Esperando a los vándalos, construcción de otredad
“DYLAN no murió, a 
DYLAN lo asesinó el Estado” fue una de las consignas que retumbó en las 
redes sociales al difundirse la noticia de su fallecimiento después de 
haber resultado gravemente herido por un miembro del Esmad de la policía
 nacional cuando participaba en una marcha dentro del paro nacional. 
Desde el 21 de noviembre el pueblo colombiano ha salido a protestar. La 
movilización se ha extendido y continuado en las principales ciudades 
del país, nutridas por la iniciativa de distintos sectores inconformes 
con las políticas genocidas y la violencia estructural de un sistema que
 lleva a la miseria a cada vez más personas. Las razones materiales 
sobran: Colombia, es un país en el que persisten profundas inequidades. 
Ha sido ubicado por la Ocde, como el segundo país latinoamericano 
después de Haití, el primero en Suramérica y el cuarto en el mundo, con 
mayor desigualdad. Según las propias cifras oficiales, el coeficiente 
Gini alcanza hoy el 0,517, lo cual significa que los ingresos de los 
hogares más pobres ha disminuido mientras que se han incrementado las 
arcas de las familias más ricas [1] .
 Desde hace seis días –como un hecho de lejanos precedentes en el país- 
alrededor de las marchas, plantones, cacerolazos y otras múltiples 
formas de manifestación de la disconformidad popular, se han construido lazos de solidaridad, unidad y cooperativismo entre vecinos, organizaciones y sectores populares.
 Y esta es tal vez una de las grandes victorias del Paro Nacional, pues 
han sido justamente esas relaciones de fraternidad e identidad de lucha 
del pueblo, las que han pretendido ser transformadas mediante las 
prácticas genocidas de las clases en el poder. 
 La respuesta 
estatal a la creciente movilización no se aparta de su práctica 
histórica: La represión y el miedo. El carácter fascista del actual 
régimen político se ha hecho evidente en las medidas adoptadas por los 
gobernantes en el marco del Paro. 
 Bajo la denominación de vándalo
 el Estado ha venido creando una nueva otredad negativa a la que se 
legitima detener, torturar y aniquilar en los contextos de movilización.
 De esta manera se reafirma el carácter limitado del derecho a la 
protesta social que se reconoce en Colombia y se envía un mensaje 
amenazante a quienes lo ejercen. Los hechos hablan por sí solos: 
 Militarización  
 Desde unos días antes del inicio de la jornada de movilización 
nacional, la población bogotana se vio sorprendida con una fuerte 
presencia del Ejército, pese a lo cual los mandatarios nacional y 
distrital, negaron la militarización de la capital y justificaron la 
presencia del cuerpo bélico en  “  la protección de activos estratégicos de la ciudad  ”. 
 No obstante, públicamente se supo el General Luis Fernando Navarro como
 comandante de las fuerzas militares, mediante un radiograma, ordenó el 
acuartelamiento en primer grado de todas las tropas, desde el 18 de 
noviembre a las 6:00 am, “con ocasión del paro” [1] . Disposición que evidencia que –pese a los esfuerzos por ocultarlo o maquillarlo-,
 desde las más altas instancias del poder, se diseñó y orientó una 
respuesta estrictamente represiva contra la protesta popular. Esto es, 
el gobierno nacional, optó por militarizar, antes que abrirse al diálogo
 con las mayorías inconformes. 
 Amenazas veladas  
 De hecho, en su alocución presidencial, el 21 de noviembre, Duque sólo 
atinó a señalar que quienes se manifestaron pacíficamente fueron 
“escuchados” por el Gobierno, pero nada dijo de las medidas que 
adoptaría para concretar las reivindicaciones y exigencias de la 
población que salió a las calles a protestar. Al contrario, la principal
 fuerza de su discurso estuvo encaminada a anunciar que caería todo el peso de la ley,
 contra quienes protagonizaran disturbios públicos, y a reiterar las 
órdenes emitidas a las fuerzas militares para garantizar el orden que él representa, en todo el territorio nacional. 
 Allanamientos ilegales y detenciones arbitrarias  
 Los allanamientos ilegales y detenciones arbitrarias, dos días antes al
 inicio del Paro Nacional contra espacios culturales y comunitarios, 
constituyeron también actuaciones disuasivas e intimidatorias, con las que buscaban generar terror y estigmatizar anticipadamente la protesta.
