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“Dios vive aquí”,
pensó el mexicano Ricardo cuando llegó a Estados Unidos. Tal vez eran
los grandes espacios naturales del estado de Tennessee, muy diferentes
al gris de la ciudad que engulló su futuro. O tal vez, la riqueza
norteamericana: una esperanza para el futuro.
Cuando lo
deportaron, vivió en carne propia la frase: ‘México, tan lejos de dios y
tan cerca de Estados Unidos’. Fue entonces que enfrentó un panorama
mucho más difícil del que había huido cuando niño, hace 20 años.
“Cuando
regresé me encontré con una segunda discriminación en mi propio país.
No puedes tener la ayuda que necesitas, ni un lugar donde dormir, o una
identificación para que puedas rentar un lugar o un departamento”,
explica. Ese ha sido su más grande desafío.
Ricardo Varona, de 33
años, casi no gesticula cuando habla. Se mantiene sereno, como si sus
recuerdos no le hicieran mella. Quizá tantos reveces en la vida lo han
vuelto analítico y poco expresivo. Tal vez, es su mecanismo de defensa.
La familia que siempre soñó
Son
las 5:30 de la mañana y Ricardo se está despertando. En una hora saldrá
de su casa y se enfrentará a un traslado de más de dos horas y media
hasta el centro de Ciudad de México, donde trabaja.
Vive en
Chimalhuacán, a las afueras de la Ciudad de México. Una colonia (barrio)
popular en donde los ciclistas combaten el sueño con cada pedaleada
rumbo al trabajo, justo antes de que salga el sol. Otros cortan el
silencio del alba con sus motocicletas que pasan como avispas. La
mayoría, a pie, busca asegurar un lugar en una combi que los deje en el
metro.
Como esta colonia, también era Cuautitlán, donde vivió y de
donde escapó a principios de los 90. Otra colonia en los siempre
crecientes cinturones de pobreza que rodean la ciudad. Atestadas de
casas de hormigón sin pintura: grises, como sin esperanza.
“Cuando
terminé la primaria, mi mamá empezó a vender elotes y esquites en la
calle, para poder mantenernos. Yo le ayudaba limpiando parabrisas en los
semáforos y vendiendo chicles en la calle”, rememora.
La única
esperanza de Ricardo, era que su papá lo salvara; un soldado de muchos
amores y una docena de hijos, al que solo vio dos veces en su vida. La
ilusión murió junto con el militar cuando Ricardo tenía apenas ocho
años. “Aún recuerdo cómo se sentía su cara cuando la toqué, se parece
mucho a la mía, ahora”, dice.
Sin dinero para alimentar a su hijo, su
mamá jugó una carta desesperada: llamó a su hermano en Estados Unidos.
Él les podría arreglar papeles falsos y un pasaje seguro.
La casa de dios
Fue
como si hubiera llegado al cielo, después de mucho tiempo, tenía una
escuela a la que le gustaba ir, amigos y una casa grande con servicios y
comida de primer mundo.
“Esas luciérnagas, todas las noches
alumbrando cualquier parte de esa pequeña villa, me dejó pensando: aquí
sí vive dios”, cuenta.
Pronto, la vida con su tío dejó de ser
perfecta y a mostrar sus fallas: su mamá pasaba sus días limpiando otras
casas mientras él se criaba solo.
Poco a poco se alejó de su casa
y empezó a frecuentar nuevos amigos: una pandilla local en la que se
estrenó como narcomenudista.
“Me gustaba pasar tiempo con ellos, y
la forma en la que me cuidaban. Cuando salí a las calles y me empezaron
a respetar. Eso me gustó mucho”, explica.
Con dinero en sus bolsillos, Ricardo empezó a vivir el sueño americano, que pronto se derrumbó por una pelea callejera.
“La
verdad es que yo soy una persona tranquila, con quien se puede hablar”,
cuenta Ricardo sobre su carácter. “Pero si me buscas, me encuentras, man, así que es mejor que no se metan conmigo”, afirma.
