Raúl Zibechi
Los pueblos y   los 
sectores populares, las mujeres y los varones de abajo, están ganando 
las calles en todo el mundo. En Barcelona y en Hong Kong, en París y en 
Quito, y en un largo etcétera imposible de abarcar en pocas líneas. A mi
 modo de ver, este sólo hecho da para celebrar, para el regocijo de 
quienes deseamos el fin del capitalismo, porque éste no sucederá sin 
confrontación y lucha de calles, entre otras formas similares de pelea.
La poderosa reorganización de los aparatos represivos los ha hecho 
casi invulnerables a la protesta, de modo que desbordes como los que 
vimos en periodos anteriores (siempre recuerdo el mítico Cordobazo de 
1969, cuando obreros y estudiantes derrotaron en la calle a la policía 
del régimen militar), son cada vez más infrecuentes. Por eso la lucha de
 calles, es tan importante, como escuela y como horizonte.
Es cierto, por otro lado, que con marchas y acciones directas no es 
posible trascender el sistema, que hacen falta por lo menos dos 
cuestiones centrales: una crisis sistémica profunda, como las que se 
registraron en Europa hacia el final de la guerra de 1914-1918, y una 
potente organización de los pueblos, no sólo para afrontar la crisis, 
sino de modo muy especial para construir los mundos otros llamados a 
expandirse mientras vamos deshidratando la hidra capitalista.
Los pueblos organizados y los militantes celebramos las pequeñas victorias, la multiplicación de caracoles en Chiapas o el frenazo al paquetazo
 del FMI en Ecuador. Nos conmovemos con esos miles que arañaron las 
piedras, literalmente hasta sangrarse, para erigir barricadas con 
adoquines y trozos de edificios en Quito. Nos indignamos con la 
represión que provocó una decena de muertos y mil 300 heridos.
Festejamos los avances. 
En Loja y Azuay se crearon asambleas populares autónomas, espacios organizativos de abajo para construir poder popular, dar continuidad al proceso y articular planes y acciones, nos dice un militante contra la minería del sur. Valora, de forma muy especial, que los 12 días de lucha hayan sido la primera experiencia para toda una generación, porque no está pensando en tomar el palacio, sino en la continuidad de la pelea.
Otros compas estiman la trascendencia de que haya emergido una nueva 
generación de militantes y dirigentes indígenas y populares, así como la
 importancia del protagonismo masivo de las mujeres. En paralelo, se 
emocionan con los estudiantes que armaron centros de acopio, albergues y
 cocinas comunitarias, 
integrando así una lucha campo-ciudad.
Son los temas estratégicos que deberían preocuparnos, porque de ellos
 depende el futuro, y no si la acción favorece a tal o cual potencia 
global, a tal o cual político que quiere llegar o volver al palacio.
Por eso nos indigna, por lo menos a quien esto escribe, cuando el 
analista de arriba se limita, desde su escritorio, a censurar a los 
dirigentes, sean de la Confederación de Nacionalidades Indígenas de 
Ecuador (Conaie), del pueblo mapuche o del EZLN, porque no hicieron lo 
que ellos consideran oportuno o necesario.
Los pueblos no son acarreados por los dirigentes, como suele creer el
 analista de arriba, porque no se molesta en preguntar y, sobre todo, en
 escuchar razones de la gente común. Si lo hiciera, descubriría una 
lógica propia, diferente por cierto a la del académico o del político 
profesional, porque responde a necesidades concretas que no pasan por la
 academia y la literatura especializada.
Sinceramente, me parece insignificante, por decirlo en tono amable, 
si la lucha nuestra beneficia a China, a Rusia o a Estados Unidos. Son 
tres potencias imperiales que están dispuestas a masacrar pueblos, para 
seguir acumulando poder y capital.
Me parece igualmente poco importante si una lucha de abajo, con toda 
su cuota de dolor y sangre, termina beneficiando a tal o cual candidato a
 la presidencia. No es ése el camino de los pueblos. Todo lo que 
fortalezca el protagonismo y la organización de los de abajo es muy 
positivo, más allá de consecuencias que nunca se pueden medir a priori.
Hubo un tiempo en que el analista de arriba era, sistemáticamente, 
parte del sistema. En las pasadas décadas, sobre todo a partir de la 
caída del socialismo real y de las derrotas de la revoluciones 
centroamericanas, han surgido multitud de analistas que se dicen de 
izquierda, pero no se manchan las manos, ni ponen el cuerpo en las 
barricadas, ni escuchan a los pueblos.
Se sienten portadores de la verdad, cuando deberían ser apenas 
trasmisores del pensamiento y la acción colectivas. No puede haber 
análisis valederos que subestimen a los pueblos. Siempre fue y será una 
actitud propia de la derecha, funcional al sistema.
No se vale que unos pongan los muertos y otros usen los cuerpos ultrajados como escaleras, materiales o símbolos. 
No queremos ser escaleras de ustedes, dicen los aymaras a los políticos corruptos. Sólo sirven los análisis nacidos del compromiso, no con los de abajo, sino abajo y a la izquierda.
 

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