 Pero estos operativos sólo pusieron en evidencia los seguimientos 
ilegales de la Policía a colectividades críticas, los cuales 
pretendieron legalizar curiosamente con un libreto muy similar
 al que justificó el toque de queda decretado por Duque y Peñalosa en la
 ciudad de Bogotá: La supuesta llamada de fuentes no formales a la línea
 123 dando cuenta de la presunta preparación de disturbios, desde 
algunos inmuebles o puntos de la ciudad. Es decir que, las 
comunicaciones de personas desconocidas, cuya identidad ni siquiera es 
registrada ni su credibilidad constatada, han pretendido ser mostradas 
como informaciones fiables para ordenar medidas excepcionales, invasivas
 y altamente restrictivas de las garantías ciudadanas (a la 
inviolabilidad del domicilio y la libre movilidad de las personas entre 
otras) 
 Eliminación de garantías demo-liberales  
 La sola pretensión de legitimar la acción estatal mediante este tipo de
 coartadas ofende la inteligencia y el sentido común de la población 
colombiana, pero, además, dice mucho del criterio de legalidad que ha marcado el discurso de las autoridades de gobierno en los últimos meses, evidenciando el carácter aparente
 que este ostenta: Los procedimientos se surten como verdaderas mamparas
 de actuaciones abiertamente arbitrarias e inconstitucionales. Esta 
práctica, cada vez más extendida y generalizada, deja ver la naturaleza “anti-liberal” –en términos ideológicos- de tales actuaciones del Estado, muy propias del fascismo. 
 Así las cosas, no deja de ser sorprendente el cinismo con el que Duque y
 sus fuerzas militares salen a la opinión pública llamando a la 
población a obrar dentro de la legalidad, mientras dictan disposiciones 
que abiertamente ilegales en el marco de las cuales se cometen abusos y 
crímenes graves contra el pueblo disconforme. 
 Brutalidad policial  
 La acción desmedida de la fuerza pública en el contexto del Paro 
Nacional ha generado llamados de atención de la ONU, la Defensoría del 
Pueblo y la Procuraduría General de la Nación. Han sido múltiples los 
actos de violencia estatal contra los manifestantes que ha corrido por 
las redes sociales, la más reciente de ellas, tiene al borde de la 
muerte al joven de 18 años, Dylan Cruz. 
 La respuesta del 
Gobierno, la fuerza policial y en general, la derecha en Colombia ante 
estas prácticas produce tanto desconcierto como indignación, pues por un
 lado justifican la represión y por el otro la banalizan creando 
equiparaciones de lo equiparable, desdibujando la responsabilidad de 
quienes trazan las políticas que aniquilamiento contra quienes 
protestan. 
 Legitimación del autoritarismo  
 Las 
afirmaciones (no desmentidas) de Uribe Vélez sobre la agresión (mediante
 una patada en el rostro) contra una joven estudiante por parte de un 
agente del Esmad, no sólo legitiman el proceder criminal de la 
Institución y sus agentes, sino que lo alienta y respalda, pero además 
contiene una evidente carga de autoritarismo y militarismo. Cuando este alto exponente del fascismo en Colombia dice que al Esmad “no se le debe pegar porque pueden ocurrir cosas desagradables”
 trasmite a la sociedad un mensaje claro de sometimiento irrestricto de 
la población a la fuerza militar, so pena de ser represaliado e incluso 
aniquilado, porque “lastimosamente la vida tiene restricciones”. 
 Tras la justificación de Uribe y el discurso de otros funcionarios del 
Estado como Nancy Patricia Gutiérrez o el comandante de la Policía, se 
esconde además una falsa simetría entre la gente que protesta y los 
efectivos de la fuerza estatal. Ellos, cuando responden a las 
reclamaciones por el abuso policial, piden investigaciones formales y a 
la par, suministran y lamentan una cifra de 300 uniformados heridos 
presuntamente por los manifestantes. Sin embargo, no existe tal 
correspondencia o equilibrio que pretenden mostrar. Los agentes del orden, están dotados de armas (que usan abusivamente) y equipamientos tanto para su defensa como para hacer frente a situaciones de ataque.
 Las personas que participan en las movilizaciones y protestas, en 
cambio no, pues las veces que se enfrentan a la policía lo hacen con 
piedras o papas explosivas que como lo dicen los dictámenes periciales no tiene mayor capacidad de hacer daño. 
 Pero son tan cuestionables estas justificaciones, equiparaciones y 
voces de aliento a la fuerza pública, como aquellas que pretenden humanizar
 la violencia estatal. Causan escozor las aparentes condolencias 
emitidas desde el Gobierno y la Policía por el asesinato del joven Dylan
 Cruz tras el ataque criminal del Esmad, seguidas de un llamado a 
compadecerse por la situación del agente que disparó su arma letal (consciente de trasgredir los protocolos de uso) 
 De ninguna manera son equiparables el asesinato Dylan y las 
consecuencias jurídicas que ahora debe enfrentar el uniformado que 
cometió este crimen. Mientras Dylan representa a los jóvenes pobres 
condenados a la exclusión social que tienen toda la legitimidad de 
tomarse las calles y exigir del Estado verdaderas oportunidades; el 
agente estatal representa una política de aniquilamiento de quien 
protesta, una política que como individuo nunca cuestionó, sino que por 
el contrario, ejecutó a cabalidad. 
