| Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández. | 

Protesta
 de los seguidores de Assange frente al Tribunal de la Magistratura en 
Westminster, Londres, 21 octubre 2019 (Foto: Kirsty Wigglesworth/AP)  
 Los periódicos y otros medios de Estados Unidos y Gran Bretaña han 
declarado recientemente su pasión por la libertad de expresión, 
especialmente por su derecho a publicar libremente. Se debe a que están 
preocupados por el “efecto Assange”. 
 Es como si la lucha de los
 que dicen la verdad, como Julian Assange y Chelsea Manning, 
representara ahora una advertencia para ellos: que los matones que 
sacaron a Assange de la embajada ecuatoriana en abril pueden venir algún
 día a por ellos. 
 The Guardian  se hizo eco de un 
estribillo común la semana pasada. La extradición de Assange, decía el 
periódico, “no es una cuestión sobre lo inteligente que puede ser el Sr.
 Assange, y menos aún sobre lo agradable que puede resultar. No se trata
 de su carácter, ni de sus opiniones. Tiene que ver con la libertad de 
prensa y con el derecho del público a saber”. 
 Lo que The Guardian está tratando de hacer es separar a Assange de sus logros fundamentales, logros de los que se ha beneficiado The Guardian
 a la vez que han expuesto su propia vulnerabilidad, junto con su 
tendencia a halagar al poder rapaz y difamar a quienes revelan sus 
dobles raseros. 
 El veneno que ha estado alimentando la 
persecución de Julian Assange no resulta tan obvio en ese editorial como
 suele serlo; no hay ficción en la que Assange manche de heces las 
paredes de la embajada o se porte de forma horrible con su gato. 
 En cambio, las engañosas referencias al “carácter”, “juicio” y 
“simpatía” perpetúan una mancha épica que tiene ya casi una década. Nils
 Melzer, Relator de las Naciones Unidas sobre la Tortura, utilizó una 
descripción más adecuada. “Ha habido”, escribió, "una campaña implacable
 y sin restricciones de acoso público”. Explica el acoso como “una 
corriente interminable de declaraciones humillantes, degradantes y 
amenazantes en la prensa”. Esta “escarnio colectivo” equivale a tortura y
 podría conducir a la muerte de Assange. 
 Al haber presenciado 
gran parte de lo que Melzer describe, puedo dar fe de la verdad de sus 
palabras. Si Julian Assange sucumbiera a las crueldades acumuladas sobre
 él, semana tras semana, mes tras mes, año tras año, como advierten los 
médicos, periódicos como The Guardian tendrían que compartir esa responsabilidad. 
 Hace unos días, un tipo del Sydney Morning Herald
 en Londres, Nick Miller, escribió un artículo descuidado y engañoso 
titulado: “No se ha absuelto a Assange, simplemente se ha burlado a la 
justicia”. Se refería al abandono de Suecia de la supuesta investigación
 sobre Assange. 
 El informe de Miller no es atípico por sus 
omisiones y distorsiones, aunque se hace pasar por una tribuna de los 
derechos de la mujer. No hay un trabajo original, no hay una 
investigación real: solo calumnias. 
 No hay nada sobre el 
comportamiento documentado de un grupo de fanáticos suecos que se 
apropiaron de las “acusaciones” de conducta sexual inapropiada contra 
Assange y se burlaron de la ley sueca y de la tan cacareada decencia de 
esa sociedad. 
 No menciona que, en 2013, la fiscal sueca intentó
 abandonar el caso y envió un correo electrónico al Servicio de la 
Fiscalía de la Corona (SFC) en Londres para decirle que ya no iba a 
tratar de conseguir una orden de detención europea, a lo que recibió la 
respuesta: “¡No te atrevas!” [Mi agradeciniento a Stefania Maurizi de La Repubblica.] 
 Otros correos electrónicos muestran que el SFC desanimó a los suecos de
 ir a Londres para entrevistar a Assange, algo que era una práctica 
común, bloqueando así el progreso que podría haberle liberado en 2011. 
 Nunca hubo acusación. Nunca hubo cargos. Nunca hubo un intento serio de
 imputar “acusaciones” a Assange ni de interrogarle, comportamiento que 
el Tribunal de Apelaciones sueco dictaminó como negligente y que el 
Secretario General del Colegio de Abogados de Suecia ha venido 
condenando desde entonces. 
 Las dos mujeres involucradas dijeron
 que no hubo violación. Hay importantes evidencias escritas de que sus 
mensajes de texto les fueron intencionadamente escamoteados a los 
abogados de Assange porque socavaban claramente las “acusaciones”. 
 Una de las mujeres estaba tan sorprendida de que Assange fuera 
arrestado, que acusó a la policía de haberla presionado y de cambiar su 
declaración como testigo. La fiscal principal, Eva Finne, desestimó 
cualquier “sospecha de delito”. 
 El hombre del Sydney Morning Herald
 omite que un político ambicioso y comprometido, Claes Borgstrom, 
apareció por detrás de la fachada liberal de la política sueca y se 
apoderó y reavivó el caso. 
