Juan Trujillo Limones*
Santiago, Chile.   
 Se trata de quizá el momento político más convulsionado desde el 
traumático golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973. Este país 
austral lleva ya cinco de un estado de excepción disfrazado de 
emergenciapor actos violentos que han sido perpetrados premeditadamente por agentes infiltrados. Según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH)
centenares de personas habrían resultado heridas, algunas de ellas afectadas por la utilización indiscriminada de gas lacrimógeno y un uso desproporcionado de la presión por parte de fuerzas de seguridad. Asimismo,
al menos 2 mil 128 habrían sido detenidas y 376 personas habrían resultado heridas, de las cuales al menos 173 por arma de fuego, además de 18 víctimas fatales. Aunque el presidente Sebastián Piñera pidió perdón a sus
compatriotasy anunció una agenda social, insiste en gobernar con el toque de queda nacional y con el ejército en las calles. ¿Hasta dónde quiere llegar el gobierno con esta situación insostenible?
Los estudiantes que evadieron masivamente la entrada al Metro sólo 
hicieron evidente que con la imposición de 30 pesos, la injusticia es 
estructural. Esa acción, en realidad, representó la bandeja de plata 
para la articulación de un operativo premeditado de un grupo de 
infiltrados para la destrucción simultánea de cinco estaciones del 
transporte colectivo Metro. Sin ninguna fuerza policiaca de contención 
en esos puntos, la desconfianza en el gobierno fue sembrada en la 
sociedad. Hay evidencias videograbadas incluso, de que la policía 
carabinera ha provocado diversos incendios en establecimientos 
comerciales.
Que esa provocación deviniera en la imposición del estado de 
emergencia y en las restricciones de manifestación y tránsito, indignó a
 una sociedad chilena que ahora se volcó a las calles para hacer sonar 
esas emblemáticas cacerolas como símbolos del descontento de miles de 
hogares y sus familias. Un movimiento independiente, horizontal y 
pacífico se levanta para gritar, bailar y expresar las demandas que 
desde hace 29 años se han incubado en la desigual sociedad chilena.
El gobierno derechista de Piñera intentó administrar el conflicto los
 primeros tres días, pero la noche del martes en cadena nacional, tuvo 
que asumir mayor responsabilidad y otorgar desde el púlpito, las 
reformas sociales a las pensiones, salud, salario mínimo, tarifa 
eléctrica, reducción de sueldos de los congresistas, el plan de 
reconstrucción de infraestructura y reasignación del gasto público. Pero
 la sociedad civil sin partidos ni organizaciones quieren la renuncia 
del presidente. Mientras tanto, se difunden videos de policías y 
militares disparando con balas letales a civilies, no hay ningún cambio,
 destitución o renuncia en el gabinete.
Los nombres de los muertos aparecen a cuenta gotas, sus historias y 
trágicos desenlaces. Según la CIDH, hasta este miércoles hay además 12 
mujeres violadas, 121 desaparecidos y miles de torturados. Y con la 
política de control del gobierno seguirán creciendo los caídos, heridos y
 golpeados, vejados y humillados en las comisarías.
Mientras las organizaciones como la Central Unitaria de Trabajadores y
 otros sindicatos convocaron a un paro laboral de 48 horas, la clase 
política en el Congreso exhibió su pleito entre diputadas y la mesa 
directiva en cadena nacional, fruto de la evidente fractura que ya 
existe en el gobierno. No sólo llamaron al ministro del Interior, Andrés
 Chadwick Piñera, 
asesino, le han exigido dar marcha atrás al ejército en la calle y su renuncia.
La clase política ha quedado sobrepasada, la salida a esta crisis 
social sólo podría venir de la sociedad civil. Tampoco la posición de 
Sergio Mico, director del Instituto Nacional de Derechos Humanos, ha 
sido contundente, sino más bien blanda ante las flagrantes violaciones a
 los derechos humanos. Incluso, como si se tratara de otro partido 
político, visitó al presidente en La Moneda para hablar desde ahí con la
 prensa. No obstante, ha recibido al menos 20 querellas que denuncian un
 centro de tortura clandestino en los túneles del Metro Baquedano. Así, 
las historias de los muertos comenzaron a publicarse como la de Alex 
Nuñez Zandoval, de la comuna Maipu, quien falleció por la paliza 
propinada por carabineros. José Miguel Uribe, Manuel Rebolledo, Kevin 
Gómez y Romario Veloz fueron asesinados por soldados. Y es que ante la 
provocación violenta y el estado de excepción impuesto para controlar 
militarmente la capital, se está orillando a los sectores más 
empobrecidos a atacar a las infraestructuras públicas. Así, se 
desprestigia al movimiento pacífico y se exacerba la zozobra entre la 
gente.
Aunque se intente gobernar con las fuerzas castrenses, éstas están 
descoordinadas y existe confusión entre unas y otras, por ejemplo en al 
menos un punto de la ciudad de San Antonio, pues la gente en los 
supermercados se siente protegida por los militares, pero no con los 
ataques de los carabineros. Éste, por una parte es el punto de 
intervención del movimiento social pacífico e independiente que se 
articula en torno a esta revuelta de las cacerolas. Y es que los 
residentes han formado grupos de autodefensa civiles con chalecos 
amarillos que vigilan sus barrios e incluso previenen que los comercios 
sean quemados. Por otro lado, la esperanza de transformación social 
parece emerger de esa avalancha de jóvenes y sus familias de todas las 
clases sociales que caminan, cacerolean, bailan y cantan por miles en Santiago y también en la sureña Concepción, con más de 80 mil personas.
Se trata de una verdadera revuelta popular nacional capaz de 
sostenerse por más días y que no dejará que le arrebaten su dignidad y 
tampoco la perpetuación del viejo lastre de la dictadura militar 
(1973-1990). Lo que vendrá, está en los pies y en las manos de esos 
jóvenes que hoy son incansables y caminan hasta las últimas 
consecuencias.
* Antropólogo
 
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