 Así que es verdadero cinismo, llamar a la sociedad a “ponerse en los zapatos” del agente que asesinó a Dylan, en un impecable
 acto de brutalidad policial, cometido desde una de las instituciones 
cuyo desmonte se viene demandado desde hace ya varios años, porque ha 
cobrado la vida y la integridad de muchos/as jóvenes críticos/as del 
país. 
 No son equiparables –ni jurídica, ni política, ni ideológicamente-
 los manifestantes y los policías. Quienes protestan (incluso mediante 
el uso de la violencia) buscan y proponen cambios estructurales que 
beneficien a las grandes mayorías excluidas. Los uniformados, por el 
contrario, representan a un poder genocida que busca conservar su 
hegemonía. Quienes protestan, así como el grueso del cuerpo represivo, 
suelen proceder de estratos humildes, pero no defienden los mismos 
intereses, ni cumplen la misma función en la sociedad. 
 En el 
campo estrictamente jurídico, de ninguna manera se pueden generar 
simetrías entre la acción de los manifestantes y la del cuerpo policial.
 Mientras los primeros ejercen un derecho (a protestar, a rebelarse), 
los segundos están llamados constitucionalmente (al menos desde lo 
formal) a garantizar y a proteger la vida de las personas. A la policía 
no se le ha otorgado patente de corso (reiteramos, al menos desde
 lo formal) para asesinar a los manifestantes, ni siquiera cuando se 
presenten disturbios. Por eso están sometidos a protocolos claros en los
 que son entrenados pero que en la práctica incumplen, conscientes de 
las consecuencias que pueden acarrear. La policía tiene perfectamente 
claro que para controlar el orden imperante, no se requiere matar o lesionar a las personas que protestan. 
 Por esta razón no se puede responsabilizar a los manifestantes del 
actuar criminal de los segundos, como sin siquiera sonrojarse lo hizo el
 comandante de la Policía, Hoover Penilla para justificar el asesinado 
del joven Dylan Cruz, al indicar que el Esmad estaba en el sitio 
 “…porque ha venido una serie de desórdenes, desmanes a nivel de la 
ciudad. Ya estamos completando cuatro días en esta situación. Y vamos a 
restablecer el orden, vamos a restablecer la normalidad. Y yo se los 
dije: cueste lo que cueste, pero siempre cumpliendo las normas, las 
leyes. Respetando a todos y cada uno, de uno y otro lado. Pero habrá 
situaciones que se nos van a salir de las manos. Como esta [la de Dylan 
Cruz]. Lamentable. Soy el primero que lo lamenta”.  
 Ni 
Dylan, ni ninguna de los seres humanos torturados y asesinados por el 
Esmad, así como tampoco quienes ejercen la violencia política en 
contextos de protesta, y mucho menos los que acuden a la manifestación 
de su inconformidad por medios pacíficos, son responsables de los 
crímenes de Estado. Ninguna de estas personas cuyas vidas han sido 
cegadas o su integridad física y sicológica marcada por el accionar 
represivo de la Institución policial, pueden ser consideradas o 
presentadas como “situaciones que se salen de las manos”. 
 Desde el estricto tecnicismo jurídico, a aquellas situaciones que se 
salen de las manos, como lo dice Hoover Penilla, se les denomina crímenes.
 Crímenes que el Estado comete, indistintamente de que la gente proteste
 pacífica o con beligerancia. El caso de Dylan Cruz lo demuestra. 
 Duque y todos los funcionarios del Puesto de Mando Unificado, que 
planearon desde el inicio, medidas fascistas para hacer frente al Paro 
Nacional, tienen que ser juzgados por la acción criminal del Esmad. 
Quienes han desdibujado con el término de vándalo, la identidad de lucha
 de un pueblo que reclama transformaciones radicales y han legitimado y 
promovido su aniquilamiento, deben responder a la sociedad colombiana 
por sus actos. Quienes han creado intencionalmente –en el contexto del 
paro- pánico en la población para polarizarla y enfrentarla, deben darle
 la cara al país y explicar el objetivo de su campaña. Por su parte el 
Escuadrón policial de la muerte, Esmad, debe ser sin duda alguna 
desmontado. 
 DYLAN NO MURIÓ, A DYLAN LO ASESINARON 
 LO ASESINÓ UN ESTADO GENOCIDA 
 LO AESINÓ UN GOBIERNO FASCISTA 
 LO ASESINÓ EL TERRORISMO DE ESTADO 
 LO ASESINÓ LA BRUTALIDAD POLICIAL 
[1]  https://www.semana.com/nacion/
 
 
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