Por Rafael Bernabe/Especial para CLARIDAD
 El descrédito alcanzado por los partidos dominantes, por 
la legislatura, por los “políticos” y hasta la “política”, definidos 
imprecisa, pero despreciados visceralmente por mucha gente, recuerdan el
 concepto de “crisis orgánica” del marxista italiano Antonio Gramsci. 
Autores, como Stathis Kouvelakis, lo han usado para analizar el 
movimiento de los “chalecos amarillos” en Francia. Una crisis orgánica 
supone una descomposición de la habilidad de la clase dominante de 
“mantener su rol dirigente”. Uno de sus “síntomas más visibles” es el 
“colapso del apoyo a los partidos tradicionales”.
El descrédito alcanzado por los partidos dominantes, por 
la legislatura, por los “políticos” y hasta la “política”, definidos 
imprecisa, pero despreciados visceralmente por mucha gente, recuerdan el
 concepto de “crisis orgánica” del marxista italiano Antonio Gramsci. 
Autores, como Stathis Kouvelakis, lo han usado para analizar el 
movimiento de los “chalecos amarillos” en Francia. Una crisis orgánica 
supone una descomposición de la habilidad de la clase dominante de 
“mantener su rol dirigente”. Uno de sus “síntomas más visibles” es el 
“colapso del apoyo a los partidos tradicionales”.
Esa crisis se distingue de una situación de cambio radical
 por la ausencia de una fuerza social capaz de reemplazar el orden en 
crisis. Es una situación inestable, precaria, llena de oportunidades y 
de peligros. La clase gobernante intenta recuperar su capacidad de 
dirigir. Para eso, a pesar del descrédito, cuenta con grandes reservas. 
Así, la crisis orgánica “desata una recomposición del personal 
político”, incluyendo la pugna entre, y el surgimiento de nuevos,
 líderes y partidos, reformas constitucionales, etc. Desde la renuncia 
de Rosselló su consigna ha sido regresar a la “normalidad”. Pero eso no 
se logra por decreto, como demuestran el episodio de Pierluisi y la 
pugna interna del PNP alrededor de la gobernación. La clase gobernante 
quiere estabilidad, pero no se pone de acuerdo sobre cómo lograrla. Cada
 cual, de Rivera Schatz al Nuevo Día, del liderato del PPD a los 
comentaristas radiales, de la Cámara de Comercio a los bufetes 
patronales tienen ideas distintas sobre cómo lograrla. Cada cual intenta
 arrimar la brasa a su sardina.
Ante esto proceso es bueno repasar algunas ideas. Puerto 
Rico no vive bajo una “partidocracia”, como a veces se dice. No está 
dominado por los partidos. Está dominado por los que dominan a través de
 los partidos. Si se quiere una frase corta: está dominado por la 
plutocracia. Por los dueños del dinero, la riqueza y el capital. Por la 
clase patronal. Por los ricos. Póngale el nombre que usted quiera. Pero 
esa clase gobernante no es homogénea, ni actúa como unidad. No se reúne 
en algún sitio y decide cuál será su política. Depende de estructuras 
que le permiten ir elaborando posiciones: su prensa, sus analistas, 
think tanks, organizaciones (Asociación de Industriales, Cámara de 
Comercio, etc.) y sus partidos (el PPD y el PNP).
La relación entre esa clase y sus partidos no es sencilla.
 Bajo un gobierno electo están sujetos a presiones distintas. Se supone 
que los funcionarios electos sirvan a la clase gobernante, por un lado, y
 que logren y mantengan, por otro, el apoyo de los electores. De otro 
modo, serían poco útiles para la clase gobernante. Pero ese apoyo 
electoral no se logra con sonrisas y frases bonitas únicamente. A menudo
 exige hacer concesiones reales a la gente o no dar paso a las 
exigencias patronales más voraces. Fue el caso de la ley 80, que la 
clase patronal quería eliminar, algo que algunos de sus políticos 
consideraban tendría un efecto electoral inaceptable. La clase patronal 
siempre ha tenido este problema con sus representantes electos: los 
segundos están más sujetos a la presión electoral y por tanto no 
implantan toda la agenda antiobrera de los primeros. De ahí también la 
simpatía de la clase patronal por la Junta: al no ser electa, ni tener 
que preocuparse por la reelección, la Junta se atrevería a actuar sin 
miedo allí donde los “políticos” titubean (la ley 80 es también ejemplo 
de esto). A la clase patronal, por supuesto, también le encanta criticar
 a los “políticos”, presentándose como parte del pueblo, indignada por 
la corrupción, etc., a pesar de que es la otra cara de la corrupción: 
para que un “político” se venda, alguien tiene que comprarlo.
