Editorial La Jornada
Puerto Rico vivió ayer su 
undécima jornada de protestas multitudinarias en exigencia de que el 
gobernador Ricardo Rosselló presente su dimisión. La furia social contra
 el político estalló después de que el sábado 13 de julio el Centro de 
Periodismo Investigativo (CPI) de la isla divulgara casi 900 páginas de 
un chat grupal en el que el mandatario y 12 hombres cercanos a él se 
expresan en términos homófobos y sexistas, calumnian a otros miembros 
del gobierno, así como a políticos y periodistas, además de mostrar una 
absoluta insensibilidad hacia las víctimas mortales del huracán María, que devastó la isla en septiembre de 2017.
Antes del escándalo por sus conversaciones privadas, Rosselló ya 
enfrentaba un creciente descontento ciudadano, debido al manejo que hizo
 de la crisis económica que heredó –y lo obligó a declarar la bancarrota
 del estado a menos de seis meses de haber asumido el gobierno–; a su 
pobre respuesta ante la todavía no superada destrucción que dejó el 
meteoro hace casi dos años, y a diversos casos de corrupción, el más 
notorio de los cuales es el presunto desvío de 15 millones de dólares 
destinados por el gobierno federal a paliar la situación tras el paso de
 María.
Ejemplo de los problemas que ya enfrentaba el gobernador es que días antes del denominado chatgate varios ex integrantes de su gabinete fueron arrestados por acusaciones de corrupción.
Las expresiones vertidas por Rosselló, así hayan tenido lugar en una 
conversación privada, vuelven insostenible su permanencia en La 
Fortaleza.
Sin importar las excusas que el académico argumente, resulta obvio 
que ha perdido todo rastro de legitimidad para mantenerse al frente de 
la isla, por lo que debe poner su cargo a disposición, a fin de 
restaurar la normalidad y evitar que las protestas sigan su escalada 
hasta un punto en el que haya incidentes de los que arrepentirse. Es 
lamentable que la crisis política de Puerto Rico se vea contaminada por 
un factor indeseable: la condición de Estado libre asociado –es decir, 
de colonia con eufemismos– en que la nación caribeña se encuentra desde 
1898.
De esta manera, la resolución de un trance, que no debería involucrar
 sino a los ciudadanos puertorriqueños, queda atravesada por las 
decisiones tomadas en Washington y por las luchas de poder que ahí 
tienen lugar.
En la actual coyuntura, el yugo colonial deja a Puerto Rico atrapado 
entre un liderazgo local insostenible y el embate del no menos 
impresentable presidente Donald Trump, quien aprovecha la turbulencia 
para atacar a su adversario Rosselló, pero ha negado de manera 
sistemática los recursos que la isla necesita con urgencia para superar 
el declive generalizado que la azota desde hace más de una década.
 

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