad, la competitividad canalla y la desatención de los más 
frágiles, asumiendo las funciones cosméticas y de control social que 
impone el orden social; en el mejor de los casos cobijando la conciencia
 profesional y cívica en preservar ciertas cotas de dignidad, calidad y 
eficacia. Pero queda otra postura, una opción partisana, militante que 
trata de mantener una “clínica” de la resistencia, buscando aliados en 
los usuarios, familiares y ciudadanos para conseguir cambios en la 
asistencia a contracorriente y profundizar las grietas del sistema, en 
pos de un horizonte donde sea posible el cuidado de la salud mental, una
 sociedad de bienestar. 
 El peso de la alienación cambia cuando 
se es consciente de ella. En ese descubrimiento, cuando la mirada del 
amo ya no fulmina al colonizado, se introduce una sacudida esencial en 
el mundo, toda la nueva y revolucionaria seguridad del colonizado se 
desprende de esto, escribe Fanon en Los condenados de la Tierra (p40). 
 Una sanidad diferente, una atención a la salud mental que se entienda 
desde lo singular a lo colectivo, no será plenamente posible sino en una
 sociedad diferente. No podemos saber qué nos deparará el futuro. El 
socialismo es tan posible como la caída en la barbarie. Pero sí estamos 
obligados, si queremos una salud pública universal y equitativa, a 
desear y trajinar por una sociedad que parta de la igualdad como eje 
central de su discurso y tarea; una igualdad que trascienda la 
explotación, sin jerarquías de clase ni de género, y donde se reconozcan
 y convivan todas las diferencias; donde todas las fronteras sean 
reconocidas, respetadas y franqueables. Sin falsas identidades 
societarias. 
 Inmersos en la distopía del neocapitalismo y el 
auge en su seno de un nuevo capitalfascismo, puede parecer una 
descomunal utopía, pero podemos consolarnos con el hecho de que las 
revoluciones llegan cuando nadie las espera. 
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