Así tenemos una doble hipocresía inherente a nuestra 
democracia patronal: los políticos patronales desprecian al pueblo, pero
 tienen que presentarse como amigos y servidores del pueblo (lo cual a 
veces implica conflictos reales con los patronos que representan) y los 
patronos a veces se distancian de los políticos corruptos que no dejan 
de estar a su servicio. La publicación del chat alteró el funcionamiento
 de esta máquina. Dejó al descubierto la primera hipocresía: el 
desprecio de los políticos por el pueblo quedó expuesto, resumido en la 
frase “cogemos de pendejos hasta a los nuestros”.
Pero el chat fue el detonante, no la causa del verano de 
2019. Una “crisis orgánica” no se fragua en tres días: se preparó 
durante poco más de una década. Desde 2006 nuestra economía se hunde en 
una crisis cada vez más grave. Se han perdido 250 mil empleos. Cientos 
de miles han tenido que emigrar. La juventud no encuentra futuro en su 
país. Ante esta depresión, el gobierno primero se endeudó, imponiendo 
nuevos sacrificios (el IVU en 2006). Cuando la deuda se convirtió en 
parte de la crisis, impuso medidas de austeridad para 
tratar de pagarla: la ley 7, la ley 66, los recortes de presupuesto, los
 ataques a las pensiones, el cierre de escuelas, el aumento del IVU. 
Mientras tanto, continuaba la corrupción, destapada por algún escándalo,
 como el de Anaudi Hernández. El desprestigio de los partidos 
tradicionales ya se reflejó en 2016 con la victoria de Rosselló con 42% 
de los votos. Entonces llegó la Junta a imponer medidas de austeridad 
cada vez más severas. Sobre esta realidad se descargó el golpe de María:
 más de 4,000 mil muertos, $90 mil millones en pérdidas. La respuesta
 de los gobiernos coloniales e imperiales fueron ineptas y corruptas 
(recordemos a Trump tirando papel toalla y el contrato de Whitefish). La
 frustración con todo esto estalló en julio 2019.
La crisis será larga precisamente porque nuestra clase 
gobernante no tiene proyecto. Les encanta culpar al gobierno, pero no 
han articulado un plan coherente para sacarnos de la depresión. Como 
candidato a la gobernación propuse a sus organizaciones recuperar 
ganancias que hoy se fugan para reinvertirlas aquí: eran los primeros en
 rechazar estas medidas, que les beneficiarían. Prefieren perjudicarse 
antes que tocar los privilegios del capital externo. Son una burguesía 
dependiente, sin visión de país ni de futuro.
Pero seguirán gobernando hasta que construyamos nuestra alternativa. Su objetivo ahora
 es la normalización. Se usarán varias estrategias: la crisis se 
atribuirá a los desmanes de Rosselló. Resuelto eso, debe regresarse a la
 normalidad. Pensaban que Pierluisi era el hombre para lograrlo. Por dos
 días GFR Media lo vendió como el hombre de la estabilidad. Pero la 
crisis era demasiado grave. Repudiada la maniobra por el Tribunal 
Supremo, se desligan de Pierluisi y lo atribuyen todo a sus errores. 
Ahora vendrá una maniobra más insidiosa: se nos preguntará ¿de qué 
sirvió la lucha, la movilización, la protesta si, al fin y al cabo, todo
 quedó igual? Es decir, se tratará de convertir los límites de la 
victoria en argumento contra la lucha. No podemos permitirlo. Mientras 
los de arriba intentan recomponer su dominio, tenemos que construir 
nuestra alternativa. La perspectiva no puede ser hacerle una nueva 
constitución al régimen colonial, sino desatar la descolonización 
acompañada de la lucha contra la Junta y el bipartidismo. Eso implica 
seguir en la calle y también prepararse para las urnas: sacamos a Rosselló en 2019, terminemos de limpiar la casa en 2020.
 
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