Como
resultado de la pelea, lo sentenciaron a tres años de prisión por
intento de homicidio. Él alega que fue víctima de leyes racistas y de
que en Tennessee no se considera la autodefensa como atenuante.
Tres
años de barrotes fue lo último que vio de Estados Unidos. Dos meses
después de cumplir su condena, la migra lo botó, como a miles de otros
migrantes mexicanos, en la frontera de Laredo.
El súbito retorno
“Recuerdo
estar en la frontera, cruzando el puente y pensé, ¿debería quedarme acá
en el norte y cruzar la frontera de nuevo?” Sin embargo, se sintió
acechado, amenazado. “Empecé a ver un montón de trucks (camiones), de los drug cartels alrededor”. Por eso, tomó el primer camión que encontró rumbo a Ciudad de México.
Maggie
Loredo, otra deportada que ahora codirige Otros Dreamers en Acción
(ODA), una organización de apoyo a retornados, asegura que esos son los
momentos más duros para cualquier persona deportada.
“No tienen
donde quedarse, no tienen identificaciones, ni tampoco dinero. Muchos no
pueden conseguir un empleo, porque no tienen nada que los identifique,
ni tampoco el apoyo de programas estatales, porque no cumplen con los
requerimientos”, explica.
Hoy, Ricardo ya no se preocupa por
regresar a Estados Unidos. Después de un viaje de 34 kilómetros y dos
horas, desde su casa en Chimalhuacán a la Ciudad de México, Ricardo está
sentado frente a su computadora y sus ojos pasean sobre intrincadas
líneas de código.
Codeando para un mejor futuro
Está
sentado en una silla de diseñador, frente a una sencilla mesa de madera.
Alrededor, la gente habla en spanglish. Desde 2015, a la ciudad han
llegado unos 55 mil mexicanos deportados. A nivel nacional, la cifra es
mucho mayor.
Un puñado de estos migrantes, trabajan y aprenden en
las oficinas de HolaCode, una empresa de tecnología que educa y ayuda a
migrantes deportados en México. Hasta ahora, esta es la única opción de
Ricardo para un futuro mejor.
Aquí, no solo ha aprendido las bases
para una carrera prometedora, sino que también encontró un espacio de
acogida, donde no lo discriminan por su acento o su pinta.
“A la gente de aquí en verdad le importo, se queda como en familia, sabes, es algo que he buscado toda mi vida”.
La
idea detrás de HolaCode es relativamente sencilla: Convertir a
migrantes deportados en desarrolladores de software en cinco meses.
La
empresa funciona a través de un sistema de financiamiento por méritos,
en el que a los alumnos no se les cobra nada al inicio del programa,
incluso se les ayuda con comida, un lugar para vivir y hasta terapias
psicológicas.
Sin embargo, eventualmente tendrán que pagarlo todo.
Tan pronto el alumno consigue un empleo en el que gana más de 20 mil
pesos al mes, tiene que liquidar su deuda.
Si bien HolaCode puede
ser una opción viable para que Ricardo logre sus metas, programas como
este no son para la mayoría de los deportados.
“No todos los
deportados son jóvenes brillantes de 10 que regresan hablando inglés y
español y que están dispuestos a aprender a programar”, asegura Maggie
Loredo, activista de ODA.
“Hay muchos que son adultos mayores, que no hablan inglés, o que están muy viejos para trabajar en lo que sea”, añade.
Una mano para volver a empezar
Llegar
a este punto no fue fácil. Después de que la migra lo botó en el
desierto, Ricardo viajó a la Ciudad de México, donde su crisis solo se
agudizó.
No tenía empleo, ni manera de encontrar uno; tampoco un
lugar donde dormir. Su mamá, y el resto de su familia estaban en Estados
Unidos. De nuevo, el monstruo lo devoraba.
“Fue muy difícil, en
ningún lugar me aceptaban. Se burlaban de cómo hablaba, de mi español
roto, de mi spanglish; y me decían pocho. Yo me preguntaba what the fuck is pocho?”, recuerda.