 Borgstrom reclutó a una antigua 
colaboradora política, Marianne Ny, como la nueva fiscal. Ny se negó a 
garantizar que Assange no acabara siendo enviado a Estados Unidos en 
caso de ser extraditado a Suecia, aunque, como informó The Independent:
 “ya se han celebrado conversaciones informales entre funcionarios 
estadounidenses y suecos sobre la posibilidad de que el fundador de 
WikiLeaks Julian Assange sea puesto bajo custodia estadounidense, según 
fuentes diplomáticas”. Esto era un secreto a voces en Estocolmo. Que la 
Suecia libertaria tenga un pasado oscuro y documentado de dejar a las 
personas en manos de la CIA no fue noticia. 
 El silencio se 
rompió en 2016 cuando el Grupo de Trabajo de las Naciones Unidas sobre 
Detención Arbitraria, un organismo que decide si los gobiernos cumplen 
sus obligaciones respecto a los derechos humanos, dictaminó que Julian 
Assange había sido detenido ilegalmente por Gran Bretaña y pidió al 
Gobierno británico que le dejara libre. 
 Tanto los Gobiernos de 
Gran Bretaña como Suecia habían participado en la investigación de la 
ONU y acordaron respetar su fallo, que tenía el peso del derecho 
internacional. Pero el secretario de Asuntos Exteriores británico, 
Philip Hammond, se puso de pie en el Parlamento e injurió al panel de la
 ONU. 
 El caso sueco fue un fraude desde el momento en que la 
policía contactó secreta e ilegalmente con un periódico sensacionalista 
de Estocolmo y desató la histeria que iba a devorar a Assange. Las 
revelaciones de WikiLeaks de los crímenes de guerra de Estados Unidos 
habían avergonzado a esos siervos del poder, con sus intereses creados, 
que se hacían llamar periodistas; y por esto, nunca se iba a perdonar al
 insociable Assange. 
 La veda estaba abierta. Los torturadores 
mediáticos de Assange cortaron y pegaron las mentiras y el abuso 
insultante de cada uno. “Es realmente uno de los mojones más masivos”, 
escribió la columnista de The Guardian, Suzanne Moore. El juicio 
común a que se llegó fue que había sido acusado, lo cual nunca fue 
cierto. En mi carrera, en la que he informado desde lugares que 
registraban agitación extrema, sufrimiento y criminalidad, nunca he 
visto algo así. 
 En la tierra natal de Assange, Australia, fue 
donde este “acoso” alcanzó su apogeo. El Gobierno australiano estaba tan
 ansioso por entregar a su ciudadano a Estados Unidos que en 2013 la 
primera ministra, Julia Gillard, quiso quitarle su pasaporte y acusarle 
de un delito, hasta que se le señaló que Assange no había cometido 
ninguno y que no tenía derecho a quitarle su ciudadanía. 
 Según la página web Honest History,
 Julia Gillard ostenta el récord del discurso más adulador que se haya 
hecho nunca ante el Congreso de Estados Unidos. Australia, dijo ante los
 aplausos, era la “gran compañera” de Estados Unidos. La gran compañera 
coludió con Estados Unidos en su persecución de un australiano cuyo 
crimen era el periodismo, denegándole su derecho a la protección y 
asistencia adecuada 
 Cuando el abogado de Assange, Gareth 
Peirce, y yo nos encontramos con dos funcionarios consulares 
australianos en Londres, nos sorprendió que todo lo que sabían sobre el 
caso “es lo que leemos en los periódicos”. 
 Este abandono por 
parte de Australia fue una de las principales razones para que Ecuador 
le concediera asilo político. Como australiano, esta situación me 
pareció especialmente vergonzosa. 
 Cuando se le preguntó 
recientemente acerca de Assange, el actual primer ministro australiano, 
Scott Morrison, dijo: “Debería afrontar las consecuencias”. Este tipo de
 matones, desprovistos de cualquier respeto por la verdad y los 
derechos, los principios y la ley, es la razón por la cual la prensa en 
su mayoría controlada por Murdoch en Australia está ahora preocupada por
 su propio futuro, ya que The Guardian está preocupado y The New York Times está preocupado. Toda esta preocupación tiene un nombre: “el precedente de Assange”. 
 Saben que lo que le sucede a Assange les puede pasar a ellos. Los 
derechos básicos y la justicia que se le niegan a él se les pueden negar
 también a ellos. Han sido advertidos. Todos nosotros hemos sido 
advertidos. 
 Cada vez que veo a Julian en el mundo sombrío y 
surrealista de la prisión de Belmarsh, recuerdo la responsabilidad de 
todos aquellos que le defendemos. Hay principios universales en juego en
 este caso. Él mismo suele decir: “No se trata de mí. Es algo mucho más 
amplio”. 
 Pero en el corazón de esta notable lucha -porque es, 
sobre todo, una lucha- está un ser humano cuyo carácter, repito 
carácter, ha demostrado el coraje más asombroso. Le saludo. 
 (Versión editada de un discurso que John Pilger ofreció en el 
lanzamiento en Londres del libro “In Defense of Julian Assange”, una 
antología publicada por Or Books, Nueva York.) 
  John Pilger, periodista de origen australiano y renombre internacional, ha ganado más de 20 premios por su labor periodística. 
 
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