En
sus primeros meses, Ricardo encontró refugio bajo un puente, cobijado
por tres pedazos de cartón. Su bolsa de empleo consistía de labores
improvisadas como payaso en camiones, limpiador de parabrisas y cargador
en la Central de Abasto.
Contando chistes en los camiones,
lograba sacar entre 300 o 200 pesos si bien le iba; lo que no distaba
del salario que obtendría años después en un “Call Center (centro de
llamadas)”, encerrado en un cubículo en el que pasaría más de doce horas
al día levantando el teléfono y dando asistencia remota.
Estos
centros se aprovechan de los deportados, de su inglés aprendido en la
calle y del español manchado de anglicismos. Sin papeles, con bajos
sueldos y sin prestaciones, es un negocio redondo.
Para
incrementar el salario bajo, forzó turnos extra, sacrificó fines de
semana y tiempo con sus hijos; lo que le ganó el doble o el triple del
sueldo habitual.
Reconoce que lo que lo ha mantenido en una lucha de superación durante todos estos años es su carácter:
“Soy
optimista, una persona que se preocupa por los demás, que, aunque no
tengo nada, si veo alguien que necesita ayuda, y veo que le puedo
ayudar, ni siquiera lo dudo”, describe.
¿Cuántas personas son deportadas a México?
En 2017, después de que Donald Trump asumiera la presidencia en enero, 167.064 mexicanos fueron deportados de Estados Unidos; los años anteriores ese número había sido incluso mayor, de acuerdo con datos oficiales del gobierno mexicano.
Hasta
ahora, Trump ha deportado menos personas por año que Obama. Eso podría
deberse a que ha enfocado su atención a otras políticas durante su
primer año de gobierno, a pesar de su fuerte discurso antimigratorio.
Durante
los primeros cinco meses de 2018, el número de deportados subió otra
vez y es muy parecido al número del mismo periodo de 2015 y 2016.
A
la mayoría los dejan en los puertos de entrada de la frontera norte.
Sin embargo, un pequeño grupo llega periódicamente al aeropuerto de la
Ciudad de México. El número de deportados que llegan aquí en avión ha
incrementado en los últimos años. En 2015 eran seis por ciento del total
de deportados, mientras que en 2018 rozan 11 por ciento, según cifras
oficiales.
En 2016, cerca de 5,6 millones de mexicanos vivían sin documentos en Estados Unidos, de acuerdo con cifras del Pew Research Center.
La mitad de ellos ha habitado en ese país por más de 10 años. En
teoría, podrían ser deportados en cualquier momento, por ejemplo después
de entrar en contacto con autoridades estadounidenses.
Aun así,
hay muchos mexicanos que viven con una orden para salir de Estados
Unidos que no se ha aplicado. Los indocumentados tienen muchas
estrategias para evitar encontrase con una autoridad oficial. Aunados a
estos, algunos mexicanos sin papeles tienen un permiso temporal para
vivir en Estados Unidos, pero solo si se presentan regularmente ante ‘la
migra’.
Estas personas también pueden ser encarceladas en centros de detención para migrantes, donde esperan su eventual deportación.
Existen
algunos programas para esto, pero no son suficientes para todas las
personas que llegan. De acuerdo con organizaciones no gubernamentales,
el principal problema recae en la falta de comunicación entre las
autoridades locales y federales.
La mayoría de los retornados
llega sin una identificación oficial que pruebe su nacionalidad. Así,
los retornados no pueden acceder a ninguno de estos programas o a otros
servicios como abrir una cuenta bancaria. A pesar de ello, hay varias
organizaciones ciudadanas de apoyo a migrantes, fundadas por deportados,
que están llenando los vacíos que ha dejado el gobierno.
Este artículo fue originalmente publicado por Pie de Página, un proyecto de Periodistas de a Pie. IPS-Inter Press Service tiene un acuerdo especial con Periodistas de a Pie para la difusión de sus materiales.

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